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2020/10/13

(traducción)

La semana pasada los Estados español y francés detuvieron a cuatro personas en Euskal Herria. Foto  antigua esa, así como antiguo lo que ha venido después. Y es que esto parece un bucle sin fin: detenciones y después denuncias de las detenciones. Por supuesto, no se puede dejar de denunciar. Pero es realmente surrealista echar en cara a los Estados capitalistas sus dinámicas repetitivas, cuando solamente se presenta como respuesta una denuncia que no tiene otro destino que repetirse. Pues no es cualquier denuncia: no tiene como objetivo desarrollar la potencia organizativa, simplemente es una denuncia que se refuerza como respuesta, y que se realiza en dependencia de la política estatal, en dos sentidos. Por un lado, como es evidente, es una respuesta que viene después del Estado -las denuncias relacionadas con acciones aisladas siempre vienen después-, y no que le precede. Por otro lado, que venga después pone de manifiesto unos profundos límites ideológicos y políticos, porque la propia respuesta siempre se sitúa en los márgenes del Estado, pidiéndole al Estado una cosa u otra, y construyendo un proyecto con el simple objetivo de democratizar el Estado capitalista. Así pues, la respuesta a la dinámica que le es propia al Estado y de la que no se puede deshacer, obligatoriamente, necesita una respuesta sin fin, condenada a repetirse conjuntamente con la reproducción del Estado. 

En esos límites se sitúan las respuestas dadas a las detenciones. Se les ha acusado a los estados de «estar fuera de tiempo»; que el delito atribuido a los detenidos ocurrió «hace una década» y que la situación actual no es la misma; o incluso que se castiga una elección política, mientras que se admite que esa elección política fue abandonada hace tiempo. Efectivamente, ya no debe haber ninguna razón para juzgar un compromiso militante. Las respuestas, además, manifiestan la ignorancia sobre la naturaleza del Estado - y sí, hablo del Estado, pues, sea cual sea su naturaleza nacional, el Estado capitalista es uno y único, y le es ajeno al proletariado adquiera la forma nacional que adquiera-. Realmente, se le está pidiendo al Estado que deje de ser Estado, es decir, que se deshaga por su propia voluntad, (como) si hubiera una oportunidad para ello. Más que una política para destruir el Estado, más que estrategia y compromiso militante, parece una ficción, hasta el punto de reemplazar las necesidades específicas de organización por deseos abstractos sin fundamento. 

Además, el revisionismo histórico que se está realizando solo causa dolor. Pues, todo movimiento de resistencia, sea acertada o errónea su estrategia, encuentra su justificación como respuesta, es decir, como respuesta justa a la violencia ejercida de antemano. Cuando al Estado se le borra la característica de la violencia, o cuando se insinúa que algo así es posible, se le quita la razón al movimiento de resistencia, y lo ocurrido hasta entonces se vuelve su culpa, o por lo menos se abre la opción de que sea su culpa. Aún así, la verdad da igual, «la diversidad de relatos» y, a poder ser, repartir culpas, es la esencia de la «política» burguesa de reconciliación. Por tanto, la opción está abierta: no era el movimiento de resistencia el que respondía a la violencia del Estado, sino que el Estado el que respondía a la violencia del movimiento de resistencia.

El malabarismo no podrá evitar aquello que es implícito en el razonamiento y las acciones de los demócratas. Si el Estado es democratizable, si al Estado se le puede erradicar esa violencia característica propia de él, y si para erradicar la violencia solo hay que emprender el camino de la voluntad, voluntad que se expresa ganando las elecciones o articulando una mayoría parlamentaria, cuando no es directamente convenciendo al gobierno de turno, entonces han tenido razón, durante décadas, los demócratas burgueses: organizarse y luchar no tiene sentido; no tiene sentido lo hecho hasta ahora. A fin de cuentas, es eso lo que están aceptando: si se desprecia la organización y la política, esto es, si lo hecho décadas atrás carece de sentido hoy en día, pierde sentido, del mismo modo, la violencia del Estado. O, dicho de otra forma: para superar la violencia del Estado bastaba con no tener compromiso político y militante.

Están equivocados, sin embargo. El Estado es una estructura violenta. El Estado reprime los deseos y los seres. Es una herramienta política para la supervivencia del orden burgués. La primera cuestión del Estado es hacer política, y hace política negando la propia política, es decir, desarticulando todo movimiento político, anulando la lucha de clase del proletariado o agotándola dentro de los límites del Estado. Es la propia organización objetiva del Estado la que niega la política, pues mediante la administración de la realidad y el control administrativo sobre las personas define lo que se puede hacer, y lo que no se puede hacer, esto es, lo que no corresponde al ámbito de la política burguesa. Y es que es el Estado el que representa la política, y ahí no caben los objetivos del proletariado.

Si el Estado ha ganado, es precisamente por eso: porque ha destruido la política, es decir, lo que está fuera de sus límites. Y cuanto más se sumergen los demócratas en el Estado, mayor victoria obtiene el Estado. A partir de ahí no necesita ni política, ni medidas de excepción o violencia extraordinaria. Le basta con la aplicación de la normalidad. Ya no hay detenciones que pueden volverse perjudiciales para el Estado; no hay política detrás de las detenciones, sino el proceder normalizado del Estado. En una situación así, los militantes ni tienen proyecto ni adhesión de ningún tipo, han roto las normas y leyes y tienen que ser juzgados. Ese es el triunfo del Estado, la abolición de la política, y esa es la posición más débil para defender un proyecto político y a sus militantes. 

Otras cuatro detenciones, y otra dosis de realidad para los demócratas. Porque repetir palabras no las hace reales: no estamos en tiempos nuevos, no es cuestión de la voluntad acabar con la violencia e imponer la paz, sino que es cuestión de poder. Solo el proletariado comunista bien organizado, mediante su dictadura, puede acabar con la violencia de la burguesía y con todas las violencias políticas. Aunque a más de uno le pueda resultar doloroso, si la cuestión no se plantea de esta manera, nunca nos será posible alcanzar nuestros objetivos.