Garikoitz Ortiz de Villalba Redondo
2022/05/02

Junto a la más cruda represión económica, política y física, la intervención cultural a la que es sometido el bloque cultural proletario apacigua su evidente, históricamente hablando, potencial insurreccional y moldea su disposición hacia la realidad dada. A través de una cultura de masas alienante, la clase dominante imprime precisos y perturbadores patrones de comportamiento: la sumisión total al dinero, la banalización de la violencia, la glorificación de lo efímero, la atomización extrema o el hecho de no poder concebir un mundo en el que no operen las leyes del capital.

La sumisión total al dinero, la banalización de la violencia, la glorificación de lo efímero, la atomización extrema o el hecho de no poder concebir un mundo en el que no operen las leyes del capital

Al parecer no hay clavo ardiente que sirva de asidero. El contexto actual, circunscrito por la crisis, no hace más que expresar de manera más extrema si cabe, las contradicciones inherentes al sistema capitalista de producción de mercancías. El ciclo de acumulación basado en el modelo posfordista y en la sociedad de consumo ve agotadas sus posibilidades históricas, y con ellas la razón de ser de uno de sus productos estrella: la cada vez menos amplia clase media que desarrolló. Hordas de acomodados defensores de lo dado correrán a ciegas en el camino opuesto a la proletarización, sin saber que el escenario está prefigurado y que poco pueden hacer por salvar su condición.   

Peor suerte corre sin duda el proletariado. Expulsado masivamente de la esfera productiva, su nexo social se desgasta hasta la saciedad. Aquellos a los que el nuevo intento de pacto social deja fuera de juego ven cómo sus salarios son recortados de manera generalizada (en caso de escapar al fantasma del desempleo estructural), los servicios sociales de los que dependen se desintegran y, en definitiva, se empobrecen hasta la inanición. Su calidad de vida disminuye mientras el control social que se ejerce contra ellos aumenta en todas sus formas. La incapacidad material de asegurarse satisfacción vital es la norma general del día a día de la inmensa mayoría, y la incertidumbre angustiosa que ello supone moldea las conciencias de quienes la padecen. La promesa de un futuro (mejor) choca con un presente que solo oferta miseria, barbarie y destrucción.

No sería erróneo advertir que una de las labores de la industria cultural es la de generar ganancias. Sin embargo, hacer que una vida que se desarrolla teniendo como epicentro la miseria en todas sus formas sea aparentemente llevadera, no es labor que realice fácilmente ninguna otra rama de la producción social. Cualquier subjetividad previamente producida por esta etapa del capitalismo tardío encuentra en el vasto escaparate cultural infinidad de productos adecuados a su gusto que, de manera premeditada, han sido colocados al alcance de la punta de sus dedos. Operando como un equipo de ingenieros en el diseño técnico, calculado y frío de los diversos gustos a los que posteriormente se dirigirá, la industria cultural capitaliza las posibles formas de entretenimiento y expresión a las que aspira la población.

El precio a pagar es evidente: las formas del pensamiento quedan delimitadas de antemano. Por si fuera poco, la burda propaganda del pensamiento burgués encuentra un camino fácil por el que colarse en la manera de ver el mundo del bloque cultural proletario. En un momento histórico en el que la probabilidad de ascender socialmente (ya sea mediante la educación, el talento, o el sacrificio personal) es igual a cero, el aspiracionismo es un patrón de conducta y una potente herramienta ideológica que deriva en problemas de salud mental y legitima la totalidad del sistema. Esta fantasía de la sociedad emprendedora sitúa al individuo como su propio asegurador del edén de la riqueza material y por ende culpable de su miseria. Parece que esta oda al sacrificio personal choca con el elogio de un modo de vida totalmente hedónico, pero no son sino dos caras de la misma moneda.

El contenido aparentemente innovador (paradójicamente basado en el continuo repetir de clichés y estructuras conocidas; es decir, realmente repetitivo) que las productoras culturales apiñan en sus plataformas es de rápida creación y consumo; en resumidas cuentas, insustancial. Su razón de ser responde a las leyes de la oferta y la demanda, y su mejor cualidad es que el efímero disfrute que proporcionan al consumidor perpetúa su capacidad interventora; aceptación de lo dado. Resulta interesante ver cómo estas características bien pueden servir para describir el modo de relaciones interpersonales que predominan hoy día. El entretenimiento reina mientras cualquier tipo de compromiso brilla por su ausencia. Los individuos aislados se relacionan de manera efímera y banal a través de las redes sociales o rodeados de alcohol, drogas de todo tipo y frecuencias graves a alta intensidad.

