FOTOGRAFÍA / Geografia Institutu Nazionala
M. García
2025/07/02

ESTADO Y FASCISMO

La concepción apologética del fascismo propia de la burguesía lo concibe como un régimen excepcional tanto lógica como históricamente, con el nazismo y el Holocausto como paradigmas del mismo, evidencias de su singularidad. Sin embargo, un análisis riguroso de esta forma política debe tomar como objeto su desarrollo histórico concreto y no un conjunto de rasgos abstraídos en una forma ideal (que por ejemplo dejarían fuera de esta categoría a la dictadura franquista), como en numerosas ocasiones hace la ciencia política o la historia, de forma servil a los intereses de la burguesía. El Estado en sus diversas formas, en tanto órgano de dominio de clase –atendiendo a la fórmula de Marx y Lenin–, despliega un enorme abanico de recursos y estrategias para el disciplinamiento y la regulación de la fuerza de trabajo. Esta tendencia central del Estado burgués a la distribución, clasificación y dominación se concreta en toda su crudeza en la forma política fascista. En este sentido, la genealogía del procesamiento en masa, la concentración de población y el exterminio remite indudablemente a las formas de dominación colonial. Asimismo, evidencia cómo el fascismo es una forma de Estado ante todo contrarrevolucionaria y antiproletaria, una forma necesaria y no excepcional en el contexto en que las fuerzas revolucionarias se muestran incapaces de tomar efectivamente el poder y el orden liberal es insuficiente para sostener la acumulación. El fascismo no es sino el proyecto de recomposición del orden y la concertación de clases a través de una vía explícitamente radical, basada en la palingenesia nacional y la violencia masiva más cruda.

El fascismo es una forma de Estado ante todo contrarrevolucionaria y antiproletaria, una forma necesaria y no excepcional en el contexto en que las fuerzas revolucionarias se muestran incapaces de tomar efectivamente el poder y el orden liberal es insuficiente para sostener la acumulación

VIGILAR, CASTIGAR Y EXTERMINAR: LAS RAÍCES COLONIALES DEL FASCISMO EUROPEO

Así, tras la Gran Guerra y la expansión de la crisis revolucionaria abierta en Rusia en 1917, la clase obrera global, como mera portadora de fuerza de trabajo, debía ser sometida en el centro imperialista tal y como lo habían sido las poblaciones no europeas en su proceso de integración en las relaciones sociales capitalistas. “La guerra al socialismo” –en palabras del propio Mussolini en la fundación de los Fasci Italiani di Combatimento– se constituyó como eje estratégico del fascismo italiano ya en los años 20. La destrucción del movimiento obrero y el hundimiento de las condiciones de vida de los trabajadores fueron rasgos fundamentales del fascismo desde un primer momento. El camino al poder, a su ejercicio, era el camino al derecho a gobernar de forma total sobre las clases inferiores. Esta “inferioridad” solo podía ser construida gracias al repertorio conceptual que ofrecían categorías como raza, comunidad nacional, civilización, pureza o higiene y las tácticas militares y de regulación social puestas a disposición de las políticas de represión y exterminio en la metrópoli. El proyecto de “modernidad alternativa” (en palabras de Robert Paxton) basado en los avances de la industria y la racionalidad científica se había puesto a punto en las colonias. Basta constatar el uso de armas químicas contra la población civil en el Rif realizado por el ejército español en la década de 1920, en Abisinia por parte de Italia en 1935 o la concentración y el genocidio de más de la mitad de la población herero y nama en Namibia (África del Sudoeste alemana) entre 1904 y 1907 –convenientemente escondido en el relato histórico alemán tras la singularidad mistificada del Holocausto–. Llegado el momento de crisis bélica y revolucionaria de la segunda década del siglo XX, la vía para la gestión de la fuerza de trabajo pasaba del exterior al interior europeo. La comunidad de productores nacionales debía imponerse sobre unas clases proletarias descontroladas y sus organizaciones “cosmopolitas”: el “judeobolchevique” o el “comunista judeomasónico”, entre otras categorías, se convirtieron en manchas que debían ser clasificadas, segregadas, disciplinadas y, en última instancia, exterminadas, como lo habían sido el “bárbaro” o el “negro salvaje”. En este proceso, el sujeto dobletemente libre y desposeído propio de la forma social burguesa es afirmado y negado, convertido en objeto completamente deshumanizado y sometido sobre el que recae todo el ejercicio del poder estatal. 

