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Ahora toca hablar de vivienda. No porque entre los políticos profesionales haya un interés genuino en esta cuestión; toca hablar de vivienda porque el marketing electoral así lo dicta. En contexto de precampaña la vivienda está siendo uno de los temas más convenientes: en primer lugar, porque preocupa a gran parte del electorado (según el más reciente Sociómetro Vasco la vivienda se sitúa en el tercer puesto entre las preocupaciones de la gente); y, en segundo lugar, porque es un tema que permite a las diferentes opciones parlamentarias simular oposiciones programáticas.

Así, vemos al PNV y a EH Bildu en un enfrentamiento cainita que mucho tiene de performativo y poco de programático. La quijada, sin embargo, la sostiene EH Bildu, que es quién se encuentra en la posición más cómoda: al ser primera fuerza municipalista, exige desde los ayuntamientos la aplicación de la Ley de Vivienda; aplicación que sólo puede ser aprobada por la Comunidad Autónoma. Realmente, no importa si dicha ley sirve o no para mejorar las condiciones de vida de la clase trabajadora, su valor no reside en su eficacia, sino en su utilidad como arma electoral. De hecho, si como parece, se acaban declarando zonas tensionadas y los efectos no fueran los anunciados, EH Bildu siempre podrá desmarcarse del soufflé de expectativas que ha generado y señalar al Gobierno Vasco como responsable del fracaso. Pero, no nos engañemos, las propuestas programáticas de ambos partidos son, con matices, las mismas (fomento del mercado del alquiler, reactivación del sector inmobiliario y de la construcción para construir viviendas asequibles, incentivos fiscales y bonificaciones para los propietarios…), y ninguna performance activista cambiará el hecho de que todos, sin excepción, se pliegan a los dictámenes de su único Dios: el Capital.

El efecto de esta performance no se reduce al circo parlamentario, y tiene consecuencias en toda la sociedad. La realidad debe adecuarse a las expectativas generadas y no al contrario. Si se afirma que una reforma "prohíbe" los desahucios, todos los que se den a partir de entonces serán sistemáticamente invisibilizados y se presentarán como excepciones a la norma. De hecho, a un reformista le es imposible reconocer el límite de su reforma; antes responsabiliza al desahuciado, antes se escuda en la aritmética parlamentaria aún no conseguida, antes culpa a los grandes fondos de la impunidad de los pequeños propietarios, antes presenta informes maquillados para ocultar las subidas de precios… Todo antes que reconocer, simple y llanamente, que la propiedad manda, que la norma es aquello que dicen poder arreglar y que su función se reduce a un brindis al sol.

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