Paul Beitia
@PaulBeitia
2022/12/03

Una de las concepciones más extendidas de la cultura, y más aún en Euskal Herria, es la concepción nacional. La cultura es todo aquello lo que se haga en una misma lengua y en un mismo territorio: partiendo de libros, películas y obras de teatro, pasando por academias y producción intelectual, hasta salir de bares. Se dice que la cultura nos une. ¿Pero quién entra en esta cultura y quién no? ¿Cuáles son las rupturas de esa unión? Este texto se centrará en los conceptos de «cultura nacional» y «nacionalismo cultural» y, especialmente, en el carácter de clase y los conflictos políticos de dichos conceptos. La intención será hacerlo desde un punto de vista amplio mencionando ejemplos de Euskal Herria, ya que es el más cercano, pero esperando que pueda valer para demás territorios también.

UNA MANO SEÑALANDO ALGO

Permitidme empezar con un conocido ejemplo. En noviembre de 2022, la Asociación Científica Aranzadi y numerosos medios de comunicación dieron a conocer un nuevo hallazgo arqueológico: en las excavaciones del pequeño pueblo navarro de Irulegi se encontró una mano de bronce del siglo I a.C., en la que había inscripciones en lengua vascona, las más antiguas en una lengua ligada al vasco encontradas hasta ahora. En seguida la denominaron «La Mano de Irulegi».

Ya estamos todos y todas al corriente de esto, puesto que se ha hecho muy famoso el hallazgo de Irulegi, tanto, que nos sorprenderíamos si encontrásemos a un único vascoparlante que no lo supiese; tan sumamente famoso que se ha convertido en símbolo nacional en menos de un mes. Este acontecimiento podría decirnos mucho sobre el tema de este texto, por eso lo traemos aquí. Así pues –parafraseando al mismo tiempo a Marx y a Rajoy–, una mano es una mano, y un descubrimiento es un descubrimiento; solo bajo determinados procesos se convierte en símbolo nacional. Querría nombrar dicho proceso producción capitalista de símbolos nacionales, tal como lo muestra el ejemplo de la Mano de Irulegi.

El proceso se puede dividir en tres momentos. Primero, La Mano de Irulegi fue ampliamente mediatizada acto seguido a su presentación –«acto seguido», literalmente–, gracias al seguimiento en redes sociales y medios de comunicación. Los medios relacionaron el hallazgo desde el principio con frases como «la primera», «la más antigua» y «lo nunca visto»; en redes crearon el hashtag #sorioneku y se difundieron mensajes como «lengua afortunada, pueblo afortunado». Todos y cada uno de los periódicos del día siguiente portaban la noticia sobre el hallazgo con titulares como «hace 2.100 años se escribía en “euskara”», «un símbolo del pasado para pensar el futuro»; se publicaron entrevistas, largos reportajes, columnas de opinión. En cuestión de pocas horas ya se había creado el mito de La Mano de Irulegi. Posteriormente, y en segundo lugar, llegó la industria cultural: al cabo de tan solo dos días, el periódico Berria y la Asociación Aranzadi pusieron a la venta camisetas y totebags con La Mano de Irulegi, a 20 euros; a los tres días, el grupo de música Bulego publicó en sus redes sociales, una canción sobre el hallazgo, con videoclip incluido; se quiso registrar La Mano de Irulegi como marca. Por último, a apenas una semana, el símbolo de La Mano de Irulegi fue apropiada por la socialdemocracia abertzale: en el contexto en el que en el Congreso de Madrid los presupuestos estaban en proceso de aprobación, EH Bildu reivindicó que había conseguido una suma de dinero para seguir investigando el descubrimiento arqueológico de Nafarroa, con el claro objetivo de justificarse tras haber participado en la aprobación de unos presupuestos que aumentaban la financiación de los servicios policiales y militares.

Este ejemplo expresa los tres momentos que ya hemos mencionado sobre el proceso de producción capitalista de los símbolos nacionales: la creación del mito, la intervención de la industria cultural y la articulación política de la socialdemocracia nacionalista. Ya que nos concierne la cultura nacional, este punto de partida nos posibilita situar el tema en el marco apropiado: por un lado, nos permite entender la cuestión de la cultura nacional como cuestión social, al igual que el resto de esferas de la sociedad de clases, es decir, negarle su autonomía y explicitar su contenido de clase, analizándolo en relación con los procesos sociales generales de la sociedad capitalista; y, por otro lado, explicaremos tres elementos constitutivos de esa concepción de cultura nacional: el sentido común y la creación de mitos nacionalistas, la racionalidad de la industria nacional y la socialdemocracia abertzale o la política burguesa de las clases medias.

