2022/12/02

Los seres humanos son seres sociales y, como tales, se desarrollan en una determinada forma de comunidad que establecen entre sí para reproducir su vida. Si bien el objetivo más primario, la reproducción de la vida, es el contenido de estas comunidades, su forma varía en el tiempo y en el espacio. Así, vemos como a lo largo de la historia han existido ciudades-Estado, marcas, principados, califatos, reinos, imperios, comunas, familias patriarcales, feudos, Estados modernos, tribus, etc. Entre estas formas encontramos el concepto moderno de nación, el cual no existe desde siempre.

Es más, metodológicamente, tal como apunta el historiador Eric Hobsbawm, tenemos que estar atentos ante la tendencia a hacer pasar la literatura de las clases dominantes, que es la única que tenemos de aquellos tiempos, por la conciencia de las gentes a las que estas clases engloban y dominan en tales comunidades.

1. EL ORIGEN DEL NACIONALISMO

No es casualidad que el nacionalismo surgiese en un momento histórico en el que las relaciones de producción exigían algo más acorde a ellas que la fragmentación de las sociedades en unidades administrativas parceladas y se ponía en el orden político del día la creación del Estado-nación. De las entrañas de las sociedades feudales europeas había nacido una clase cuyo interés corporativo entraba en abierta contradicción con los principios territoriales y políticos de estas sociedades. Esta clase era la burguesía, que se había incubado en el régimen feudal, en las ciudades y burgos, mientras la manufactura, motor de la revolución burguesa, había permanecido en niveles de producción tales que podían convivir como parte del Antiguo Régimen. Cuando éste se convierte en un obstáculo, la burguesía, que no solo había acumulado un poder económico suficiente, sino que podía arrastrar con su interés a las clases aristócratas, se pone manos a la obra y emprende el viaje ideológico y político para sentar las bases de una nueva sociedad, acorde con la acumulación del capital.

1.1 La nación como proyecto cívico y cosmopolita

No es de extrañar que la revolución burguesa, tanto espiritual como políticamente, fuese cosmopolita en un inicio. Para Adam Smith, quien escribió La Riqueza de las Naciones en 1776 en Inglaterra, la nación no era nada más que un territorio que agrupaba habitantes cuya economía estaba reglamentada por unas relaciones estables de producción. Pero Smith no tenía ningún proyecto territorial para la nación, ya que su economía política defendía como motor de la economía el libre cambio internacional. La unidad básica de esta comunidad internacional era la empresa o el individuo que maximizaba racionalmente sus ganancias. La nación, concepto que para Smith era tan laxo como el de país o Estado territorial, constituía más un límite para el desarrollo económico que una aspiración territorial, aunque no se oponía a adoptar determinadas funciones de gobierno sobre la economía. En Gran Bretaña, la nación no revistió un carácter de programa, sino que fue constituyéndose gradualmente a través de las instituciones feudales que las relaciones capitalistas de producción reformaban acorde a las necesidades para su avance. Hecho que, tal y como señala Ellen Wood, ha imprimido en la historia anglosajona moderna un rechazo a la idea de «Estado» y una pervivencia del símbolo monárquico como vehículo de cohesión nacional [1].

En cambio, el movimiento político que tuvo la iniciativa práctica en el proyecto de construcción nacional, encarnado paradigmáticamente por Rousseau y los jacobinos, defendía un concepto revolucionario-democrático de la nación, frente al proyecto del liberalismo inglés, para el que la nación no ocupaba ningún lugar positivo. Para los jacobinos, la nación no era nada más que una comunidad política cuya soberanía residía en el pueblo. Por tanto, el pueblo soberano era el contenido de la nación y no la lengua, «la etnia» o cualquier otro carácter objetivo y previo al proyecto político, como contempló más tarde el nacionalismo. Es por ello que la comprensión revolucionaria-democrática de la nación no puede considerarse propiamente como nacionalismo, siendo más adecuado caracterizarlo de patriotismo jacobino. Tal y como dice Hobsbawn, «no podemos atribuir a la "nación" revolucionaria nada que se parezca al posterior programa nacionalista consistente en crear Estados-nación para conjuntos definidos atendiendo a criterios tan acaloradamente debatidos por los teóricos del siglo XIX como, por ejemplo, "la etnicidad, la lengua común, la religión, el territorio y los recuerdos históricos comunes"» [2]. Siguiendo la tradición republicana marcada por personalidades como Marsilio de Padua y Maquiavelo, Rousseau señalaba en El Contrato Social (1762) que «dándose cada ciudadano a la patria le asegura de toda dependencia personal; condición que constituye el artificio y el juego de la máquina política y que es la única que hace legítimos los compromisos civiles, los cuales sin esto serían absurdos, tiránicos y estarían sujetos a los más enormes abusos» [3]. De modo que, siguiendo la naturaleza de este pacto, «todo acto de soberanía, es decir, todo acto auténtico de la voluntad general, obliga y favorece igualmente a todos los ciudadanos; de suerte que el soberano conoce solamente el cuerpo de la nación y no distingue a ninguno de aquellos que la componen» [4]. La nación venía a ser una comunidad política que aunaba diferentes lenguas y culturas de un territorio en un proyecto de soberanía común, la democracia, en el que todas las partes se viesen reconocidas. Este objetivo no se veía impedido, en teoría, por la exigencia de nombrar una «lengua nacional», es decir, el francés, a través del cual se podían ejercer los deberes y los derechos ciudadanos, así como la educación en la «religión» cívica del patriotismo, con el objetivo de generar un sentimiento de obligación hacia el Estado y eliminar o apartar otros intereses.

