El marxismo afirma, no en vano, que los procesos políticos, culturales e ideológicos hay que comprenderlos en conjunto con los procesos económicos. Esto quiere decir que los cambios en las formas de organización social, en las perspectivas colectivas, en las ideas y sus expresiones no se pueden comprender como algo desligado a sus condicionantes materiales. O sea: la validez de las propuestas políticas también depende de las condiciones objetivas para su desarrollo.
No sé si es nostalgia lo que siento al pensar en el verano de 1934, ese que Bertolt Brecht pasó, en su exilio al sur de Dinamarca, con Walter Benjamin. No es nostalgia, sino una especie de belleza o grandeza que fluye de la amistad y de la certeza política. Juegan al ajedrez, hablan largo y tendido, la muerte los amenaza. Benjamin recogió aquello en notas, en un diario, y lo publicó en el texto «Diálogos con Brecht». Su última nota, como si fuese un final abierto, dice: «Una máxima brechtiana: no atarse al buen tiempo pasado sino al mal tiempo presente». Solo menciona cuándo recabó esa cita, sin decir al hilo de qué lo dijo, ni cómo, ni nada; y a pesar de ello, la frase resuena hasta hoy en día.
Actualmente, el mundo está cambiando ante nuestros ojos. Es sabido que las crisis capitalistas constituyen tiempos de reestructuración social, los viejos modelos desaparecen sin vuelta atrás, y nuevos modelos son impuestos y defendidos por el que tiene el poder. Y ahí ha encontrado su lugar también ahora, como en todos los tiempos de cambios mayores, la nostalgia, esa inocencia del que mira lo pasado sin entender lo que viene.
La nostalgia es una de las expresiones más significativas de nuestro tiempo, el deseo de volver a lo viejo, a eso que ya se va, pensando que de alguna manera se puede esquivar lo que el tiempo presente impone. Por ejemplo, este pasado domingo publicaron en el diario Berria Gemma Zabaleta, Javier Madrazo y otros dinosaurios de la izquierda autonomista vasca el artículo «Euskadiren erlojua abian jarri» («Poner en marcha el reloj de Euskadi»), en el que problematizaban las consecuencias de la pérdida del Estado de Bienestar, planteando como solución el mantra ya cansino de la «necesidad de unir a la izquierda». Una y otra vez se prueba la impotencia de la izquierda del capital: el avance de la realidad es más fuerte, claro está, que la voluntad de volver a mejores tiempos. Esa izquierda cuenta con expresiones institucionales y también con otras supuestamente externas a ellas: desde el sindicalismo se habla de «recuperar lo público», los agentes del ámbito del euskara siguen empeñados en utilizar fórmulas de un ciclo político ya de sobra agotado, en el contexto de la guerra de Ucrania también ha habido voces que reivindican como salida «la insumisión y el antimilitarismo, como en otra época». El movimiento insumiso y antimilitarista tomaron cuerpo en un momento histórico y con unas condiciones concretas, y no por haber tenido fuerza una vez se puede pensar que también funcionarán hoy en día. Pero en eso consiste la nostalgia: el deseo de revivir los buenos tiempos pasados, aparte de todo análisis concreto de lo actual.
No han sido pocos los que nos han llamado nostálgicos a los que actualmente trabajamos en la reconstrucción del comunismo. Sin embargo, el análisis de la situación nos muestra que no hay propuesta emancipadora posible más allá de la organización de la revolución social, y que si hay actualmente alguna posición nostálgica, es la de la izquierda reformista. Y es que lo que se oculta tras el intento de calificar el comunismo como movimiento viejo y anacrónico es la posición reaccionaria del que perpetúa el actual orden social.
La nostalgia es un sentimiento contra el que hay que luchar especialmente en nuestros tiempos. Es una posición cobarde, cómoda, impotente. El comunismo cuenta con una actualidad total: nuestro punto de partida ineludible es el mal tiempo presente, y nuestro objetivo, la libertad de mañana.