Precisamente, lo que nos interesa en este texto es desnaturalizar la concepción actual de la cultura nacional y exponerla como proyecto políticamente articulado por intereses de clase.

Lo que nos interesa en este texto es desnaturalizar la concepción actual de la cultura nacional y exponerla como proyecto políticamente articulado por intereses de clase

CONCEPCIONES DE LA CULTURA EN CONFLICTO

Una de las concepciones de la cultura más generalizadas en el uso cotidiano determinado por la ideología dominante, es sin duda la concepción nacional. Es decir, la mayor parte de las veces, cuando hablamos de cultura nos referimos a un conjunto de prácticas sociales ligado tanto al territorio como a la tradición de una nación y a una lengua concreta. Además, nos referimos más concretamente a las prácticas intelectuales y artísticas –referentes ideológicos, novelas, música, etcétera–, pero también, aunque sea de una manera más difusa, a las formas de pensar y de actuar que tiene un grupo de un territorio y un idioma concretos, además de las formas de identificación comunitaria de dicho grupo. Por lo tanto, una de las bases más fuertes de la concepción contemporánea de la cultura nacional se compone del concepto de cultura étnica, que engloba los elementos que acabamos de mencionar.

Esta concepción de la cultura nacional ligada a la etnicidad viene a nombrar el modo de vida y el modo de identificación de una comunidad de manera diferenciada y espontánea. En este sentido, sería prepolítico: Hobsbawm, por ejemplo, dice que la etnicidad no tiene base programática alguna y podría articularse para cumplir funciones políticas diversas, y así lo diferencia del concepto de la nación [1]. A la etnicidad, entendida como identidad comunitaria, también se le atribuye una esencia propia; Joxe Azurmendi, por ejemplo, antepone «la comunidad natural» a la política para definir la nación: «He ahí por qué insisto en que la nación es primeramente un fenómeno natural. (Otros prefieren denominarla antropológica o cultural, me da igual). Yo, y mi comunidad natural, somos muchas otras cosas antes que Estado o ciudadano» [2]. El concepto de comunidad natural de Azurmendi se puede comparar perfectamente a la etnicidad y, por lo tanto, natural querría decir espontáneo: se refiere al carácter comunitario que un grupo tiene per se, que lo mantiene a pesar de las relaciones sociales históricas y articulaciones políticas conscientes, y como tal serviría de base para el concepto político de la nación.

La cultura nacional, en su comprensión étnica, sería eso que un colectivo humano ha compartido a través de la historia –un espíritu o Volkgeist, una identidad, una colectividad–, una tradición que no se rompe a pesar de cambios «más superficiales» en los modos de vida, lo que une a una comunidad al mismo tiempo que lo diferencia del resto. Al fin y al cabo, lo que defiende esta concepción es que el elemento determinante de las comunidades humanas es la etnicidad.

Sin embargo, las concepciones de la cultura están en conflicto; no solo en conflicto entre sí, sino también con la realidad misma. Si la cultura debe valer como categoría analítica para la comprensión de los modos de vida de las comunidades humanas, la única concepción no es la étnica. El punto de vista materialista, por ejemplo, entiende que no se pueden desligar los modos de vida de la realidad social histórica y que, por tanto, la concepción étnica de la cultura está estrechamente ligada a la articulación política por parte del nacionalismo, tal como se argumenta en el reportaje «Genealogías del nacionalismo» publicado en este mismo número de Arteka, o como dice Hobsbawm: «Hay múltiples buenas razones por las cuales el nacionalismo anhela una identificación con la etnicidad, porque ésta provee el pedigree histórico que la “nación” carece en la gran mayoría de los casos». [3]

Las concepciones de la cultura están en conflicto; no solo entre sí, sino también con la realidad misma

Volveremos más tarde a la cuestión del nacionalismo cultural, pero antes me gustaría hacer otro inciso. Claro está que los colectivos humanos tienen formas de vivir espontáneas, que existen maneras diferentes de vivir comunitariamente, cada una de ellas con sus conductas y sus pensamientos, influidas por hábitos lingüísticas y por tradiciones variados del pasado; sin embargo, dichas formas de vida, dichas colectividades, no son ahistóricas y «naturales». Es más, las personas tienen modos de vida colectivos según las relaciones sociales históricamente determinadas, no hay comunidades creadas fuera de estas. Justamente, es la óptica materialista la que nos permite estudiar la relación entre dicha estructura social y el modo de vida de los colectivos, y, por tanto, desnaturalizar la cuestión de la cultura y entenderla como cuestión social e histórica.