El movimiento político que tuvo la iniciativa práctica en el proyecto de construcción nacional, encarnado paradigmáticamente por Rousseau y los jacobinos, defendía un concepto revolucionario-democrático de la nación, frente al proyecto del liberalismo inglés, para el que la nación no ocupaba ningún lugar positivo

Entonces, para los revolucionarios franceses, el pueblo no antecedía a la nación constituida, sino que pueblo soberano y nación política (o nación a secas para los jacobinos) eran identificados, lo que implicaba que Estado-nación y pueblo soberano nacían juntos. Frente al Estado no estaba la nación, sino la sociedad civil. Para el nacionalismo posterior, en cambio, el pueblo nacional, la nacionalidad, antecedía a la constitución del Estado, siendo éste un derecho de toda nacionalidad.

1.2 La nación como proyecto cultural

En la Alemania de principios del siglo XIX, país que siempre ha seguido los pasos de los franceses con retraso, la necesidad de la unificación nacional alemana se planteó también en términos de educación cívica. Sin embargo, en Alemania no había un pueblo revolucionario que representase la nación en movimiento, sino, más bien, una reacción anti-napoleónica y anti-francesa (tras la derrota prusiana en Jena ante Napoleón en 1806) representada por el Romanticismo. El proyecto nacional alemán estaba restringido a pequeños círculos intelectuales de clases medias instruidas, representando un movimiento cultural (Herder, Novalis, Savigny, etc.), mientras que a nivel social, identificarse como alemán era más bien una cuestión cultural y lingüística, pero no nacional. Este movimiento cultural se transforma en proyecto político de reforma educativa de la mano de J. G. Fichte. La división del mundo en naciones era para los germanistas una división natural, pero el acceso al mundo a través de la comunidad nacional corrompía las características culturales alemanas que, para estos pensadores, la definían como nación, sobre todo a través de la lengua. Ante esto, Fichte propuso en sus Discursos a la Nación Alemana (1808) una nueva educación, no solo basada en el civismo, sino también en el nacionalismo cultural alemán. Si bien «la educación hasta ahora habitual había exhortado como mucho únicamente al buen orden y a la moralidad, pero que con sus exhortaciones no había conseguido fruto alguno en la vida real», la nueva educación tenía que «ser capaz de determinar y formar las emociones e impulsos vitales de una manera segura e indefectible y de acuerdo con unas normas», de forma tal que se educase a los alemanes en el amor irrenunciable a la germanidad, el amor a las características particulares de la nación alemana, definida por «hombres que viven juntos, que sufren las mismas influencias externas en su órgano de fonación y que continúan desarrollando su lengua en comunicación permanente». Porque «sólo en el caso de que se den tales hombres podrá subsistir la nación alemana, pues en caso contrario se fundiría necesariamente con el extranjero» [5]. Como se ve, al cosmopolitismo de la economía política inglesa y al patriotismo revolucionario-democrático francés, les sucedió el nacionalismo lingüístico-cultural alemán. Frente a un nacionalismo marcado por el universalismo ilustrado, se presentó un proyecto particularista romántico.

