Lenin dedicó su vida a estudiar las revoluciones pasadas, prepararse para las revoluciones futuras y dirigir las revoluciones que, por fortuna, se le presentaron hasta en dos instantes de su prolongada trayectoria política (1905 y 1917). La segunda de ellas se saldó en la constitución de un Estado en el que, por primera vez en la historia, el poder residía en la mayoría explotada y no en la minoría explotadora. ¿Qué se puede decir sobre Lenin, el Estado y la revolución en mil palabras escasas? Veamos.
Hay momentos excepcionales en los que las clases excluidas de la vida pública asaltan los cielos del poder político. Son los momentos realmente productivos de la historia, experiencias que desatan la energía que, lentamente almacenada durante decenios, dormita en las entrañas de la sociedad. Conocedor del abecé del marxismo, Lenin sabía que el proletariado, sin una revolución que le entregue el poder, no puede transformar las raíces económicas de su explotación, puesto que “los intereses más esenciales y decisivos de las clases pueden satisfacerse en general únicamente por medio de transformaciones políticas radicales”[1]. Para cumplir con su misión histórica, el proletariado debe conquistar el poder político.
Este principio del marxismo había sido constatado por la experiencia de las revoluciones de 1793, 1848 y 1871. De ellas Lenin aprendió que “el paso del poder del Estado de manos de una clase a manos de otra es el primer rasgo, el principal, el fundamental de la revolución”[2]. Pero el momento revolucionario responde a una lógica específica, contrapuesta a la de las décadas de tediosa paz social. Al arrastrar a todas las clases al ruedo de la lucha política por el poder, el “torbellino” de la revolución obliga a posicionarse a todos los partidos de la sociedad. Es una lucha abierta entre todos ellos por definir unas reglas de juego que han sido temporalmente puestas en suspenso. Es un “momento decisivo” en el que cada acción –y también cada omisión– encierra consecuencias de larguísimo alcance, porque “decide” sobre la secuencia total de los acontecimientos futuros.
La experiencia de todas las revoluciones enseña que en el momento decisivo surgen siempre tres actitudes fundamentales, en representación de las tres clases principales de la sociedad moderna. 1) La burguesía, contraria a toda revolución, trata por todos los medios de limitar el alcance de las transformaciones políticas y económicas, incentivando la restauración del antiguo orden por todos los medios. 2) La pequeña burguesía (compuesta de clases medias, campesinos, etc.), aunque simpatiza con la revolución, no se decide a romper completamente con la burguesía. Sus “ilusiones constitucionalistas”, su “cretinismo parlamentario” y su falta de audacia la condenan a una oscilación vacilante entre restauración y revolución. 3) El proletariado es la única clase con un interés real en llevar la revolución hasta sus últimas consecuencias. Sólo su partido mantiene en alto la bandera de la revolución a través de todas sus fases, sin perder de vista su objetivo final.
El problema del poder es el problema fundamental de toda revolución, un problema que se resuelve con la redefinición de las relaciones de poder entre las tres clases en un nuevo orden político. Pero una revolución no cae del cielo. Surge siempre como consecuencia de unas condiciones objetivas, independientes de la voluntad. La más fundamental: una crisis del orden político vigente que resquebraje la capacidad de gobierno del Estado. Lenin lo resumió de la siguiente manera: “Para la Revolución es necesario que los explotadores no puedan vivir y gobernar como antes. Sólo cuando las ‘capas bajas’ no quieren lo viejo y las ‘capas altas’ no puede sostenerlo al modo antiguo, sólo entonces puede triunfar la Revolución”[3].