Tan solo el estudio de comunidades contemporáneas puede construir una concepción materialista de la cultura, el hecho de entender que las culturas de las comunidades, sus marcos de comprensión y conductuales no son iguales en la Edad Antigua, en la Edad Media y hoy en día. Una prueba interesante de ello es cómo en el siglo XVIII la palabra misma de «cultura» cambia junto con la constitución de la sociedad burguesa: pasa de tener el significado del cuidado de las plantas y los animales, a denominar el cuidado del alma humana, hasta designar finalmente los productos de la labor intelectual de una civilización [4]. El ejemplo no solo expresa un cambio semántico, sino también, y sobre todo, el cambio en el modo de vida sobre la cual se construyen los significados.

Ciertamente, hasta la consolidación de la sociedad burguesa, si bien las formas de vida comunitarios del modo de producción precapitalista –territorialmente aislados e incomunidados– permitieron las condiciones de existencia de unas comunidades basadas sobre todo en la religión y la etnicidad, estas fueron rápidamente destruidas por el establecimiento y el desarrollo del capitalismo. Ya cuando Marx y Engels advirtieron en el Manifiesto del Partido Comunista que «las limitaciones y peculiaridades del carácter nacional van pasando a segundo plano», y que «las literaturas locales y nacionales confluyen en una literatura universal», se referían precisamente a eso. El carácter del capitalismo ha sido internacional desde el principio, y puesto que su desarrollo trae consigo una acumulación de capital en una escala cada vez mayor, acarrea una homogeneización progresiva de modos de vida particulares, e impone un mismo modo de vida general a todas las comunidades que subordina a dicha acumulación: el modo de vida capitalista. Los fenómenos que se denunciarían mucho más tarde, como la «globalización» o la «americanización», son fundamentalmente lo mismo.

Sobre todo a partir del fin de la Segunda Guerra Mundial, el desarrollo de la sociedad capitalista ha posibilitado la implantación de amplias culturas de masa y, por tanto, si bien la etnicidad y las tradiciones nacionales siguen teniendo peso, imponer formas de vida diferenciadas por su posición de clase a las comunidades humanas. Decía Gramsci que se estaba desarrollando «una estandarización del modo de pensar y de obrar», no solo de extensión nacional, sino también, por primera vez, internacional [5]. Se establecen las sociedades de consumo y la industria cultural moderna, medios de reproducción de la nueva cultura capitalista de masas. Y, sobre todo, se desarrollan las condiciones para la creación de una fuerte clase media, formada por la burguesía pequeña nacional y estratos altos de la clase trabajadora, a modo de base social para ese nuevo estilo de vida.

Así pues, al menos a partir Gramsci, la denominación «cultura» se utilizará en el sentido de «cultura de masas»: el modo de vida impuesto a las comunidades humanas por la misma sociedad capitalista según su posición social, por primera vez no solo a escala nacional, sino internacional. Desde entonces, en Occidente, todas las culturas nacionales, regionales y locales irán estandarizándose dentro de una cultura capitalista general. Y, aún, esa es la tendencia: las literaturas nacionales expresarán tendencias literarias internacionales en su propio idioma, en los cines de cada nación se verán historias parecidas, las industrias musicales querrán incluir tendencias parecidas en sus respectivas escenas nacionales. Fundamentalmente, las «culturas nacionales» se van convirtiendo de manera cada vez más clara en expresiones particulares de la cultura capitalista general, y más concretamente, en expresiones de las clases medias nacionales, en cuanto que representan las industrias culturales locales y la vida social hegemónica.