No es hasta la década de 1830 que el pensamiento del italiano Giussepe Mazzini reformula totalmente el concepto de nación, fundando el «principio de nacionalidad» que reza: «Cada nación es un Estado y solo un Estado para toda la nación». Mazzini, impulsor de la «joven Europa» o la «Europa de las nacionalidades», a través de los movimientos particulares como la Joven Italia, la Joven Suiza, la Joven Polonia, etc. situaba al frente del Estado, ya no a la sociedad civil, sino a la nación, «una, indivisible» y compuesta por un conjunto de características culturales comunes y por fronteras territoriales «marcadas por la naturaleza» por medio del «curso de los ríos, la elevación de las montañas». Consecuentemente, su proyecto político consistía en una república italiana unida que superase la fragmentación en reinos y Estados de la península: la «Patria debe tener, pues, un solo Gobierno. Los políticos que se llaman federalistas y que quieren hacer de Italia una fraternidad de Estados diversos, desmembran la Patria y no entienden, por ello, el concepto de Unidad». Y fuera de Italia, siguiendo el imperativo que enunciaba que la «geografía política de Europa será reformada», dividió Europa en doce Estados soberanos. Mazzini buscaba la unidad de la humanidad por encima de la discordia y el interés individual egoísta. «No digáis: yo, decid: nosotros» afirmaba el italiano, oponiéndose firmemente a las «dos plagas» que más tarde, hacia 1860, habían «contaminado a todas las clases sociales de Italia: el Maquiavelismo y el Materialismo. La primera, disfraz mezquino de la ciencia de un Gran infeliz, os aleja del amor y de la adoración pura y lealmente audaz hacia la Verdad; la segunda os arrastra inevitablemente al culto de los intereses, al egoísmo y a la anarquía» [6]. No hay duda alguna de que el pensamiento de Mazzini abogaba, contra el materialismo, por una búsqueda de la armonía de intereses particulares con el interés general de la humanidad, a través de la comunidad que Dios había dado a los humanos: el pueblo o la patria. Así, su pensamiento era eminentemente pequeñoburgués y de ese modo fue calificado por Marx en una entrevista concedida a R. Landor, en la que afirmó que el programa de Mazzini no representaba «nada mejor que la vieja idea de una república de clase media» [7]. No es de extrañar que casi un siglo después inspirase a pensadores como Mussolini y Gentile. Además, Mazzini había condenado enérgicamente los actos de los proletarios franceses, sobre todo los de la Comuna de París, ganándose duras críticas no solo por parte de Marx, sino también por parte de Bakunin. Mazzini, en suma, perseguía la armonía entre clases a través de una comunidad dictada por Dios e identificable positivamente en la naturaleza, comunidad que había que realizar por medio de un Estado (que en lo económico tenía que basarse en «la unión del capital y del trabajo en las mismas manos» y en lo político se fundamentaba en el «voto, la educación, el trabajo»), conquista tras la cual podría pensarse en la «la fraternidad de todos los pueblos de Europa» [8]. Esta comunidad por encima de las clases era la comunidad ilusoria de la nación. Sobre estas bases idealistas y pequeñoburguesas del nacionalismo mazziniano evolucionará todo nacionalismo posterior.

Mazzini, en suma, perseguía la armonía entre clases a través de una comunidad dictada por Dios e identificable positivamente en la naturaleza, comunidad que había que realizar por medio de un Estado (que en lo económico tenía que basarse en «la unión del capital y del trabajo en las mismas manos» y en lo político se fundamentaba en el «voto, la educación, el trabajo»)

1.3 Del nacionalismo de élites al nacionalismo de masas

Hasta aquí, el nacionalismo era un fenómeno de élites instruidas y cultas europeas, que nada tenía que ver con un supuesto «anhelo popular milenario». Entre las clases populares predominaba la fidelidad a otro tipo de comunidades, a través de personalidades como el patriarca de la familia, el señor o el clérigo. Si había algún sentimiento de pertenencia a alguna comunidad mínimamente vinculada al territorio, ese era el sentimiento hacia la patria chica, radicalmente diferente a la nación moderna. Y si bien una lengua común era necesaria para la vida en comunidad, ni la lengua ni el grupo de origen definían estas comunidades como nacionales, siendo en cambio frecuente que en las sociedades europeas conviviesen lenguas vulgares (para el saber de la vida cotidiana de las clases plebeyas), lenguas cultas (para la aristocracia, la nobleza y la realeza) y lenguas universales como el latín (para la teología y la ciencia). Sin embargo, como hemos visto, la producción capitalista necesitaba de algo más que estas pequeñas comunidades y dispersión lingüística para dar rienda suelta a su interés. Del mismo modo, requería de una forma política en la que la fuerza de trabajo se liberase de dependencias personales y pudiese presentarse como «libre» en el mercado de trabajo que se estaba creando. Este proyecto nacional fue marcando la hoja de ruta del resto de regiones europeas con un capitalismo mínimamente desarrollado, en las cuáles, por emulación, aunque también por reacción, se planteó este proyecto en clave nacionalista, tal y como hemos visto con los casos alemán e italiano.

El nacionalismo permitía trasladar la autonomía y la libertad del individuo liberal a un individuo colectivo, la nación, de tal modo que la burguesía pudiese hacer al pueblo partícipe de su interés particular como de un interés general. Por ello, en sus inicios actuó como marco homogeneizador de la fuerza de trabajo que el capital necesitaba regular dentro de unas fronteras dadas, estableciendo un marco territorial para la acumulación de capital y formalizando a todas las clases como ciudadanos. Esto no quiere decir que la idiosincrasia particular que la vida humana adoptara previamente en cada territorio (lengua, religión, folclore, mitología, etc.) fuera irrelevante de cara a la constitución de los Estados-nación; más bien al contrario, esos caracteres históricos compartidos fueron instrumentalizados y movilizados para producir bases de apoyo popular hacia un proyecto político de una clase que, a niveles, formas y ritmos desiguales, se encontraba en ascenso en todo el mundo.