El problema del poder es el problema fundamental de toda revolución, un problema que se resuelve con la redefinición de las relaciones de poder entre las tres clases en un nuevo orden político. Pero una revolución no cae del cielo. Surge siempre como consecuencia de unas condiciones objetivas, independientes de la voluntad
La crisis política saca a relucir la relación de poder que permanecía oculta. Puesto que obliga a los actores a posicionarse claramente, las masas pueden tener una experiencia directa de la actitud de cada clase ante los acontecimientos decisivos. En tiempos de paz esta posibilidad está vedada, y sólo un ejercicio meticuloso de propaganda y educación paciente puede llegar a desentrañar los intereses subyacentes a cada declaración y a cada maniobra. Esta propaganda, además, sólo llega a educar a una minoría de la masa de proletarios. En un momento de crisis revolucionaria, en cambio, los proletarios pueden pasarse multitudinariamente a la posición de clase revolucionaria, y hacerlo además a una velocidad vertiginosa –en el momento revolucionario las semanas cuentan por décadas–.
Pero para ello es necesaria una segunda condición. Sin una voluntad colectiva organizada, sin un partido que represente los intereses de la clase revolucionaria, las masas caerán bajo la dirección de la burguesía y la pequeña burguesía, la crisis revolucionaria se cerrará en falso y, finalmente, se terminará restaurando de una forma completa o maquillada el régimen político de los capitalistas. La revolución victoriosa exige haber preparado de antemano un partido. Y no un partido cualquiera, sino uno revolucionario de masas. El Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia (POSDR), del que Lenin era dirigente destacado, terminó de consolidarse como partido revolucionario de masas en la década de 1910. Sin este partido, la revolución de octubre de 1917 jamás habría tenido lugar.
Sólo un partido revolucionario, consciente y de masas puede aprovechar la crisis política de las fuerzas de gobierno y dirigir al proletariado hacia el escenario más radical, convenciéndolo de su derecho a gobernar y conquistando así una mayoría decisiva que respalde el ejercicio de este derecho. Es decir, sólo el partido proletario puede llevar las posibilidades del momento revolucionario hasta las últimas consecuencias, traduciendo la crisis de autoridad del Estado en la constitución de una autoridad política alternativa, esto es, constituyendo un nuevo régimen político. Para Lenin el problema fundamental reside, no en el cambio de los miembros o los partidos en el gobierno, sino en el cambio de la forma del Estado. La revolución triunfante es aquella que consigue constituir, no sólo un nuevo Estado, sino un nuevo tipo de Estado.
En febrero de 1917 estalló en Rusia una crisis política general que precipitó la caída del zarismo, instaurando un Gobierno Provisional y dejando abierta la cuestión de qué tipo de Estado iba a constituirse: restauración completa de la monarquía, constitución de una república burguesa oligárquica o constitución de una república obrera y campesina verdaderamente democrática. El poder del Gobierno Provisional, apoyado e integrado por la burguesía y la pequeña burguesía, apostaba (si no siempre de palabra, al menos sí en los hechos) por alguna de las dos primeras opciones. Pero el Gobierno Provisional no era la única autoridad política en ese momento. En ciudades como San Petersburgo el poder efectivo estaba en manos de Soviets de diputados obreros y soldados. Eso significa que desde febrero a octubre de 1917 reinó en Rusia una dualidad de poderes.
Lenin supo ver que la dualidad de poderes representaba la competición entre dos formas de Estado. En la diferencia entre estas dos formas “reside toda la esencia del problema”[4]. Sin ejército, policía o aparato burocrático, los Soviets encarnaban de facto la concentración de todo el poder en manos de las masas armadas. Lenin lo repetirá hasta la saciedad: “¡Ese es el tipo de ‘Estado’ que necesitamos nosotros!”[5]. La cuestión, entonces, consistía en que este peculiar contexto de dualidad de poderes madurase en favor del poder de los Soviets, en detrimento del poder del Gobierno Provisional burgués, como única vía para anular la posibilidad de la restauración: sólo el poder de las masas armadas podía “proteger, consolidar y desarrollar la revolución”[6].
