Ha existido una tendencia, un tanto romántica e infantil, de personificar el euskera. Nos resuenan los ejemplos: el euskera ha sido florecilla entre la maleza, el pequeño pájaro que se convertirá en águila, un huerto cuidado por la abuela; el euskera ha sido casa, caserío, ha sido árbol de un sinfín de especies y nombres. El escritor Bernardo Atxaga hace uso de una de esas personificaciones en su poema «Trikuarena» («El erizo»), publicado en 1990. Despierta el erizo de su letargo invernal y repasa todas las palabras que conoce, que, «contando con los verbos, son poco más o menos veintisiete». Tiene hambre y se pregunta dónde están los demás seres, a pesar de que la oscuridad del tupido bosque como si de «una antigua ley» se tratara, no le deja ver la luz, el cielo ni las aves. Finalmente, sin embargo, valiéndose de la noche, el erizo se dirige monte abajo y llega hasta la carretera, entrando así en «en su tiempo y el mío». Allí le espera un destino cruel: «como su diccionario universal / no ha sido corregido ni aumentado / en estos últimos siete mil años, / no reconoce las luces de nuestro automóvil / y ni si quiera se da cuenta de que va a morir». Ya hemos advertido al comienzo del texto sobre el peligro de infantilización que conllevan las personificaciones; sabiendo eso, el poema busca representar las dificultades que sufre el euskera en el mundo moderno.
Recientemente, Gorka Bereziartua en su artículo «Denontzat» («Para todos») ha hecho uso de una figura animal no utilizada hasta ahora: ha comparado los últimos debates sobre políticas lingüísticas con el Día de la Marmota. La verdad es que no le falta razón cuando afirma que, en general, al inicio y al final de dichos debates «las actitudes y los argumentos son los mismos que eran ayer», mencionando asimismo la desesperación que ello genera. También estas últimas semanas ha habido debates sobre la situación del euskera: a finales de septiembre fue muy polémico el recurso interpuesto por UGT solicitando que a los policías municipales de la CAV no se les exijiera el perfil lingüístico B2; y en torno a la nueva Ley de Educación del Gobierno Vasco, los sindicatos abertzales, junto con Ikastolen Elkartea y Euskalgintzaren Kontseilua han reivindicado un modelo educativo «en euskera, generalizado e inclusivo»; también ha hecho su aparición el agente denominado «Euskera Denontzat; por un euskera sin narreras» lanzando al debate elementos sobre los requisitos lingüísticos y sobre la segregación.
Si la personificación debiera ser actualizada, pudiera parecer que el erizo de Atxaga, aquella representación del euskera, cuenta ahora con otro diccionario, que treinta años más tarde se compone de otras veintisiete palabras –administración, requisito, policía, empleado público, modelo educativo, etcétera–, y las repasa como si no supiera nada más, como una marmota que despierta de vez en cuando de su letargo.
Para decirlo más claramente: últimamente, especialmente en la CAV, la cuestión de la política lingüística aparece totalmente enredada en el ámbito de la administración pública. Cuando el debate no es sobre los modelos lingüísticos en educación, es sobre los requisitos lingüísticos de los empleados públicos, y si no, sobre la necesidad de garantizar administrativamente los derechos lingüísticos. Suele haber dos posiciones: la de las que defienden las cuotas administrativas del euskera y la de las que, en nombre de la inclusividad y de la justicia social, proponen reducir la presencia del euskera. Bereziartua describe así estas dos tendencias: «una que considera lo poco que ya tenemos como el punto de partida y la meta en materia de política lingüística –títulos, empleos públicos, contradicciones del actual reparto de pastel–. Y otra parte que considera que lo poco que ya tenemos tendría que ser el aperitivo de todo lo que tendría que haber –pantallas, ecosistema cultural, servicios públicos, conversaciones en la calle, poder realizar absolutamente todo en euskera–». Sin embargo, me planteo si no estarán ambas posiciones pendientes de «lo poco que ya tenemos», sin propuestas para el arraigo social del euskera, para que se convierta realmente en un idioma de masas. El tema de los derechos lingüísticos administrativos tiene su importancia, por supuesto, pero no es suficiente en sí.
Y es que, según todos los indicios, el proyecto para el arraigo social del euskera tiene que abordar, sí o sí, la cuestión de la integración del proletariado, ese sector social amplio que, además de hallarse totalmente fuera de la protección de las instituciones burguesas, se encuentra hoy en día alejado del euskera y con un apego muy limitado al mismo; sin embargo, limitar la cuestión al tema de las cuotas administrativas y al ámbito de las instituciones burguesas solo responderá, como mucho, a cierta estabilidad social de las capas más altas de trabajadores. Aitor Bizkarra ya ha explicado que el actual debate sobre el euskera se ha convertido en un debate parlamentario de la izquierda reformista, pues tiene como razón de ser la situación social de la clase media, y al marco burgués como límite para sus acciones y pensamientos. Su interpretación de la política lingüística tiene los mismos límites que la política: los límites del parlamentarismo burgués.
Justamente, en este contexto actual de profunda crisis capitalista, ese marco burgués se vuelve estéril también a la hora de articular una política lingüística eficaz, en tanto en cuanto no tiene capacidad para garantizar la integración social de la clase trabajadora. La política revolucionaria se convierte así en el único camino: no solamente como única vía para acabar con la forma social capitalista en la que se enraiza la dominación lingüística, sino también como única propuesta que puede integrar, efectivamente, al proletariado en su proyecto político, articulando la cuestión de la pervivencia del euskera dentro del proyecto general para la superación de toda dominación. No reestructurar esta cuestión puede alargar eternamente el día de la marmota, hasta que un día, sin ni siquiera darse cuenta de su inminencia, le pueda llegar la muerte, como al erizo.