Por tanto, no es hasta los siglos XVIII y XIX cuando dicha identificación empieza a cobrar fuerza, primero como movimiento intelectual minoritario y después como movimiento de masas. La historia a partir del siglo XIX será, así, historia de las naciones. El período que se da entre 1848 y la década de 1870 es el período de la creación de la Europa de los Estados-nación. Se trataba de unificar territorios, siguiendo criterios que fuesen mínimamente asumibles por los habitantes de esos territorios. No obstante, hubo disputas entre los diferentes nacionalismos a la hora de determinar qué era una nación, cuáles eran sus fronteras y su extensión. Como consecuencia, esta creación de Estados-nación no se dio de forma pura ni pacífica: «Italia y Alemania se unieron bajo los reinos de Saboya y Prusia; Hungría logró la propia dirección estatal mediante el Compromiso de 1867; Rumanía se convirtió en Estado por fusión de los dos "principados danubianos"» [9]. Fuera de Europa también se asumió la ruta de la construcción nacional, como indican los ejemplos de la guerra civil norteamericana o la restauración de Meiji en Japón.

La voluntad política en esta época era, pues, la de crear Estados-nación soberanos, pese a que en los diferentes pueblos no se tuviese muy claro qué significaba ser inglés, alemán, francés o español. Es decir, la «base del "nacionalismo" de todo tipo era la misma: la voluntad de la gente de identificarse emocionalmente con "su" nación y de movilizarse como checos, alemanes, italianos o cualquier otra cosa, voluntad que podía ser explotada políticamente». Un objetivo que hasta cierto punto se logró conseguir gracias a la «democratización de la política, y en especial las elecciones» [10] que movilizaban a los habitantes de la nación a través de la integración en la vida pública del Estado. Seguramente no hubo medio político más eficiente para la nacionalización de los campesinos y proletarios que su militarización y movilización para la guerra. Pero las bases materiales que lo facilitaron fueron mucho más variadas: los medios culturales como el Teatro Nacional de Praga (1862), los clubs gimnásticos Sokol (1862), las universidades, la educación secundaria; la institución escolar adquiriría tal importancia que marcaría una época entre 1870 y 1914; además, las comunicaciones como el ferrocarril y el telégrafo también desempeñarían un papel importantísimo como nexo nacional. El siglo XIX fue también la época de los censos, mediante los cuales los Estados desarrollarían una contabilidad más o menos exacta de sus habitantes. En suma, dado que en muchos de estos territorios en los que se quería plasmar la comunidad nacional no existía la nación sino como un constructo ideológico, en diversos lugares ocurrió lo mismo que en Italia: en «el momento de la unificación, en 1860, se calculó que no más del 2,5 % de sus habitantes hablaba realmente el italiano para los fines ordinarios de la vida» [11]. El deber político de los nacionalistas quedaba claramente formulado, en su versión italiana, por Massimo d’Azeglio, cuando en 1860 exclamó: «Hemos hecho Italia; ahora debemos hacer italianos». La uniformidad nacional debía ser creada.

Tan fuerte era la tendencia a llevar a cabo la política en clave nacional que, pese a ser el socialismo decimonónico un movimiento teóricamente internacionalista, este internacionalismo convivió muchas veces con el proyecto positivo nacional. Los sucesos de la Comuna de París recogieron en su seno gran parte del patriotismo jacobino, hasta tal punto que Marx, acérrimo enemigo del nacionalismo, declaró en La Guerra Civil en Francia (1871) que en la Comuna «no se trataba de destruir la unidad de la nación, sino por el contrario, de organizarla mediante un régimen comunal, convirtiéndola en una realidad al destruir el poder del Estado, que pretendía ser la encarnación de aquella unidad» [12], aunque para Marx, así como para Rousseau, la nación equivalía al pueblo soberano y no a un conjunto de características culturales o lingüísticas. Asímismo, «los marxistas socialdemócratas alemanes de Liebknecht y Bebel obtuvieron gran parte de su apoyo por su llamamiento al nacionalismo radical-democrático de 1848 contra la versión prusiana del programa nacional» [13]. Esta convivencia entre el internacionalismo y el nacionalismo en el seno del movimiento socialista culminaría su miseria, como es bien conocido, con la aprobación de los créditos de guerra en la Gran Guerra por parte de la socialdemocracia.

1.4 Nacionalismo etnolingüístico

A partir de 1870, se fundan en Europa varios Estados nacionales nuevos: Bulgaria (1878), Noruega (1907), Albania (1913), etc. Además, entre los Estados establecidos, surgen movimientos nacionales tales como el de la Joven Gales, liderada por David Lloyd George, el movimiento nacionalista vasco, con la fundación del Partido Nacionalista Vasco (PNV) en 1894, y el movimiento sionista entre los judíos, iniciado por Theodor Herzl. Esta tendencia a la constitución de movimientos nacionales que reclamaban para sí una comunidad basada «en la etnia y la lengua» se denominará nacionalismo étnico-lingüístico, el cual comenzará a predominar en la política nacionalista. Hasta entonces, la idea de homogeneidad étnica o lingüística no tenía mucho sentido, siendo más una idea de aquellos pocos que escribían y leían la lengua, no de los que solo la hablaban. Los campesinos vascos más pobres, que han sido el estrato social en el que mayor arraigo ha tenido el euskera históricamente, manifestaron muy poco entusiasmo por el PNV. El partido fundado por Sabino Arana en 1894 pretendía defender «los valores tradicionales vascos», frente a lo que ellos entendían como una «incursión amenazante» de los trabajadores españoles, que iban a traer el ateísmo y el socialismo. A la par que la mayoría de movimientos nacionalistas de esas características, el PNV era un partido eminentemente ligado a la pequeña burguesía urbana. Por ello y por otras razones, nunca terminó de conectar del todo con aquel viejo mundo al que apelaba en sus discursos.

