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La guerra, la destrucción y la escasez llaman a la puerta. Traen un mensaje para quienes quieren escuchar: el mundo viejo está cayendo. Se agotan los rastrojos de bienestar que un día hubo, la proletarización y el autoritarismo de los estados crecerán sin medida, y ya no se podrán esconder: los monstruos del capital no caben ya en jaulas de oro. Hay que hacer algo.

Sin embargo, la realidad se impone como un perverso teatro, y quien se tenga a sí mismo como espectador está convencido de que no puede participar en el acto. Sin duda, las nuevas tecnologías de comunicación profundizan la falsa distancia entre cada uno y el mundo, y tiene una notable influencia en la juventud. En los móviles, causamos tornados de información con los dedos: empieza el baile de la publicidad, del entretenimiento banal y de los contenidos audiovisuales que se presentan como mensajeros de la realidad. Es una competición por quién genera el mayor shock. En ese pozo sin fondo, todo significado se disuelve en imagen, cada shock anula el anterior, y en esa sobreestimulación sin sentido, todo parece irónico. La realidad solo se ve mediada, no se puede entender, ni vivir, y mucho menos transformar.

Esto no es del todo nuevo: podríamos decir que los cambios tecnológicos han ahondado en la pobreza de la experiencia vital en el capitalismo. Así, en cada refresh, se confirma aquello que Baudelaire ya previó en el París del siglo XIX, en la cuna de la sociedad burguesa: lo que parece nuevo es la enésima repetición de lo mismo, todo es superficial y efímero, hay un abismo entre uno mismo y los demás, y las imágenes que vomita el mundo de la mercancía generan tedio. Los jóvenes de la actualidad conocemos bien ese sentimiento: el profundo aburrimiento, el cansancio, que genera sobreestimulación. De alguna forma, cada uno lleva hoy su propio París en el bolsillo: organizado por el algoritmo tal y como lo hizo el arquitecto Haussmann, nos aparecen en pantalla avenidas, galerías, callejones y puentes; también personajes y sucesos. Nos perdemos en estas ciudades personalizadas y siempre diseñadas al servicio de la burguesía, buscando algo que nos saque del tedio.

La subjetividad de la juventud se construye en cada vez en mayor medida en esa dinámica. Siguiendo con la analogía entre la ciudad y el móvil, podríamos decir que esta intervención cultural impone como modelo de identidad al flâneur: paseador sin rumbo, observador atento pero indiferente, individuo sin ningún tipo de compromiso con lo que le rodea. El «neo-flâneur» que se pierde en la red también limita su actividad a caminar, a navegar, siempre mirando a los escaparates, a la espera de algún evento que sea más interesante que el anterior. Construir la subjetividad en esa dinámica puede conllevar consecuencias políticas graves para las nuevas generaciones: considerando NPCs a los prójimos, la unidad de clase es un absurdo, la conciencia y el compromiso son sepultados en innumerables capas de ironía, y las únicas formas de mirar a la miseria cotidiana son la banalización absoluta o la estetización mercantil.

Por lo tanto, es urgente extender otro modelo de conducta entre la juventud trabajadora. Y en París, el mismo que fue escenario de los flâneurs, también encontramos lo contrario: el ejemplo de los trabajadores y las trabajadoras que tomaron la decisión de revolucionar el desarrollo de la historia interviniendo en el ahora; de los que querían convertir la cuna de la sociedad burguesa en su tumba, de los que defendieron con compromiso un nuevo mundo en las barricadas. Negar la condición de espectador, irrumpir en el acto. Organizarse y militar. Hay que hacer algo.