La inferioridad de las clases solo podía ser construida gracias al repertorio conceptual que ofrecían categorías como raza, comunidad nacional, civilización, pureza o higiene y las tácticas militares y de regulación social puestas a disposición de las políticas de represión y exterminio en la metrópoli

Este hilo rojo tendido entre 1890 y 1940 alcanzó su máxima expresión en la campaña alemana en el Frente Oriental: la destrucción de la URSS, la colonización de Europa Central y Oriental (entendida como lebensraum de la comunidad nacional y racial alemana) y el exterminio de los judíos se convirtieron en objetivos indisolubles. Bajo unas formas de dominio estatal similares a las que se daban en los territorios colonizados, esto es, una presencia diluida de la normatividad jurídica liberal, el estado de excepción constante y la noción de frontera en expansión como guía (elementos que hoy podemos localizar en el proyecto estatal sionista) se procedió en Europa a la segregación, expulsión, concentración, trabajo forzado y exterminio del “enemigo judío” y junto a este de los eslavos y otros pueblos –habitantes del Estado soviético– considerados inferiores. La comunidad nacional –Volksgemeinschaft– en su conjunto, con toda su masa de miembros individuales, ejerce esta función de dominación, insuflada sobre todo el cuerpo social. El poder desindividualizado y automatizado del Estado moderno alcanza su máxima expresión en la forma fascista en tanto su ejercicio se apoya sobre la voluntad de una comunidad de masas.

El caso del Estado español no es una excepción. La dictadura franquista fue, con sus especificidades y sus diferencias con respecto al nazismo y el fascismo italiano, el régimen político más acabado de esta forma de dominio en la España del siglo XX. De hecho, en ausencia de participación directa en una gran guerra exterior como la II Guerra Mundial, la represión contra la población interior fue mayor en términos relativos. Asimismo, a pesar de la amnesia del pasado colonial español, encontramos el mismo hilo constituyente entre colonialismo y fascismo. Apellidos que se repiten durante dos siglos, lugares de nacimiento, destinos militares, cargos políticos, policiales, propiedad sobre empresas o tierras. Reconstruir la historia de estas políticas de dominación que alcanzaron su cénit en la dictadura franquista requiere echar la vista atrás en el tiempo y hacia otros continentes.

CAMPOS DE CONCENTRACIÓN PARA LOS REBELDES: WEYLER EN CUBA (1896-1898)

El Estado español tiene el dudoso honor de ser de los primeros Estados (junto a EE. UU. y Argentina) en aplicar una política explícita y planificada de concentración de población civil: la “Reconcentración” llevada a cabo por el General Weyler en la guerra de independencia cubana de 1895-1898, cuyos antecedentes se pueden encontrar ya en la Guerra de los Diez Años (1868-1878). 

El 16 de febrero de 1896, un año después del último estallido bélico en la isla, el gobernador y capitán general Valeriano Weyler y Nicolau, máxima autoridad de la colonia, publicaba el siguiente bando ordenando la reconcentración en las provincias orientales: 

1º Todos los habitantes de los campos de la jurisdicción de Sancti-Spíritus, Provincias de Puerto Príncipe y Santiago de Cuba, deberán reconcentrarse en los lugares donde haya cabecera […] del Ejército […] en el plazo de ocho días.

2º Para salir al campo en todo el radio en que operen las columnas, será absolutamente preciso un pase expedido […] se detendrá a todo aquel que no cumpla con este precepto.