En general, tanto los Estados-nación consolidados como los instruidos nacionalistas de naciones sin Estado, buscaban esta homogeneidad nacional que, por no existir, tenía que asumir siempre la forma de un programa educativo nacional y, en cuanto a la etnia, las formas de la deportación, el exterminio o la exclusión. Aclara Hobsbawn que, por ejemplo, en un inicio, «el nacionalismo alemán, de carácter étnico, asumió la multiplicidad étnica. Ser "alemán" era una función de pertenecer a una de las diversas Stämme ("tribus" o "grupos de ascendencia") reconocidas: suabos, sajones, bávaros o francos. Después de 1934, ser suabo o sajón era una característica secundaria de ser alemán, no a la inversa» [14]. A partir de finales del siglo XIX, será este criterio étnico-lingüístico de la definición de lo que es una nación el que dominará hasta nuestros días.

En general, tanto los Estados-nación consolidados como los instruidos nacionalistas de naciones sin Estado, buscaban esta homogeneidad nacional que, por no existir, tenía que asumir siempre la forma de un programa educativo nacional y, en cuanto a la etnia, las formas de la deportación, el exterminio o la exclusión

Por evidente, el criterio étnico-lingüístico carecía de bases sólidas a la hora de designar qué era y qué no era una nación, porque la «uniformidad étnica» era una quimera y la uniformidad lingüística era meramente postulada (de ahí su carácter de programa). Así, esta convivencia de múltiples idiomas en un mismo territorio administrativo causaba problemas de identificación nacional. Uno de los casos más extremos es el de Papua-Nueva Guinea, donde se han llegado a hablar más de 700 lenguas en el seno de una población de más o menos dos millones y medio de habitantes. Debido a los procesos de emigración que la generalización del capitalismo trajo consigo, donde grandes masas se veían alejadas de sus «patrias», la determinación de la nación por la «pureza étnica» o en clave territorial sufría de grandes dificultades. De ahí que a finales del siglo XIX surgiese también la tautológica concepción de la nación como «un fenómeno inherente no a un fragmento concreto del mapa en el que se asentaba un núcleo determinado de población, sino a los miembros de aquellos colectivos de hombres y mujeres que se consideraban pertenecientes a una nacionalidad, con independencia del lugar donde vivían» [15]. Entre estos se encontraban algunos judíos, sionistas y bundistas, quienes reclamaban para sí la autonomía cultural, principio que fue recogido por austromarxistas como Otto Bauer y Karl Renner, quienes recibieron duras críticas por parte de socialistas como Lenin. Así, por ilustrar esta concepción, Renner se preguntaba «¿Qué otro criterio puede haber para la pertenencia a una comunidad espiritual y cultural aparte de la conciencia de tal pertenencia?» concluyendo que "el principio de personalidad, y no el territorial, tiene que constituir el fundamento de la regulación" [16]. Por otro lado, el criterio del territorio resultó paradójicamente útil para algunos movimientos de liberación nacional, cuando reclamaban la independencia no de un territorio histórico, cultural y lingüísticamente uniforme, sino del territorio que la potencia imperial había impuesto (Argelia).

1.5 Derecho de autodeterminación

Como ya hemos visto, todas estas dificultades para consolidar un criterio nacional objetivo eran infructuosas, porque siempre se encontraban excepciones. Esto llevó a los marxistas, al menos aquellos en los que el espíritu internacionalista no había sido dominado aún por las tendencias nacionalistas, a dar su propia definición de lo que era una nación. En el ensayo El marxismo y la cuestión nacional (1913), Stalin definió la nación como «una comunidad humana estable, históricamente formada y surgida sobre la base de la comunidad de idioma, de territorio, de vida económica y de psicología, manifestada esta en la comunidad de cultura», donde «ninguno de los rasgos indicados, tomado aisladamente, es suficiente para definir la nación». Definición en la que «basta con que falte aunque sólo sea uno de estos rasgos, para que la nación deje de serlo» [17]. Sin embargo, como toda definición objetiva fracasaba, y así lo demuestra que más de un siglo después los marxistas no se pongan de acuerdo, porque muchas naciones ampliamente reconocidas no encajaban en esta definición. Había conceptos difusos como el de la psicología o «carácter nacional» y el criterio de la ligazón económica era crecientemente insostenible en una economía cada vez más internacionalizada. Pero «¿cómo podría ser de otro modo, dado que lo que tratamos de hacer es encajar unas entidades históricamente nuevas, nacientes, cambiantes, que, incluso hoy día, distan mucho de ser universales, en una estructura de permanencia y universalidad?» [18].