Resulta interesante ver cómo estas características bien pueden servir para describir el modo de relaciones interpersonales que predominan hoy día

La brevedad y el consumo de los tweets, de los shorts de Youtube, de las stories de Instagram, de las mini series de Netflix, de los vídeos de TikTok o de las relaciones sexo afectivas son comparables a inhalar popper; la búsqueda del placer momentáneo toma carácter ontológico en la época que nos ha tocado vivir. El clavo ardiente se funde como si fuera cera en menos de un minuto, y hacer scroll rescata otro clavo, pero la justicia divina no aparece y pagan justos por pecadores. Las redes sociales se han convertido en el paradigma relacional de la juventud proletaria y, como son parte de la industria del entretenimiento, responden a las tendencias objetivas que se dan en el resto de la vida social. Los cambios que sufren y su celeridad solo son comparables con la estandarización cultural que generan a una velocidad inimaginable hasta para los futuristas.

La racionalidad del progreso técnico prevalece aunque la realidad esté llena de frustraciones individuales. La tendencia capitalista de mercantilizar hasta lo meramente imaginable no duda en posar sus garras sobre la vida de los individuos y sus relaciones interpersonales. El espacio digital abre nuevas posibilidades al respecto; la compra-venta de datos personales y su posterior introducción en un conjunto de fórmulas matemáticas que los rastrean, indexan y clasifican proporciona una imagen nítida de esta realidad. Las corporaciones y sus oficinas de marketing depositan prácticamente toda su confianza publicitaria en los anuncios personalizados al gusto (a medida) del consumidor, y este tiene la opción de ser redirigido a la página de compra del producto promocionado con un solo clic.

Vestido de sensación de bienestar general, recetas mágicas y romantización de patrones culturales enfermizos, este flujo de información aparece como fenómeno espontaneo, desordenado y de cierta manera autorregulado. Nada más lejos de la realidad: las corporaciones encargadas de la gestión de las plataformas y de las redes sociales definen y limitan el rango de posibilidades discursivas como los clásicos medios de información burgueses. Además, el contenido que, sin peligro de veto, profundiza en la función idiotizante propia de este modo de interacción digital, así como el que legitima y alimenta este paraíso circense, suele ser tratado con mimo por algoritmos que lo esparcen a diestro y siniestro. En resumidas cuentas: el valor de verdad de la información a la que se aspira y la capacidad de identificar la descarada función ideológica que esta y su plasticidad formal cumplen se relacionan de manera inversamente proporcional al consumo adictivo de estos espacios interactivos.

Espacios que, como ya he mencionado, reproducen contenido de esencia efímera y banal, siendo los memes un ejemplo sintomático de esto. Imágenes, vídeo montajes y pequeñas porciones de texto son entrelazados para generar unidades básicas de información fácilmente mimetizables, sirviendo a la juventud como elemento comunicativo principal. La celeridad que reflejan es evidente. El ciclo de vida de los memes es comparable con el de un pequeño insecto: nacen y mueren en cuestión de semanas, y se reproducen constantemente. Esta producción extensiva de memes permite que su clasificación y análisis formal se conviertan en objeto de análisis de no pocos supuestos expertos. Estos elogian su supuesta universalidad (negativa) y su capacidad de proporcionar entretenimiento e incluso conciencia crítica sobre la realidad. Sin embargo, olvidan que su función principal disiente esencialmente: banalizar la violencia, simplificar y desvirtuar la realidad y el hecho de hacer tomar una distancia irónica para enfrentarse a hechos que de gracioso poco tienen se convierten en eje sobre el que pivotar para estos archivos digitales. La cultura de la violación, la hipersexualización, el menosprecio generalizado hacia uno mismo, el drama de la salud mental, la infantilización política y el culto al placer efímero encuentran un cable conductor que ofrece poca resistencia en el universo del meme.