El 21 de octubre del mismo año otro bando ordenaba proceder de la misma forma en el Occidente de la isla: 

1° Todos los habitantes en los campos o fuera de la línea de fortificación de los poblados se reconcentrarán en el término de ocho días, en los pueblos ocupados por las tropas. Será considerado rebelde y juzgado como tal, todo individuo que transcurrido ese plazo se encuentre en despoblado.

2° Queda prohibido en absoluto la extracción de víveres de los poblados […]. A los infractores se les juzgará y penará como auxiliares de los rebeldes.

Durante el periodo de gobierno militar de Weyler fueron internadas hasta 400.000 personas en los más de 80 puntos de concentración de Cuba. El objetivo de esta política –tal y como 50 años después sería el objetivo de la contrainsurgencia franquista en la Península– era separar a los rebeldes del Ejército Libertador Cubano (ELC) de la población civil y sus redes de apoyo. La reubicación forzosa y las deportaciones en masa se acompañaban de una política de tierra quemada en las áreas despobladas. En los bohíos (cabañas típicamente cubanas) de las ciudades y pueblos fortificados reconcentrados la población hacinada se vio diezmada por las hambrunas (consecuencia no solo de la guerra, sino también de las confiscaciones y la destrucción de ganado y cultivos) y las epidemias. Asimismo, en algunos de estos campos –por ejemplo, en Pinar del Río– los trabajos forzosos eran la norma. El número de bajas civiles como consecuencia de esta política se evalúa entre 60.000 y 500.000, apuntando los estudios más recientes a unas 170.000, es decir, en torno a, al menos, el 10% de la población isleña.

El Estado español tiene el dudoso honor de ser de los primeros Estados (junto a EE. UU. y Argentina) en aplicar una política explícita y planificada de concentración de población civil: la “Reconcentración” llevada a cabo por el General Weyler en la guerra de independencia cubana de 1895-1898, cuyos antecedentes se pueden encontrar ya en la Guerra de los Diez Años (1868-1878)

No hablamos únicamente de una táctica militar que acompañaba a la división de la isla mediante barreras norte-sur (las trochas), sino de una política de terror selectivo y limpieza de una isla que había de ser “rehispanizada”. La élite españolista radicada en el Casino Español de La Habana tenía claro que “Cuba sería española o […] convertida en cenizas”. El cubano, más allá de su participación o no en la insurgencia, era visto como un sujeto sospechoso. De la misma forma, la élite liberal peninsular de la Restauración concebía el conflicto como una guerra contra unos rebeldes cubanos “negros y salvajes” enemigos de la “civilización española”: un enemigo al que se le podían aplicar medidas extremas. La concentración indefinida en espacios de excepción jurídica era vista como una medida civilizadora. El propio Weyler llegó a publicitarse como inventor de esta táctica militar (que años después sería aplicada en otras colonias como Sudáfrica). De forma coetánea el general Polavieja pidió autorización para aplicar esta política en Filipinas (donde Weyler había estado destinado anteriormente).

LA “CAPITANÍA CUBANA”: DE BARCELONA A MADRID

La élite españolista radicada en el Casino Español de La Habana tenía claro que “Cuba sería española o […] convertida en cenizas”. El cubano, más allá de su participación o no en la insurgencia, era visto como un sujeto sospechoso. La élite liberal peninsular de la Restauración concebía el conflicto como una guerra contra unos rebeldes cubanos “negros y salvajes” enemigos de la “civilización española”: un enemigo al que se le podían aplicar medidas extremas. La concentración indefinida en espacios de excepción jurídica era vista como una medida civilizadora