El intento de determinar qué es una nación en base a criterios objetivos, «naturales», según presume el propio nacionalismo, acarrea un problema metodológico. Y es que no hay una forma infalible de decirle al observador cómo distinguir a priori una nación de otras entidades que no lo son, así como en las ciencias naturales podríamos discernir unas especies de otras. «Observar naciones resultaría sencillo si pudiera ser como observar a los pájaros», ironiza el historiador marxista [19]. Como solo un puñado de casos que coinciden con tales definiciones pueden calificarse de naciones como tal en un momento dado, la lista de excepciones siempre será lo suficientemente extensa como para considerar que exista norma efectiva y objetiva alguna para determinar qué grupos sociales forman naciones, y cuáles no. Y resulta lógico, dado que cada proyecto nacional formula la definición de nación según sus propias características y conveniencia. Tal y como decía el antropólogo Frederik Barth «los elementos que definen una identidad colectiva como la nación, no son el conjunto de características objetivas que diferencian a un grupo de otro y que éste tiene en común, sino solo aquellas que son puestas en valor por el grupo» [20]. Estos elementos no tienen un valor identitario y político por sí mismos, hasta que el nacionalismo comienza a otorgárselo.

En cualquier caso, definida la nación en términos objetivos, se pretendía por parte de los bolcheviques dar una solución a la cuestión nacional planteada en términos de autodeterminación, ya que había que definir las comunidades que merecían este derecho, contra la tendencia bundista que «empezó a poner en primer plano sus objetivos particulares» [21]. Porque lo que buscaba el socialismo internacionalista con el derecho a la autodeterminación no era la constitución positiva de naciones, sino la unidad internacional del proletariado. El derecho mazziniano de autodeterminación nacional, en el que a cada nación le correspondía por derecho un Estado, era una reivindicación que formaba parte de la política burguesa desde mediados del siglo XIX, tal y como hemos visto. En este contexto en el que la política se había consolidado como política de las naciones, era normal que muchos proletarios se hubiesen educado en la política nacionalista, hecho que impedía muchas veces «la fraternidad internacional de las clases obreras, en su lucha común contra las clases dominantes y sus gobiernos» [22] que Marx había postulado en su Crítica al Programa de Gotha (1875). Para ello, en los casos en los que no podía aplicarse la «solución proletaria del problema nacional» deseada por los bolcheviques, es decir, como la que se dio en Rusia y en el Cáucaso –«trabajado juntos los socialdemócratas georgianos, armenios, tártaros y rusos en una organización socialdemócrata única, más de diez años» [23]–, la defensa del derecho a la autodeterminación, a la independencia política, era la concesión que los bolcheviques tenían que hacer para limar asperezas por razones de nacionalidad entre proletarios. Por otro lado, era una forma de reconocer a las naciones oprimidas.

Lo que buscaba el socialismo internacionalista con el derecho a la autodeterminación no era la constitución positiva de naciones, sino la unidad internacional del proletariado

Tras la Primera Guerra Mundial, en 1918, se consolida el derecho a la autodeterminación, cuando el presidente estadounidense Woodrow Wilson defiende ante el Congreso de los EEUU el derecho a la autodeterminación de las naciones: «Las aspiraciones nacionales deben ser respetadas; ahora los pueblos sólo pueden ser dominados y gobernados por su propio consentimiento. La "autodeterminación" no es una mera frase; es un principio de acción imperativo» [24]. Asímismo, la mayoría de variantes de leninismo y socialismo posteriores, tales como el maoísmo y movimientos de liberación nacional influidos por el socialismo, asumirán este derecho como inalienable. Este principio quedaría sellado para siempre en la política internacional en la Carta de las Naciones Unidas de 1945 y en los Pactos Internacionales de Derechos Humanos de 1966.