Como reflejo y producto de la miseria moral que gobierna, los memes, y sobre todo las formas de pensamiento que les subyacen, se han convertido en un elemento fundamental a tener en cuenta a la hora de analizar los patrones culturales y la disposición generalizada hacia la realidad ­dada. Lo que se podría denominar cultura del meme no es más que una manera de estar en y de ver el mundo acorde a las formas de pensamiento antes descritas. Esto no se limita a individuos aislados. Corporaciones que operan internacionalmente, y que cuentan con ingresos superiores a los mil millones de euros anuales, no escatiman en contratar a ­community managers que, de manera inteligente, utilizan memes para responder a clientes insatisfechos por Twitter. La sensación de saciedad que genera tener infinidad de imágenes prefabricadas con las que poder mantener una conversación, plantear una crítica, posicionarse a favor de una opinión o zanjar una discusión política es abrumadoramente preocupante. Solo la incapacidad reflexiva, la incapacidad de concentración y la falta de capacidad argumentativa que la permiten resultan más preocupantes si cabe.

El uso instrumentalizado de este fenómeno por parte de las empresas resulta nauseabundo a primera vista. Qué decir de quien, vestido de voluntad revolucionaria, se lanza al mundo de la irracionalidad más pasional y no duda en aprovecharse de las dinámicas que las tendencias culturales actuales le ofrecen para evitar argumentar una posición históricamente agotada. Claro ejemplo de la cultura del meme y su uso político en nuestro país son los revuelos de twitter (y más allá) relacionados con cuestiones como la de la sede de Bilbo de Ikasle Abertzaleak, el veto político contra el Movimiento Socialista en las txosnas de Gasteiz y las cada vez más frecuentes «cuentas falsas» que a duras penas consiguen juntar letras y difunden mentiras como que el Movimiento Socialista de Euskal Herria es financiado por el sindicato ELA (sic) mediante insultos malamente esputados, así como los integrantes de las filas del partido socialdemócrata Sortu y los de sus juventudes que les dan bombo (bien por generar una falsa opinión, o bien porque son tan ingenuos que creen que no es posible hacer política de una manera distinta a la suya y acaban creyéndose su propia mentira). La ridiculización del adversario, la evasión de la discusión y el intento de ocultar el juego sucio y el veto político se visten de mentiras y banalidades. Mentiras y banalidades que reflejan la poca responsabilidad política de estos agentes supuestamente revolucionarios.

El culto a la irracionalidad y la apología de lo hedónico se ven reflejados tanto en Kabala como en Playz: programas en forma de tertulia dirigidos a jóvenes que, amparados en su presunto carácter político, difunden contenido idiotizante con retórica buenrollista. La incapacidad (voluntaria o no) para reflejar una realidad compleja mediante ideas elaboradas y necesariamente complejas trae consigo una irreparable pérdida de responsabilidad. No hay lugar para la recta y legítima discusión política si el lugar de los argumentos bien fundados, las explicaciones formales o las disculpas autocríticas lo toman discursos basados en el chiste fácil, en la desvirtualización de la realidad o en la descalificación burda y arbitraria. Da la sensación de que la asunción de premisas históricamente irrealizables y contradictorias decae en un «todo vale» dentro del marco moral socialdemócrata: ex falso quodlibet.

No hay lugar para la recta y legítima discusión política si el lugar de los argumentos bien fundados, las explicaciones formales o las disculpas autocríticas lo toman discursos basados en el chiste fácil, en la desvirtualización de la realidad o en la descalificación burda y arbitraria

Hoy más que nunca la sociedad burguesa roza sus límites históricos debido a sus propias contradicciones y demuestra que es un fracaso como proyecto civilizatorio. El estado de orfandad política y el consecuente desarme ideológico proporcionan las condiciones para una intervención cultural sin precedentes sobre la clase trabajadora. Los irresponsables que banalizan estas circunstancias no merecen otro calificativo que el de miserables. Apremia la necesidad. La toma de responsabilidad en señalar a estos cómplices se convierte en imperativo, al igual que construir una cultura socialista que, basada en el trabajo militante y dotada de una fuerte motivación ética, ha de proporcionar un clavo al que aferrarse. Un clavo que lejos de representar una fantasía de redención es una posibilidad real, deseable y totalmente necesaria.

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