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La estructura económica capitalista no es más que la articulación de distintas relaciones determinadas social e históricamente. Podemos distinguir tres tipos de relaciones económicas: relaciones de producción, de distribución y de consumo.

Las relaciones de producción son aquellas que regulan y definen la posición que ocupa cada individuo en el proceso de producción. Así, las sociedades en las que domina el modo de producción capitalista están constituidas sobre la propiedad privada-individual de los medios de producción y sobre la división del trabajo en capitalistas y trabajadores. A su vez, las relaciones de distribución son aquellas que determinan la parte del producto que corresponde a cada individuo y están directamente ligadas a las relaciones de producción. Bajo el capitalismo, estas relaciones adoptan las formas de salarios y beneficios (rentas, dividendos, intereses, etc.). Por último, las relaciones de consumo, que a su vez vienen determinadas por las relaciones de distribución y, en última instancia, de las de producción, son aquellas que determinan la capacidad de satisfacer las necesidades de cada individuo. 

De esta manera, los tres tipos de relaciones económicas, que actúan de manera objetiva, esto es, independientemente de la voluntad de los individuos que participan en ellas, están interconectados y forman una estructura única. En este sentido, es la posición que se ocupa en el proceso productivo, la clase social, la que condiciona el tipo y la cuantía de renta que recibe cada individuo, lo cual, a su vez, determina la capacidad de satisfacer necesidades por medio del consumo. La estructura económica es, por lo tanto, la forma que articula las distintas relaciones sobre las cuales se construye la base material para la reproducción social.

Una vez tengamos en mente este esquema, podremos centrarnos en el objeto de este breve texto: analizar los cambios ocurridos en las relaciones de distribución a partir de mediados de los 70. Pero, antes de ello, examinemos los precedentes históricos de esos cambios.

Como sabemos, las condiciones excepcionales a raíz de la Segunda Guerra Mundial (incorporación de los combatientes al mercado de trabajo, formación de capital tras las destrucciones de infraestructura en la guerra, aumento de la producción militar, etc.) permitieron una reestructuración de las relaciones económicas internacionales que favoreció la acumulación en las economías occidentales. Según los datos de Angus Maddison[1], entre 1950 y 1973, el proceso de acumulación de capital (medido mediante el valor monetario de la maquinaria y equipo) aumenta a un ritmo anual promedio del 9,6 % en Japón, un 9,4 % en la República Federal Alemana, un 5,2 % en Reino Unido y un 3,8 % en Estados Unidos. Además, la rentabilidad del capital (medida como el excedente bruto de explotación entre el stock bruto de capital) mantiene, en la mayoría de las principales economías occidentales, unos valores altísimos durante el periodo 1960-1973: 35 % en Japón, 20 % en la RFA y 18,5 % en Estados Unidos[2]. Además, es importante mencionar la mayor importancia que adquiere el capital financiero, de carácter improductivo, frente a otros capitales como el industrial o el comercial.

Sin embargo, debido a que la situación de postguerra, que permitió una reestructuración de la dinámica de acumulación, era excepcional, el crecimiento económico de lo que algunos llaman «la época dorada del capitalismo» fue desvaneciéndose a medida que las condiciones para mantener estable el proceso de acumulación se disipaban.

La década de los 70 está marcada por una fuerte crisis de rentabilidad y por la disminución de las tasas de crecimiento de las economías occidentales. Frente a esta situación, el capital no tuvo reparos en abrirse camino y transformar, entre otros elementos, las relaciones de distribución.

Ampliando la idea presentada al principio del texto, la riqueza producida por una sociedad puede dividirse según los agentes que intervienen en la producción; esto es, en rentas de capital (beneficios) y de trabajo (salarios). Por lo tanto, la participación salarial, el indicador que nos muestra la proporción del producto social total que es destinado al pago de salarios (rentas de trabajo), nos sirve de indicador para comprender la distribución entre los dos factores. Pues bien, la participación salarial no ha hecho sino disminuir tendencialmente desde principios de los 80 en la mayoría de economías avanzadas. Esto implica, claro, un aumento del peso de los beneficios, o rentas de capital.

De acuerdo con el FMI[3], «la proporción del ingreso nacional pagado a los trabajadores ha disminuido progresivamente desde la década de 1980». Evidentemente, la evolución de la participación salarial no ha sido lineal y progresiva; hablamos de una tendencia de carácter mundial que se verifica a largo plazo. Según la OIT[4], de un total de 133 economías, 91 registraron un descenso en la participación salarial para el periodo 1994-2014. Por poner algunos ejemplos, durante ese mismo periodo, Estados Unidos pasa de un 61 % a un 57 %, Portugal de un 58 % a un 52 % y México de un 42 % a un 35 %. La disminución es aún mayor si excluimos de la masa salarial los enormes salarios recibidos por directivos y gerentes.

Esta tendencia, reconocida tanto por la mayoría de los economistas como los principales organismos económicos internacionales, puede ser explicada a partir de varios elementos como la globalización y la capacidad de transferir plantas en busca de mano de obra más barata en el extranjero, las nuevas formas de empleo precario (empleo parcial, subcontratado), la creciente financiarización de la economía, la concentración del capital o la pérdida del poder de negociación de los sindicatos. Sin embargo, hay un factor determinante en esta cuestión: la tecnología, o más bien, el cambio tecnológico.

Para Paul Krugman, uno de los economistas más destacados del momento, el problema es que la tecnología está sesgada en favor del capital. Según él, la nueva riqueza generada por los aumentos de productividad está siendo apropiada, en mayor proporción, por el capital en vez del trabajo.

En realidad, esta tesis no es nada novedosa. Marx ya explicó que, bajo el capitalismo, los aumentos de productividad no son un fin, sino un medio para conseguir aumentar la ganancia. Por ello, el capital tenderá a introducir ventajas tecnológicas en la medida en que esto supone una forma de apropiarse de una cantidad de riqueza cada vez mayor. La tecnología, por lo tanto, sería una herramienta para favorecer, en la pugna distributiva, la posición relativa del capital respecto a la del trabajo. Desde este punto de vista, el empeoramiento de la posición del trabajo en la distribución de la riqueza social es inherente a la lógica del movimiento real de la dinámica capitalista.

En este punto, conviene aclarar posibles dudas. No podemos limitarnos a pedir aumentos salariales, denunciando únicamente los injustos excesos del capital. Nuestros esfuerzos deben estar dirigidos, en última instancia, a superar la estructura que posibilita la existencia de salario.  Una sociedad capitalista e igualitaria en la que no exista conflicto entre capital y trabajo no es más que un oxímoron.


[1] https://www.rug.nl/ggdc/historicaldevelopment/maddison/releases/maddison-project-database-2020

[2] CIZE, Pierre y otros (1990); Le fonds Monétaire: Une entreprise de pillage des peuples.

[3] FMI, World Economic Outlook, 2017

[4] OIT, «Informe Mundial sobre Salarios» 2016/2017