Las «culturas nacionales» se van convirtiendo de manera cada vez más clara en expresiones particulares de la cultura capitalista general, y más concretamente, en expresiones de las clases medias nacionales, en cuanto que representan las industrias culturales locales y la vida social hegemónica

Con el nuevo siglo, la tendencia es hoy día aún más extrema: consumimos casi la misma música, las mismas plataformas y los mismos libros, sean consumidos en un idioma propio o no, pero lo mismo. La homogeneización capitalista no solo iguala las culturas nacionales, también restringe la producción artística e intelectual y la posibilidad de una vida plena: esencialmente, aniquila el desarrollo libre de las capacidades humanas. Esas son las bases actuales para las condiciones de existencia de elementos étnicos particulares, incluidos los idiomas: la homogeneización capitalista las folcloriza o directamente las destruye, y en caso de que sobrevivan, solo sobrevivirán de forma mercantilizada –como es el caso de los deportes, costumbres tradicionales o incluso de los idiomas–. Y, bajo el capitalismo, esa tendencia se exacerbará aún más.

LA CLASE MEDIA Y EL NACIONALISMO CULTURAL

El concepto de la cultura nacional se encuentra siempre con la cuestión de la clase media: el nacionalismo romántico alemán y la clase media antiburguesa del siglo XVIII, el American way of life de la posguerra y la comodidad de los suburbios, el fascismo italiano y la crisis de las clases medias, la imagen democrática corrupta de la España Post-transición y la integración de la aristocracia obrera. Con lo dicho hasta ahora ya hemos argumentado que la cuestión de la cultura nacional también debe ser entendida en relación a las dinámicas sociales de la sociedad de clases y que, por tanto, los ejemplos que la historia nos muestra con insistencia no deben ser concebidos como meras casualidades, sino como constataciones de esas dinámicas sociales. Nuestro trabajo consiste en estudiar la relación entre las clases medias y la cultura nacional para profundizar en la comprensión de esos procesos.

Gramsci no dijo en vano que la pequeña burguesía es «la única clase que es “territorialmente” nacional» [6]. Él hablaba del caso de Italia, pero nos puede servir para un análisis general. Precisamente, el bloque de la gran burguesía y el de las clases medias disciernen sobre todo en la diferencia de la escala territorial de acumulación de capital. En el carácter esencialmente internacional del capitalismo y en el mercado global, si la gran burguesía y el capital financiero defienden sus intereses de clase a nivel internacional, la industria nacional formada por medianas y pequeñas empresas –siempre dependientes de la acumulación internacional del gran capital– queda en manos de la clase pequeñoburguesa, y adoptan, por tanto, un carácter territorial de mayor corte nacional. Junto con ella, altos estratos de la clase trabajadora también comparten la escala territorial: funcionariado de las administraciones nacionales y locales, gran parte del profesorado; funcionarios, directores y periodistas que trabajan en la industria cultural y empresarios culturales; y asalariados –al menos hasta ahora– bien pagados de la mediana y pequeña industria nacional. Todos ellos constituyen el bloque de las clases medias nacionales, con diferencias dependiendo del contexto concreto.

Estas delimitaciones territoriales tienen consecuencias políticas e ideológicas: por una parte, posibilitan el acceso del bloque de las clases medias nacionales a los aparatos estatales burgueses y, por otra parte, obtiene ciertas cuotas de poder para la producción ideológica-cultural. Tanto la una como la otra, como se ha ido argumentando hasta ahora, son medios poderosos para la producción de las culturas nacionales contemporáneas. En el Arteka de octubre, que trata el tema de la inmigración, se explora el mismo punto de vista: «La clase media es creadora de hegemonía y portadora del sentido común. Esta clase creadora de cultura desempeña funciones de cohesión del sistema capitalista; precisamente por eso mezcla cultura con producción ideológica-mercantil a su imagen y semejanza, y cultura con nación, pues la nación es la clase media.» [7]. Si la clase media es el grupo social territorialmente nacional por excelencia, si la nación es la clase media misma, la cultura nacional es aquella cultura hecha a su medida.

Esto nos vuelve a trasladar a la cuestión de las concepciones de la cultura: tal como lo hemos argumentado, la cultura nacional no es solo el conjunto de bailes tradicionales y de costumbres folclóricas; es más, tampoco es la producción artística e intelectual que se hace en un mismo idioma. La cultura nacional también corresponde a un modo de vida –apelando a una acepción más común de la cultura– como expresión particular de la cultura capitalista, la cual podrá reunir también símbolos culturales distintivos, junto prácticas lingüísticas y tradiciones, pero todas ellas articuladas por la ideología y las conductas de las clases medias como bloque integrante de la hegemonía capitalista.