2. LA NACIÓN, COMUNIDAD DEL CAPITAL

2.1 Nación, Estado, comercio y capital

La producción generalizada de mercancías con el objetivo de obtener una ganancia es lo que diferencia al capitalismo de modos de producción históricamente anteriores. Las condiciones necesarias para que el capitalismo pueda desarrollarse son, principalmente, la propiedad privada de los medios de producción, la libertad formal de la capacidad de producción, la libertad de comerciar y, sobre todo, la capacidad misma de comerciar. Estas condiciones existían de forma limitada en el seno de las ciudades europeas de los siglos XVII y XVIII, concretamente, en la producción manufacturera y el comercio no propiamente capitalista entre ciudades. La división de Europa en feudos, principados, jurisdicciones de diverso tipo, monedas de cuño local y otras condiciones propias de la sociedad feudal dificultaban la creación de un mercado acorde a la producción capitalista, así como la generalización de esa forma de producción misma. Para ello, era necesario acabar con estos obstáculos. Si bien el concepto de capital llevaba inscrito en su propia esencia su carácter mundial (su ausencia de límite territorial), el capitalismo solo se había desarrollado en algunas regiones de Europa. Por ello, la primera forma en la que debía darse esta superación de las barreras administrativas y comerciales particulares debía tomar un carácter local, pero a la vez lo más extenso posible. Al fin y al cabo, era necesario hacer desaparecer la fidelidad a otras figuras para establecer la fidelidad a la comunidad de la mercancía, en la que particularidades de todo tipo tenían que verse homogeneizadas en pos de un «interés general», interés que debía estar por encima de toda particularidad, y que tomó la forma de interés nacional. El nacionalismo era, así, el programa del capital, cuyo contenido era la creación de estados-nación.

Sin embargo, la determinación de las fronteras de estas naciones tampoco podía ser absolutamente arbitraria: tenía que obedecer a ciertos criterios mínimamente objetivables, ya fuese por cultura, idioma, etc. Independientemente de los criterios que cada uno considerase para definir una nación (sobre los que los nacionalistas nunca llegaban a un acuerdo), lo que sí suponía un acuerdo común era la necesidad de la construcción de la comunidad nacional misma. Ahora bien, la nación no es equivalente a la serie de tradiciones y particularidades culturales que puedan existir históricamente en un determinado territorio. La nación es la homogeneización, en la literatura y en la práctica política, de esas particularidades bajo el proyecto común de un Estado nacional burgués, existente o por construir. El nacionalismo es la corriente de pensamiento que defiende este proyecto. La institución política que podía sancionar e impulsar la comunidad nacional era el Estado moderno que, recordando el imperativo de Mazzini, era derecho de toda nación. Tal y como señala Dachevsky: «El productor de mercancías no podría afirmar su carácter privado e independiente actuando como su propio juez, ni dependiendo del reconocimiento fortuito de otro sujeto privado e independiente, sino que presupone su reconocimiento general por parte de un representante que tiene una existencia propia e independiente respecto a los productores privados, que personifica la reproducción de la relación social general enajenada: el Estado» [25].

Llegamos, así, a los Estados-nación que conocemos hoy en día. La fábula del Estado-nación se comprende, por un lado, como organización territorialmente definida articulada a través de una unidad legislativa, gubernamental, administrativa y militar independiente de los «ciudadanos» que la componen. Paralelamente, es tomada como expresión política constituyente de la soberanía colectiva de ese conjunto de ciudadanos, los cuales tienen una serie de derechos y deberes formalmente reconocidos y amparados por ley. A su vez, el Poder del Estado se sitúa por encima de la sociedad, como árbitro de mercado. La comunidad que sanciona el Estado es la comunidad nacional: «individuos libres e iguales, unidos por una serie de características culturales comunes». El carácter nacional del Estado, no obstante, es totalmente compatible con la convivencia de otras nacionalidades bajo ese mismo Estado, que a veces aceptan su autonomía dentro de aquel y otras veces reciben la opresión que la homogeneización de la nación estatal les impone. No obstante, cualquier tipo de nacionalismo, al establecer una ficticia comunidad de intereses, actúa de facto como encubridor ideológico y político de la lucha de clases, es decir, cumple una función política directa en la dominación del proletariado. Para Benedict Anderson, la nación se imagina como comunidad porque, a pesar de la desigualdad y la explotación que prevalecen dentro de las fronteras de cada caso, la nación se concibe siempre como una fraternidad profunda, horizontal. Por ello, el nacionalismo tiende la mayoría de veces al esencialismo, negando la evolución, los cambios y los antagonismos que se dan en la realidad social; tanto a lo largo de la historia como en el presente. Sin embargo, cuando Anderson se refiere a la nación, concibe el imaginario como apoderándose de la conciencia de los seres humanos, y no brotando de ella; véase, de lo que los seres humanos conciben en su práctica cotidiana. En última instancia, si esta «fraternidad» es la que ha permitido, durante los últimos dos siglos, que tantos millones de proletarios se sacrifiquen por comunidades imaginadas en esos términos, es porque en la práctica social existen las condiciones para que la nación como comunidad imaginada pueda imaginarse y el proletariado pueda identificarse, hasta cierto punto, en dicha comunidad.