El Gobierno Provisional tenía en su mano reconocer el fundamento del nuevo régimen en el poder de los Soviets. Es decir, fundar su legitimidad en el poder insurreccional de las masas, que habían derribado el zarismo. Pero el Gobierno Provisional quería basar su legitimidad en la promesa de una futura Asamblea Constituyente, que debía decidir en un diálogo recíproco entre los tres partidos sobre el tipo de Estado más apropiado para Rusia (monarquía, oligarquía o democracia). La realidad era que ningún Parlamento tenía nada que “decidir”, “proclamar” o “legislar” sobre si el pueblo era soberano o no lo era, porque el pueblo ya había conquistado en la calle su soberanía. El legalismo o “institucionalismo” pequeñoburgués, bajo la ilusión de una Constitución futura que blindase las conquistas de la revolución, dejaba los instrumentos materiales del poder en manos de la contrarrevolución. Como sabía Lenin, sólo llevando la revolución hasta el final, es decir, sancionando el poder del pueblo y su soberanía como principio rector del Estado, podían salvarse la revolución y todas sus conquistas. En otras palabras: entregar todo el poder a los Soviets y convertirlos en la base del Estado era la única vía consecuente.
Durante algunos compases entre febrero y octubre de 1917 el desarrollo pacífico de la revolución, mediante el traspaso voluntario del poder de las manos del Gobierno Provisional a las de los Soviets, fue una posibilidad real. “Haciéndose cargo de todo el poder –decía Lenin—, los Soviets podrían asegurar aún hoy día […] el desarrollo pacífico de la revolución, la posibilidad de que el pueblo elija pacíficamente a sus diputados, la lucha pacífica de los partidos dentro de los Soviets, la contrastación práctica de los programas de los distintos partidos, el paso pacífico del poder de manos de un partido a otro”[7]. Pero la posibilidad de recorrer este camino dependía de los partidos de la pequeña burguesía, que estaban dentro del Gobierno Provisional junto al partido de la burguesía y eran mayoría en los Soviets junto al partido proletario. Mientras el partido proletario estuviese en minoría dentro de los Soviets, cualquier deposición insurreccional del Gobierno Provisional sería aventurada.
El avance de la contrarrevolución (Jornadas de Julio, Golpe de Kornilov, etc.) cerró definitivamente la posibilidad de un desarrollo pacífico de la revolución. Criticando pacientemente la traición de la burguesía y la inconsecuencia de la pequeña burguesía, y contraponiendo a ambas su programa de gobierno, el partido proletario terminó conquistando una mayoría decisiva que le otorgó la fuerza que hasta entonces no tenía. Para salvar la revolución de su inevitable hundimiento, el poder debía pasar a estar en manos de los Soviets, contra la voluntad –ahora ya minoritaria— del Gobierno Provisional: la insurrección estaba a la orden del día[8].
En diez días que estremecieron al mundo, el partido proletario depuso el Gobierno Provisional y formó una coalición de gobierno con el ala izquierda de la pequeña burguesía –los eseristas de izquierda— sobre la base del reconocimiento de los Soviets como fundamento del Estado[9]. ¿Cuáles son los principios rectores de este tipo de Estado? Para responder esa pregunta Lenin cree que primero hay que responder esta otra: ¿cuál es la fuente del poder de cada tipo de Estado?
En un Estado parlamentario burgués –o Estado de Derecho— la ley es la fuente de una soberanía divida entre el poder legislativo, el poder ejecutivo y el poder judicial, que conjuntamente blindan los intereses de clase de una minoría de explotadores. Los principios del parlamentarismo, la división de poderes y la restricción de los derechos políticos (de reunión, asociación, expresión o sufragio) son el cascarón necesario del Estado oligárquico de la burguesía. En el régimen parlamentario burgués la autoridad de la ley protege la propiedad de esa minoría poniendo límites a la voluntad del proletariado. El Estado parlamentario burgués es en esencia una dictadura de la burguesía sobre el proletariado.