Una vez situado así el tema, es más fácil aproximarse al nacionalismo cultural, a la ideología política que toma la cultura nacional y su defensa como base. Justamente entender las formas de vida de las clases medias nacionales como expresiones particulares de la cultura capitalista y definir ese mismo grupo social como productor y medio de reproducción de la cultura nacional, evidencia que, en la sociedad capitalista, no es posible llevar a cabo la defensa de las particularidades culturales nacionales de manera autónoma y natural, y que no es posible, por tanto, separarla del modo de vida y de la ideología de las clases medias. Esto delimita la ideología nacionalista y su proyecto para la reproducción de cultural nacional estrictamente al marco capitalista: al proceso de mercantilización y al Estado burgués. En primer lugar, la defensa de las particularidades nacionales está estrechamente unida a la defensa del modo de vida capitalista moderno: ser ciudadano de una nación no solo quiere decir conocer la historia nacional, hablar la lengua o conocer los bailes tradicionales, sino que va unido a ciertas normas cívicas, a cierta forma de ser ciudadano, aquella que corresponde a la clase media. En segundo lugar, relacionado con todo lo mencionado anteriormente, la reproducción de la cultura nacional y su sobrevivencia es siempre unida al estado burgués por el nacionalismo, en todas sus variantes: sea de un modo parlamentarista o autonomista, subrayando la gestión de las instituciones públicas y las subvenciones, o sea de una manera más radical y rupturista, poniendo ímpetu en la creación de un estado-nación burgués independiente.

En la sociedad capitalista, no es posible llevar a cabo la defensa de las particularidades culturales nacionales de manera autónoma y natural; no es posible separarla del modo de vida y de la ideología de las clases medias

Precisamente relacionar las cuestiones del nacionalismo cultural y de la cultura nacional con las formas de vida clasemedianistas y con el marco del estado burgués nos puede hacer comprender que la idea contemporánea de cultura nacional se fundamenta, precisamente, en los privilegios de la clase media nacional. El estado burgués, en su variante histórica de Estado de Bienestar, ha posibilitado la integración de las clases medias nacionales en sus aparatos y ha podido garantizarles un modo de vida privilegiado. Esto nos lleva a la cuestión de la integración e, inevitablemente, también a la de la exclusión social. La editorial del número de octubre de Arteka decía así: «El nacionalismo, por ejemplo, aunque ofrezca la definición más avanzada de la nacionalidad, siempre consiste en determinar quién no pertenece a su grupo y a quién no se deben reconocer los derechos que este garantiza». Es decir, que el proceso de integración económica, político-jurídica y cultural de un grupo social tiene siempre en su reverso el proceso de expulsión de otros. «La cuestión del racismo es ilustrativa en este sentido. También la del nacionalismo. Ambos, de un modo u otro, dejan fuera a gran parte de la clase obrera y siempre a la más proletarizada» [8]. Por consiguiente, si lo que delimita las culturas nacionales contemporáneas son el modo de vida y la ideología de las clases medias, los que queden fuera de ella son precisamente aquellos que no pueden tener ese mismo modo de vida; es decir, el proletariado, la mayoría social de las sociedades capitalistas.

En eso mismo consiste el carácter contradictorio de la cuestión que nos ocupa: aunque la clase media, especialmente en su expresión nacionalista, se sirva de la cultura nacional como elemento de cohesión social, como ideología para cubrir la sociedad dividida en clases, la función que cumple en realidad es justo la opuesta: una función de exclusión de clase. En lo que respecta a su contenido social, las culturas nacionales se convierten en parte del proceso de reproducción de los privilegios de las clases medias, y la exclusión cultural del proletariado se convierte, asimismo, en parte del proceso de su exclusión social. Así pues, se rompe la supuesta unidad de la cultura nacional y se convierte en marco de facto proyectado por la ideología capitalista, la cual está atravesada, como toda esfera social, por los conflictos políticos de la lucha de clases.