La política de represión seguida contra los rebeldes cubanos desde la década de 1860 (sin olvidarnos que también se aplicaba contra los esclavos de las plantaciones al menos hasta la supresión de esta forma de trabajo en 1886), que culminó con la violencia masiva de la Reconcentración, no murió en 1898. De la misma forma que el capital del tráfico de esclavos y la caña de azúcar encontró su acomodo en el textil catalán, estas formas de control de la población y de ejercicio del poder acompañadas de discurso ultranacionalista se llevaron a la Capitanía General de Cataluña. Barcelona era la provincia española con mayor cantidad de trabajadores industriales, la que contaba con el movimiento obrero más activo, así como con unas tendencias nacionalistas contrarias al marco del españolismo. Los generales españoles la veían como una “segunda Cuba”. El modelo represivo de la “capitanía cubana” sería desplegado por los Weyler, Martínez-Anido y Milans del Bosch de turno en el Gobierno Civil y Militar de la provincia, culminando en el intento de extensión del modelo a todo el Estado con la dictadura de Miguel Primo de Rivera (1923-1930), a la sazón Capitán General de Cataluña y con una carrera forjada en la triada estelar de las colonias españolas: Filipinas, Cuba y Marruecos. Estas instituciones de gobierno estaban acompañadas de las primeras organizaciones protofascistas en su forma escuadrista –la Banda Negra, el Somatén, La Traza– que aplicaban el terror sobre los obreros (principalmente encuadrados en el anarcosindicalismo) o intentaban captarles mediante retórica obrerista procedente del tradicionalismo –los Sindicatos Libres–. Las raíces de estas organizaciones se pueden rastrear en las milicias del españolismo ultranacionalista cubano, como el Cuerpo de Voluntarios o la Liga Patriótica Española, que ya funcionaban como fuerzas civiles de choque del Estado militar.

“CUANDO TERMINE LA GUERRA DEBERÍAMOS DESTRUIR LAS ALCANTARILLAS”

Si Cuba dio a luz herramientas como la política de concentración, la guerra del Rif (1909-1927) proporcionó el contenido ideológico y las tácticas propias (el “planchado del territorio”) de la guerra de exterminio al Ejército español, que serían aplicadas contra el proletariado asturiano ya en 1934 como ensayo general y de forma total desde 1936 en el avance sublevado en la guerra civil, constituyendo el fundamento de la dictadura franquista. La experiencia colonial había creado las condiciones materiales e ideológicas para el desarrollo y la aplicación de esta política. El franquismo, a pesar del variable grado de fascistización que experimentó en su evolución, siempre basó su ejercicio del poder en la persecución, el procesamiento, el encarcelamiento y la ejecución en masa, subordinado a un horizonte de reconstitución de una comunidad nacional política, social y económicamente unificada. La guerra civil se planteaba como una cruzada a través de la cual la racionalidad civilizadora –o sea, el dominio de clase– se debía imponer sobre un proletariado subhumano (“las hordas rojas”) concebido en términos similares al sujeto colonial rifeño, cubano, guineano o filipino.

El franquismo, a pesar del variable grado de fascistización que experimentó en su evolución, siempre basó su ejercicio del poder en la persecución, el procesamiento, el encarcelamiento y la ejecución en masa, subordinado a un horizonte de reconstitución de una comunidad nacional política, social y económicamente unificada

“Mire usted, nuestro plan es exterminar a un tercio de la población masculina de España. Esto limpiará el país y nos librará del proletariado”.

Así afirmaba en plena guerra civil el aristócrata y terrateniente salmantino Gonzalo de Aguilera y Munro. El capitán continuaba su argumentación:

“Nosotros, las personas decentes, cometimos el error de darles viviendas modernas en las ciudades donde tenemos nuestras fábricas. […] Pusimos alcantarillas. El resultado es que la población esclava aumenta. Si no tuviéramos cloacas en Madrid, Barcelona y Bilbao, todos estos líderes rojos habrían muerto en su infancia en lugar de excitar a la chusma y provocar el derramamiento de la noble sangre española. Cuando termine la guerra, deberíamos destruir las alcantarillas.”