En el régimen parlamentario burgués la autoridad de la ley protege la propiedad de esa minoría poniendo límites a la voluntad del proletariado. El Estado parlamentario burgués es en esencia una dictadura de la burguesía sobre el proletariado
En un Estado como el que estaba desarrollándose en Rusia, inspirado en el modelo de la Comuna de París, “la fuente del poder no está en una ley, previamente discutida y aprobada por el Parlamento, sino en la iniciativa directa de las masas populares desde abajo”[10]. En este sentido, Lenin dice que “democracia es el Estado que reconoce la subordinación de la minoría a la mayoría, es decir, una organización llamada a ejercer la violencia sistemática de una clase contra otra”[11]. Se trata, en esencia, de la dictadura revolucionaria del proletariado sobre la minoría de los explotadores[12].
Los principios de un Estado en el que la fuente del poder es la voluntad de la mayoría proletaria son fundamentalmente tres: instituciones representativas (supresión del parlamentarismo), concentración de todo el poder en estas instituciones (supresión de la división de poderes y el aparato burocrático militar), igualdad político-social de todos los ciudadanos (supresión del acceso privilegiado a las funciones públicas, reverso de la limitación de los derechos políticos).
De la nueva democracia naciente dice Lenin que “va dejando de ser una democracia, pues democracia significa dominación del pueblo, y el propio pueblo armado no puede dominar sobre sí mismo”[14]. El Estado va dejando de ser un Estado. No porque desaparezcan los mecanismos colectivos de toma de decisiones, las agrupaciones partidistas o la necesidad de procedimientos que subordinen la opinión de la minoría a la de la mayoría. Lo que desaparece es la función represiva de las instituciones públicas, pues todas las partes de la sociedad pueden canalizar su voluntad y sus intereses a través de las vías legítimamente establecidas.
Un tipo de Estado que reconoce la subordinación de la minoría a la mayoría no es un medio entre otros posibles para la construcción del socialismo, sino la forma política necesaria de ese proceso: es el tipo de Estado que permite el control colectivo sobre los medios de producción. Un Estado en el que gobierna la mayoría proletaria es una “fase del democratismo[que] se sale ya del marco de la sociedad burguesa, es ya el comienzo de su transformación socialista. Si todos intervienen realmente en la dirección del Estado, el capitalismo no podrá ya sostenerse”[15].
REFERENCIAS
[1] Lenin, V., “¿Qué hacer?”, Marxists.org, 1902.
[2] Lenin, V., Entre dos revoluciones, Siglo XXI, 2017, Madrid, p. 59.
[3] Lenin, V., La enfermedad infantil del izquierdismo en el comunismo, Ediciones Akal, Madrid, 2021, p. 100.
[4,5,6,7] Lenin, V., Entre dos revoluciones, Siglo XXI, 2017, Madrid, p. 72.
[8] Lenin, V., “El marxismo y la insurrección”, Marxists.org, 1917.
[9] Sobre el primer gobierno soviético, véase Douds, Lara, Inside Lenin´s Government. Ideology, Power and Practice in the Early Soviet State, Bloomsbury Academic, London, 2018.
[10] Lenin, V., Entre dos revoluciones, Siglo XXI, 2017, Madrid, p. 72.
[11] Lenin, V., “El estado y la revolución”, Marxists.org, 1917.
[12] El antagonismo entre democracia y Estado burgués de derecho también ha sido siempre señalado por los enemigos de la revolución. Véase, por ejemplo, Schmitt, Carl, Teoría de la constitución, Alianza Editorial, Madrid, 2024. Arendt, Hannah, Sobre la revolución, Alianza Editorial, Madrid, 2013.
[13] Lenin, V., “El estado y la revolución”, Marxists.org, 1917.
[14] Lenin, V., Entre dos revoluciones, Siglo XXI, 2017, Madrid, p. 105.
[15] Lenin, V., “El estado y la revolución”, Marxists.org, 1917.
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