ACTUALIDAD EDITORIAL IKUSPUNTUA CIENCIA OBRERA COLABORACIONES AGENDA GEDAR TB ARTEKA

Que hemos nacido en este mundo para sufrir, eso es lo que dicen al menos los innumerables refranes y dichos; desde el momento en que Eva tuvo la desgraciada idea de darle un mordisco a aquella manzana, fuimos expulsados del paraíso, pariríamos con dolor,  adquiriríamos el pan de cada día sólo con sudor y trabajo. Y no defenderé yo la cosmogonía cristiana, pero por lo menos no se puede negar que acertaron en las previsiones: nacidos o no para eso, el ser humano sufre, y mucho.

Cuesta vivir. La enfermedad y la muerte traen sufrimiento, el trabajo o la falta de trabajo traen insomnio o estrés, el futuro incierto trae malestar, y el frío de la noche le penetra hasta los huesos a quien no tiene casa. La lista se puede alargar tanto como se quiera, porque las miserias no son fáciles de numerar. Me gustaría saber, sin embargo, cuántas de la lista son dolencias inevitables, y cuántas se podrían evitar.

Seguramente, ni en la tierra ni en ningún otro lugar se podrá construir un paraíso y la vida, más o menos, siempre traerá dolor, pero, a medida que avanzan el conocimiento y la tecnología, cada vez es menor el dolor inevitable y cada vez mayor el que se puede evitar. Con el ejemplo más simple: mil enfermedades que podían causar un dolor inmenso en otros siglos pueden hoy comprenderse y curarse, incluso prevenirse y evitarse, y en lo más mínimo, calmar el dolor que causan.

Pero eso no tiene nada que ver con el mundo en el que vivimos. A estas alturas sabemos perfectamente que el objetivo del desarrollo de la tecnología no ha sido facilitar y paliar la vida de las personas, sino para aumentar constantemente los beneficios del capital. En el «pleno siglo XXI», que se repite como un mantra –como si el cambio de siglo nos llevara directamente a no sé qué valores superiores de humanidad–, un siglo en el cuál sí existen herramientas para poder vivir bien, la miseria se reparte por toneladas en todas las esquinas. Una organización social basada en mil formas de violencia no hace más que generar sufrimiento.

Todos tenemos dos ojos y dos oídos, y conocemos todas estas miserias. Las que no ha vivido en su piel, las ha visto en el barrio. También tenemos una fibra sensible y sentimos pena, compasión, impotencia, rabia. Yo no digo que eso esté mal. Pero quedarse en ello tiene un riesgo muy grande: poner al mismo nivel a todo el sufrimiento y a quien sufre –«todos somos personas, al fin y al cabo»–. Y todos somos personas, pero unas nacen vestidas y otras desnudas. Unas tienen todos los medios a su alcance para hacer frente a los dolores y otras solo pueden sobrevivir. Unas son responsables del sufrimiento y para otras el sufrimiento es ley de vida.

Quien quiera hacer algo más que sentarse en una esquina a llorar debe tener claro cuál es el origen del mal y, por tanto, qué es lo que hay que reparar. Claro que cambiar radicalmente la organización del mundo no es una cuestión baladí ni se hace de la noche a la mañana. Pero eso no significa nada. ¿O acaso hay que dejar de investigar porque es difícil encontrar la cura del cáncer? ¿Sería lícito suministrarle a un enfermo un ibuprofeno, decirle que es lo mejor –lo más realista– que puede hacer y cerrar la puerta de la consulta en su cara? Con la píldora que apenas le aliviará el dolor en las manos, mientras un mal que se lo está carcomiendo.

No construiremos un paraíso, pero es grande el dolor que se puede evitar.

NO HAY COMENTARIOS