Aguilera había servido en Marruecos y no podía sino ver en el proletariado rural de sus fincas un trasunto de los rebeldes rifeños. La aplicación de políticas de limpieza contra unas clases proletarias vistas como cuerpos extraños contagiados del virus del bolchevismo (o el “gen rojo” en su versión psiquiatrizada) era una necesidad. El franquismo recogió el guante de las experiencias coloniales en su avance militar en la guerra civil, planteando una auténtica estrategia de exterminio de clase. Tal y como afirmaba Aguilera, los mandos militares sublevados eran conscientes de que imponer el orden burgués amenazado por las movilizaciones revolucionarias –en rápida expansión desde al menos 1909 con su cénit en la década de 1930– pasaba por la concentración y la eliminación física de amplias capas del proletariado (tal y como se había hecho en Asturias en octubre del 34), especialmente en el sur peninsular, donde la burguesía terrateniente se había visto contra las cuerdas desde 1933. En la mentalidad de la clase burguesa “se multiplican[ban] demasiado rápido, […] como animales [era] imposible que no se infect[aran] con el virus del bolchevismo. Al fin y al cabo, las ratas y los piojos son los portadores de la peste”. 

Imponer el orden burgués amenazado por las movilizaciones revolucionarias –en rápida expansión desde al menos 1909 con su cénit en la década de 1930– pasaba por la concentración y la eliminación física de amplias capas del proletariado (tal y como se había hecho en Asturias en octubre del 34), especialmente en el sur peninsular, donde la burguesía terrateniente se había visto contra las cuerdas desde 1933

Las columnas de Yagüe, Queipo de Llano y Franco en su avance hacia Madrid, con el apoyo de los poderes burgueses locales aplicaban conscientemente lo que Aguilera y los de su clase denominaban “regeneración de España”: había que considerar a la población enemiga como excedente y objetivo militar. No se trataba de la simple brutalidad consustancial a la guerra, sino que era necesario concentrar y encarcelar o eliminar amplias capas de estas clases proletarias para restaurar la salud de la nación. Así se hizo en la Matanza de Badajoz, contra la población que huía por la carretera de Sevilla a Mérida por obra de la “Columna de la Muerte” o por parte del General Mola en las provincias de Navarra o Logroño, asesinando a decenas de miles de personas.

LA LEPROSERÍA DE MIKOMESENG 

De la misma forma que se ha analizado la experiencia en Cuba o el Rif, antes de desentrañar la cuestión de la represión de posguerra y los campos de concentración del franquismo, es necesario señalar el modelo de concentración desplegado en la Guinea Española. La restauración de la “raza” española traicionada por la puñalada en la espalda del politiqueo liberal en Cuba, firmemente defendida frente a las cabilas rifeñas y posteriormente contra las “hordas de Moscú”, alcanzó su formulación más explícita en las formas de control biopolítico de la sanidad colonial en Guinea. Una serie de disposiciones legales llevaron en 1945 a la obligación de entrega a las autoridades coloniales en caso de padecer la lepra –de la misma forma que la lucha contra el tifus fue un arma usada para la represión de los presos republicanos–. De acuerdo con criterios raciales, se conformaron espacios de concentración, reeducación y trabajo, separados del entorno y controlados por la guardia colonial. Sería el caso de la leprosería de Mikomeseng, evolución de los primeros planes de islas presidio. Como veremos, de forma paralela al modelo metropolitano, –como veremos– el hambre, las torturas, el trabajo forzado y prácticas como la separación de madres e hijos (con una mortalidad infantil que rondaba el 70%) fueron la norma en estos espacios segregados en los que se distribuía a la población nativa bajo el dominio español. De la misma forma, se estableció un sistema de sigsas, esto es, de centros de internamiento obligatorio controlados por las órdenes religiosas –donde los malos tratos y los abusos sexuales eran la norma– para europeizar a las mujeres que se fueran a casar por el rito canónico católico.

En la Guinea Española, se conformaron espacios de concentración, reeducación y trabajo separados del entorno y controlados por la guardia colonial, de acuerdo con criterios raciales.