Carácter contradictorio de la cuestión que nos ocupa: aunque la clase media, especialmente en su expresión nacionalista, se sirva de la cultura nacional como elemento de cohesión social, como ideología para cubrir la sociedad dividida en clases, la función que cumple en realidad es justo la opuesta: una función de exclusión de clase

ARESTI EN BAIONA

En 1972, un recital por parte de Gabriel Aresti y el grupo Oskorri tuvo lugar en el Museo Vasco de Baiona. Ante un público vasco, los de Oskorri cantaron y Aresti hizo intervenciones a modo de introducción y explicación de las canciones. Desde hacía poco menos que cuatro años, Aresti era impulsor conocido del proyecto del euskara batua, pero aquel día iban «a dar y pedir cuentas». Era bien conocida la posición comunista de los músicos y el escritor, que simpatizaban con ciertas expresiones revolucionarias del movimiento obrero de Euskal Herria de aquel momento y que entendían su actividad desde esa posición. Para entonces habían sido despreciados por muchos a cuenta de esa misma posición política. Aresti, sin embargo, habló valientemente: «soñamos con una sociedad vasca sin clases sociales», dijo, «otros en cambio quieren una sociedad para-euskaldun y con clases sociales». Entre canción y canción, también añadió: «entiendo que el vasco burgués y el vasco proletario no pueden tener los mismos objetivos», aclarando que unía la sobrevivencia del euskara a la emancipación del proletariado, que era posible una defensa del euskara fuera de la unidad nacional. Era consciente de las consecuencias de todo ello: «yo también he tenido que soportar muchas actitudes obscenas; han puesto en duda que yo sea vasco (los mismos Xabier Lete y Txillardegi)» [9].

Hay quienes les puedan sorprender la postura de Aresti y, en especial, el hecho de que hubiese sido despreciado por muchos. Si Aresti se recuerda hoy –y se enseña y reivindica–, es en calidad de euskaltzale, basándose solo en sus innovaciones literarias formales y en el proyecto por el euskara batua. Se le recuerda como defensor de la unidad, casi como mero nacionalista; es decir, se le ha despojado su posición comunista y despolitizado completamente su figura. Ese ha sido el destino de muchas figuras comunistas –Alfonso Sastre en España, Verlaine y Courbet en Francia, Morris en Inglaterra, y muchos otros–, que han tenido que ser despolitizadas para poder ser integradas en las culturas nacionales, quedando oculta su posición comunista, siguiendo las dinámicas de integración y expulsión en la cultural nacional. De hecho, los y las comunistas y el proletariado no-integrado comparten el mismo carácter: rompen de facto el marco de la unidad nacional.

El movimiento obrero y, concretamente, el movimiento revolucionario y comunista ha hecho inmensas aportaciones al avance de la historia de la humanidad y, asimismo, también a la vida nacional de cada lugar. La producción artística e intelectual hecha desde la posición comunista, por ejemplo, ha traído consigo innovaciones estéticas innumerables, ha llevado a cabo la traducción de obras literarias y de pensamiento a sus respectivas lenguas, ha impulsado publicaciones, teatros y lugares de encuentro; ha trabajado en la socialización y la democratización del arte y del pensamiento local y universal. En un plano más cotidiano, ha ampliado la participación social del proletariado de todas las naciones, ha fomentado el conocimiento intelectual y la labor colectiva. Es más, ha provocado la trasformación de símbolos colectivos y nacionales, ha defendido la diversidad cultural y ha dotado de un carácter más inclusivo a comunidades culturales particulares. Sin embargo, los movimientos revolucionarios no realizan toda esta producción social –aunque la ideología dominante la ubique de facto en el marco de la cultura nacional, por el hecho de estar elaborado en una lengua y un territorio concretos–, para alimentar y fortalecer la cultura nacional, sino para la liberación del proletariado internacional, para el desarrollo de una cultura comunista universal.

El movimiento obrero y, concretamente, el movimiento revolucionario y comunista ha hecho inmensas aportaciones al avance de la historia de la humanidad y, asimismo, también a la vida nacional de cada lugar