Cualquier tipo de nacionalismo, al establecer una ficticia comunidad de intereses, actúa de facto como encubridor ideológico y político de la lucha de clases, es decir, cumple una función política directa en la dominación del proletariado

2.2 La función política del nacionalismo

Sería, por tanto, un error deducir que el fervor nacionalista se debió a que unas masas supuestamente ignorantes, inconscientes e irracionales se dejaron embaucar por intereses absolutamente irreales y ajenos a los suyos. Según Hobsbawm, hay que comprender las naciones como «fenómenos duales». Por un lado, tienen como base material e histórica el interés de acumulación de capital de la burguesía, es decir, son construidos «desde arriba». Pero por otro lado, el nacionalismo resultaría un fenómeno analíticamente incomprensible para nosotros y un programa políticamente fallido para la burguesía si no atendiese (a su manera) a las creencias, valores, esperanzas y necesidades que están dadas en las personas de a pie. El nacionalismo construye su propia interpretación de la historia y de la cultura de los seres humanos, y da su respuesta particular a preguntas tan fundamentales y necesarias como “quiénes somos, por qué somos como somos, de dónde venimos y hacia dónde vamos”. Estos relatos suelen construirse sobre elementos reales del patrimonio cultural (idioma, historia, tradiciones, etc.) que luego son reinterpretados y mitificados en clave nacional, posibilitando su reproducción e integración, con mayor o menor éxito, en la identidad colectiva de las comunidades humanas. Se crean símbolos, figuras y costumbres nuevas, mientras otras son eliminadas. Esto estaría sujeto, en términos de Hobsbawm, a una «invención de la tradición». Hasta tal punto está tan arraigada en la sociedad la ideología nacionalista que cualquier expresión lingüística o cultural tiene que ser encuadrada en una determinada nacionalidad, cuando, en realidad, no hay ninguna relación de necesidad entre estos elementos: lengua y cultura no toman necesariamente la forma de nacionalidad; la forma nacional, en cambio, sí necesita de una lengua y una cultura común. Por tanto, no puede negarse que el nacionalismo aprovecha –de forma muy selectiva y a menudo transformándola radicalmente– la riqueza cultural preexistente. Es posible que hagan revivir lenguas muertas como en Israel, o que no lo consigan, como sucedió en Irlanda. Pueden inventar o reinventar tradiciones que «restauran esencias originales», las cuáles resultan ser parcial o completamente ficticias. Otras veces, barren directamente con tradiciones y lenguas más antiguas.

Los ejemplos demuestran que acudir al pasado en busca de vestigios de construcciones históricas modernas no solo es un ejercicio intelectualmente inútil, sino políticamente cómplice de la opresión de clase. Es cierto que el florecimiento de la nación supuso un motor de lucha contra la disgregación feudal en un momento histórico concreto, pero solo ahí pudo ser abrazado tácticamente por el proletariado. Cuando el mundo se consolida en naciones capitalistas, entonces la nación ya no supone un elemento de oposición contra los resquicios feudales, ni mucho menos contra las relaciones sociales capitalistas, sino contra la propia revolución proletaria, cuyo contenido es internacional. Es más, de ser las partes que van constituyendo una unidad, las naciones pasan, hoy en día, a estar totalmente subordinadas a esa unidad internacional. El nacionalismo quiere hacernos pensar que la única forma de salvaguardar la riqueza cultural es mediante un programa positivo de construcción, independencia o defensa nacional. Pero la defensa de la nación es una contradicción en sus propios términos, porque la nacionalidad solo puede afirmarse en una lógica de dominación cuyo contenido es internacional.

El proyecto político nacionalista, entonces, consiste en movilizar el apego cultural, lingüístico y tradicional hacia la construcción o defensa de un Estado-nación propio, independiente de los demás. El nacionalismo es, así, una ideología de la dominación de clase, no solo porque asume como natural una comunidad histórica por encima de las clases, sino también porque antepone la independencia política de esta comunidad, es decir, un interés interclasista, a todo lo demás. De ahí que cuando socialismo y nacionalismo han convivido en un mismo proyecto político, este último siempre se haya impuesto sobre el otro, porque el nacionalismo invita a la colaboración entre explotadores y explotados, mientras que el socialismo dinamita directamente esta falsa fraternidad nacional entre clases.

Entre internacionalismo y nacionalismo, entre la emancipación universal a través de un régimen de poder proletario internacional y entre la búsqueda de la independencia nacional-estatal existe una abierta oposición, porque el socialismo hace valer la riqueza cultural particular en un proyecto de emancipación universal, mientras que el nacionalismo subordina la cultura particular a la dominación universal, a través de la apropiación de la riqueza por una clase nacional particular. Esta oposición abierta del nacionalismo contra el socialismo internacionalista es la que podemos encontrar en los cañones de los republicanos versalleses dispuestos contra los comuneros en París, en la represión ejercida contra la fracción socialista que se opuso a la Primera Guerra Mundial, en la acusación de «agente prusiano» que recibió el bolchevismo en Rusia y en las actuales difamaciones de «españolismo» que se ciernen contra el Movimiento Socialista. La unidad internacional de la lucha de clases siempre le será incómoda al nacionalismo. Cambian los revolucionarios, cambian los reaccionarios, pero perdura la función contrarrevolucionaria del nacionalismo.

El socialismo hace valer la riqueza cultural particular en un proyecto de emancipación universal, mientras que el nacionalismo subordina la cultura particular a la dominación universal, a través de la apropiación de la riqueza por una clase nacional particular

REFERENCIAS

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BIBLIOGRAFÍA

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