“HASTA SU TOTAL EXTERMINIO”

La guerra de clase con su repertorio de métodos represivos no terminó con el “cautivo y desarmado el ejército rojo” del 1º de abril 1939 y el fin de la República (dado que su contenido de clase era también burgués, los sublevados solo habían vencido en el plano concreto de la forma del régimen político): era necesario limpiar el país para construir el Nuevo Orden burgués del franquismo. En palabras del director general de la Guardia Civil en 1941 “a los enemigos en el campo” había que “hacerles la guerra sin cuartel hasta su total exterminio”. Al igual que en el caso nazi en Europa del Este, desde 1936 la represión se planteaba en un contexto de laxitud jurídica y espontaneidad de los cuerpos militares, pero todo ello enmarcado en órdenes claras hacia esa política de castigo emanadas desde las más altas instancias del Estado. En tiempos de “paz”, esta seguirá siendo la norma, sobre todo teniendo en cuenta la localización mayoritaria de los teatros de operaciones de la contrainsurgencia en zonas rurales con menor presencia del Estado. 

El Ejército franquista desplegó una amplísima gama de tácticas de represión que conformaron una auténtica política de exterminio. Las batidas, las emboscadas, las matanzas de civiles, la exposición de cadáveres de los ejecutados, el asalto armado –con artillería incluso– a viviendas y núcleos rurales, la concentración de la población en campos y prisiones no fueron meros movimientos espontáneos de venganza, sino directrices de Estado principalmente ejecutadas por la Guardia Civil

Un lustro antes que sus homólogos europeos, el Ejército franquista desplegó una amplísima gama de tácticas de represión que conformaron una auténtica política de exterminio. Las batidas, las emboscadas, las matanzas de civiles, la exposición de cadáveres de los ejecutados, el asalto armado –con artillería incluso– a viviendas y núcleos rurales, la concentración de la población en campos y prisiones no fueron meros movimientos espontáneos de venganza, sino directrices de Estado principalmente ejecutadas por la Guardia Civil (ya fundada en 1844 como cuerpo militar interno). Órdenes directas del Cuartel General de Franco así lo atestiguan: “En lo relativo a las concentraciones marxistas […] es preciso que lo antes posible sean exterminadas las partidas referidas”. El castigo colectivo contra los desafectos al Nuevo Orden no solo se dirigió contra los guerrilleros, sino, siguiendo la estela colonial –así como la de la represión contra el bandolerismo decimonónico y también la aplicada en las Guerras Carlistas, especialmente en las provincias vasconavarras– contra comunidades enteras. Por ejemplo, entre 1945 y 1952 en la provincia de Castellón, el 75% de las víctimas mortales causadas por la Guardia Civil y otras fuerzas fueron civiles. Las represalias masivas, apoyadas por los poderes locales, se desplegaron contra familias, vecinos y en definitiva contra clases y sectores sociales específicos, continuando la senda iniciada el 18 de julio de 1936 de “limpiar España de rojos”. En las comarcas con mayor presencia de la guerrilla antifranquista se produjeron detenciones masivas y constantes que acababan en palizas (muchas veces realizadas a sabiendas de que la capacidad física era el único medio de vida de las clases proletarias) y ejecuciones en los cuarteles. En la línea del despliegue del máximo poder posible sobre la totalidad del cuerpo social, el Estado aplicó políticas de tierra quemada, arrasando centenares de hectáreas de campo de forma planificada y convirtió el país en “una inmensa prisión”, deportando familias enteras, confinando y asediando pueblos completos convertidos en cárceles nocturnas a través del toque de queda y el control sobre las viviendas. Viviendas, que –al igual que los núcleos rurales dispersos como las masías o los cortijos– siempre eran susceptibles de ser destruidas manu militari en caso de ser asociadas con elementos desafectos al Régimen. 