Es por eso que, las aportaciones que hace la política comunista en el marco nacional son al mismo tiempo formas de romper con la unidad nacional y de luchar contra una cultura nacional en concreto. La cuestión tiene el mismo sentido que Lenin le daba en 1913: «se trata de saber si los marxistas pueden formular, directa o indirectamente, la consigna de cultura nacional o si tienen que oponerle la consigna de internacionalismo obrero en todas las lenguas, “adaptándose” a todas las particularidades locales y nacionales» [10]. De hecho, la actividad política comunista se contrapone directamente a la cultura nacional hegemónica, aun siendo en un mismo idioma y territorio, porque dicha cultura tiene un carácter de clase concreto, como hemos tratado de argumentar hasta ahora. De alguna manera, en el funcionamiento contradictorio de la sociedad burguesa, la dimensión cultural de la política comunista aporta a cada una de las culturas nacionales, al mismo tiempo que lleva a cabo la lucha de clases en contra de esa misma cultura nacional. Por eso mismo se crean tensiones y conflictos dentro de la cultura nacional oficial: problematiza su marco político-ideológico y su misma base constituido por privilegios de clase. Y por eso son expulsadas las posiciones comunistas de esa comunidad; tanto los comunistas estadounidenses de la posguerra que se tomaron por «enemigos de la patria» como Aresti cuando «pusieron en duda» que él fuera vasco, o como cuando, hoy en día, a los comunistas de los Països Catalans y de Euskal Herria se nos acusa de «españolistas». Las razones de tomarnos como «extraños», de ser expulsados de la comunidad no son nacionales, sino profundamente políticas.

El mismo Aresti, en el caso de Euskal Herria y toda la historia del comunismo nos sirven de ejemplo para comprender realmente la relación entre la política revolucionaria y la cultura nacional. Todavía hoy, desde el punto de vista comunista, el desafío principal del tema que acabamos de estudiar es cómo formular la supervivencia de las particularidades culturales desde una posición no-nacionalista. El proyecto del comunismo se basa en la organización política del proletariado partiendo de su independencia de clase, lo cual se traduce en romper inevitablemente con idea de la unidad nacional y declararle la guerra a la burguesía de todas y de cada una de las naciones. La cuestión cultural deber ser planteada también desde esta óptica. Gazte Koordinadora Sozialista, en unas declaraciones en diciembre del 2022, decía que «la defensa del patrimonio cultural humano, también de las lenguas minorizadas, ha sido una de las reivindicaciones históricas del comunismo», y que «la lucha a favor del euskara» también la entienden «en esa dirección». Las condiciones reales para la pervivencia del patrimonio cultural y su libre desarrollo pasan por despojar a la burguesía y a las clases medias el poder que actualmente ejercen sobre él, pasa por destruir su modelo mercantil y excluyente y, en el camino a superar todo tipo de opresión –también la nacional–, debe articular estas en el proyecto universal del socialismo internacional. Luchamos por la supervivencia de particularidades étnico-culturales, pero aspiramos a muchísimo más: deseamos la emancipación completa de toda la humanidad y la socialización, el acceso universal y el desarrollo libre de todo el patrimonio producido por ella, de toda riqueza social creada por trabajadores y trabajadoras a lo largo de la historia, de toda producción intelectual científica y del pensamiento, de todo el arte universal y, con todo esto, también de todos los patrimonios étnico-culturales particulares.

Las condiciones reales para la pervivencia del patrimonio cultural y su libre desarrollo pasan por despojar a la burguesía y a las clases medias el poder que actualmente ejercen sobre él, pasa por destruir su modelo mercantil y excluyente

REFERENCIAS

[1] Hobsbawm, E. (1992), «Ethnicity and Nationalism in Europe Today», Anthropology Today, VIII (1), p. 4.

[2] Azurmendi, J. (2017), Hizkuntza, nazioa, estatua, Elkar, pp. 46-47.

[3] Hobsbawm, E. (1992), «Ethnicity and Nationalism in Europe Today», Anthropology Today, VIII (1), p. 4.

[4] Williams, R. (1958), Culture and Society: Coleridge to Orwell 1780-1950, Londres: Vintage Classics.

[5] Gramsci, A. (2017), «El hombre individuo y el hombre masa», Escritos. Antología, Alianza Editorial, pp. 373-374.

[6] Gramsci, A. (2017), «La crisis de las clases medias», Escritos. Antología, Alianza Editorial, p. 135.

[7] «Racismo, empobrecimiento del proletariado», Arteka 32, octubre de 2022, pág. 7.

[8] Ibid., p. 8.

[9] Aresti, G. (1986), «Euskal-kideak, Baiona, ‘72», Artikuluak. Hitzaldiak. Gutunak, pp. 108-122. Zarautz: Susa.

[10] Lenin, V. I. (1975), «El socialismo y la cuestión nacional», Escritos sobre la literatura y el arte, Ediciones Península, p. 161.

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