En torno a 300 campos de concentración fueron establecidos a lo largo de la dictadura. La tipología de estos fue tan variada como lo eran las mismas formas de represión. Desde el calco de la política de reconcentraciones en la posguerra con el objetivo de aniquilar a la guerrilla y todas sus redes sociales de apoyo a establecimientos como la Colonia Agrícola Penitenciaria de Tefía (en funcionamiento entre 1954 y 1966 para disidentes sexuales y de género condenados por la Ley de Vagos y Maleantes), el centro de reclusión y clasificación de Matadero gestionado por el Servicio de Represión de la Mendicidad del Ayuntamiento de Madrid o la inmensa red de trabajo esclavo (gracias a la cual forjaron su fortuna tantos empresarios, como por ejemplo José Banús, constructor del madrileño Barrio del Pilar o del puerto de lujo de Marbella) amparada bajo el Patronato de Redención de Penas por el Trabajo –junto a otras formas como los Batallones Disciplinarios de Soldados Trabajadores– creado en 1938. Según cifras de la propia dictadura, en 1941 el número de reclusos superaba los 230.000, esto es, al menos 1 de cada 100 españoles estaba en prisión o en un campo de concentración. Si comparamos con otros regímenes fascistas, comprobamos cómo en España existían 30 presos por cada encarcelado en la Alemania nazi. En cuanto a las ejecuciones, que oscilan en torno a un mínimo de 150.000 y un máximo de casi 300.000, la proporción sería de 1.800 por cada ejecutado en la Italia de Mussolini en tiempos de paz.

CARABANCHEL: EL PANÓPTICO DE FRANCO

Según cifras de la propia dictadura, en 1941 el número de reclusos superaba los 230.000, esto es, al menos 1 de cada 100 españoles estaba en prisión o en un campo de concentración. Si comparamos con otros regímenes fascistas, comprobamos cómo en España existían 30 presos por cada encarcelado en la Alemania nazi

Uno de los principales centros de este mapa de los campos de concentración y del encarcelamiento masivo posterior a la guerra civil fue la cárcel de Carabanchel, paradigma del modelo de represión y dominio de clase del Nuevo Estado franquista. A apenas 5 kilómetros del centro de Madrid, en 1940 la fuerza de trabajo esclava de los prisioneros republicanos comenzó a levantar el macroproyecto carcelario esotéricamente alineado con otros espacios clave del franquismo, como el Valle de los Caídos. Siguiendo las palabras del propio Franco, “el lugar de trabajo sustituiría a la lóbrega mazmorra”. El modelo radial panóptico, en el que la luz y la visibilidad constante son elementos esenciales, remitía a la tradición represora de la Restauración (con la Modelo barcelonesa como referente).

El Estado franquista conformó todo un aparato legal (Ley de Responsabilidades Políticas, Ley de Represión contra la Masonería y el Comunismo, Ley de Peligrosidad Social, Brigada de Investigación Social) que avanzó paralelo a la modernización del régimen

Además, permitía la taxonomización y distribución de los presos de acuerdo con su adhesión al nuevo régimen y su posición social: rojos, comunes, vagos y maleantes (luego “socialmente peligrosos”). Entre las garitas y alambradas vigiladas por la Guardia Civil, la dictadura desplegó su política palingenésica encerrando a los elementos patógenos de la nueva sociedad española: hacinamiento, extensión de enfermedades contagiosas (que nos remite al modelo de Mikomeseng) y torturas constantes del Cuerpo de Prisiones (en las que falangistas y excombatientes veían una continuación de los objetivos de la guerra) fueron la norma. La eficiencia y estandarización de las ejecuciones fueron la máxima expresión de la política franquista de exterminio: comenzaba con la rúbrica del Caudillo en su despacho de El Pardo (de nuevo vemos como no se trataba de desmanes espontáneos); continuaba con el traslado y fusilamiento en el recinto militar de Campamento y finalizaba con la vuelta de los cadáveres al cementerio de Carabanchel Bajo –para nada casualmente anejo a la prisión–. Al menos por este procedimiento fueron asesinados 153 presos de Carabanchel entre 1944 y 1953, sin contar los ejecutados en el garrote vil convenientemente oculto en los sótanos, ni aquellos muertos por las torturas o que se suicidaron. No se trató ni muchísimo menos de una excepción de posguerra. El Estado franquista conformó todo un aparato legal (Ley de Responsabilidades Políticas, Ley de Represión contra la Masonería y el Comunismo, Ley de Peligrosidad Social, Brigada de Investigación Social) que avanzó paralelo a la modernización del régimen. En 1963 fueron ejecutados desde Carabanchel los anarquistas del grupo Defensa Interior Granado y Delgado y Julián Grimau del PCE. Igualmente, centenares de disidentes sexuales y de género, mendigos, alcohólicos o drogadictos eran internados en la prisión y/o torturados en el hospital psiquiátrico. La nueva hornada de militantes del movimiento obrero también acabaría en muchos casos con sus huesos en la estrella de ladrillo.

Sin embargo, como hemos señalado, el procesamiento en masa es un proceder consustancial al Estado burgués, por lo que continuó más allá de 1978. Las torturas en Carabanchel a presos políticos de ETA o el GRAPO continuaron. Pero sobre todo observamos cómo el sector más depauperado de la clase obrera excluido de los mecanismos de integración del desarrollismo y la democracia (los presos “sociales” quedaron fuera de las amnistías, a pesar de las movilizaciones de los reclusos comunes a través de la COPEL –Coordinadora de Presos en Lucha– y los motines de 1977-78) se vio sometido a su paso por prisión. Tal y como afirmaba el periodista Arturo Lezcano, “hablamos de los primeros años 80 como si fuera la posguerra y Carabanchel un campo de concentración”. Con la irrupción de la adicción a la heroína y la delincuencia juvenil en estos estratos de clase, las políticas de ley y orden llevaron a la concentración y el aislamiento de todos estos procesados en prisiones como Carabanchel. Ahí eran arrojados como elementos indeseables (ladrones, yonquis, enfermos) en la nueva sociedad democrática española. La prisión pronto se convirtió en un gueto en el que la violencia era una constante y se extendía sin límites la falta de higiene y la epidemia de VIH (con al menos un cuarto de los reclusos contagiados en 1991 de acuerdo con Instituciones Penitenciarias). 

En las prisiones como Carabanchel, los prisioneros eran arrojados como elementos indeseables (ladrones, yonquis, enfermos) en la nueva sociedad democrática española. La prisión pronto se convirtió en un gueto en el que la violencia era una constante y se extendía sin límites la falta de higiene y la epidemia de VIH (con al menos un cuarto de los reclusos contagiados en 1991 de acuerdo con Instituciones Penitenciarias)

En el medio siglo de historia de la prisión hasta su cierre en 1998 cristalizan gran parte de las formas de represión desplegadas por el Estado español, desde el trabajo forzado y el exterminio político del fascismo de posguerra que remitían al pasado colonial y la Restauración a la réplica de algunos elementos del modelo de concentración y abandono de enfermos y lazaretos guineanos ya en la Transición y la democracia. La población carcelaria no dejó de crecer desde el final de la dictadura. Hoy es más de tres veces superior a la de 1975: de en torno a unos 15.000 reclusos a casi 50.000, aunque la tasa de criminalidad haya disminuido considerablemente.

El Estado español hoy hacina, tortura y deja morir al proletariado migrante como hace 80 años hacía con los presos políticos y el proletariado campesino y hace más de un siglo con la población cubana o rifeña. La concentración o el exterminio no son una excepción, sino la norma histórica propia de la barbarie capitalista

Cerrando el círculo abierto hace más de cien años en las colonias del Caribe, que pasa por el Rif, las serranías y campos de la guerra y posguerra y los lazaretos de la Guinea española, hoy se erige en los terrenos –convenientemente arrasados, como toda la documentación oficial de la prisión– del antiguo hospital penitenciario de Carabanchel el CIE (Centro de Internamiento de Extranjeros) de Aluche. En esta nueva forma de campo de concentración, el Estado español hoy hacina, tortura y deja morir al proletariado migrante como hace 80 años hacía con los presos políticos y el proletariado campesino y hace más de un siglo con la población cubana o rifeña. La concentración o el exterminio no son una excepción, sino la norma histórica propia de la barbarie capitalista.


BIBLIOGRAFÍA

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Preston, Paul, Arquitectos del terror. Franco y los artífices del odio, Madrid, Debate, 2021

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Traverso, Enzo, «Holocausto y colonialismo: a propósito de “El catecismo alemán”», Sin Permiso, 23 de abril de 2022.

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