(Traducción)
La figura de Gabriel Aresti es única en nuestra tradición cultural, aún a día de hoy, recién cumplidos en junio cuarenta y cinco años desde su muerte. Por una parte, su figura es única porque la importancia del bilbaíno en la vida cultural y literaria de Euskal Herria es innegable. Fue uno de los mejores poetas que ha dado la literatura vasca, nos dejó una obra rica y sólida, y con esa obra avivó, tanto en lo relativo al contenido como a la forma, una producción literaria en euskera relativamente estanca en aquel entonces; se anticipó a varias cuestiones sociolingüísticas del euskera, entre otras, la del euskera estándar o la situación lingüística de la inmigración obrera; demostró que también en euskera es posible adoptar una posición proletaria; criticó y polemizó agudamente varios temas sociales y culturales y empezó varias líneas de trabajo que todavía hoy nos resultan valiosas; ayudó hasta su muerte a los jóvenes, a los cuales sentía cerca. Se podrían mencionar muchas más actividades, pero cualquier cosa que se añada no serviría más que para reafirmar la importancia de su figura.
Sin embargo, esa importancia debe ser buscada más allá de lo que hizo. Parafraseando lo que dijo E. P. Thompson sobre el artista socialista inglés William Morris, la importancia de Aresti no reside en cada cosa que hizo, sino en la característica que impregna y unifica todas estas actividades: su ética. Koldo Izagirre subrayó que «la poesía de Gabriel Aresti es una ética», pero se puede ir más allá y decir que su figura en sí es una ética y que es necesario entender esa ética para entender a Aresti. Por eso, en un segundo sentido, su figura es también única porque, en mi opinión, muy pocos lo han entendido. Intentar, lo han intentado muchos. Desde los nacionalismos, su posicionamiento socialista ha sido acusada de españolismo o, por el contrario, se ha tratado de desclasar su «aitaren etxea», la casa de su padre; otros han visto un posible humanismo abstracto en su máxima «siempre me pondré al lado del hombre» sin entender que el «hombre» de Aresti es uno muy concreto y que se refiere única y exclusivamente al proletario oprimido; y, por último, también ha habido un intento de no ver en su yo poético nada más que individualismo, ignorando así la conciencia histórica presente en su poesía.
Esa conciencia histórica es el fundamento de la posición ética de Aresti, y esa misma conciencia histórica ha sido, en mi opinión, el principal obstáculo para entender su figura. La posición de Aresti es enteramente comunista. Se consideraba a sí mismo proletario, asumió de manera consecuente y consciente la misma posición de clase que las masas obreras de Euskal Herria y del resto del mundo, y continuamente señaló hacia la sociedad socialista como la única manera de superar dicha condición. Yo creo que quien quiera entender a Aresti debe hacerlo desde su misma posición, desde la tradición comunista, y que precisamente por eso han fracasado numerosos intentos de querer interpretarlo o criticarlo, ya sea porque su posición política no se ha tenido en cuenta o no ha sido compartida. Para los comunistas, la importancia de Gabriel Aresti reside en su ética profundamente política. Este tema puede ser abordado desde distintas perspectivas, pero en este artículo me centraré sobre todo en su producción poética, ya que creo que puede aportar al debate sobre un arte socialista.
La figura de Aresti ha sido, en parte, olvidada y distorsionada y justamente por eso urge revisitar sus textos originales. En 1960, por ejemplo, en la conferencia «Poesía y poesía vasca», («Poesia eta euskal poesia») leído en el antiguo ayuntamiento de Donostia, habla por primera vez sobre el deber del poeta. Para Aresti el poeta es «creador de ideas, o, mejor dicho, creador de sentimientos», alguien que tiene un «mandato», alguien que debe preguntar «el qué y por qué» de sus acciones y «sobre todo, ante todo lo demás, el para qué», es decir, según Aresti, para que el poeta sea poeta, debe escribir con una finalidad y tener un deber; he ahí su posición ética extrapolada a la poesía. En comparación con la posición socialista más madura que desarrollará posteriormente, la posición ética de aquel Aresti de veintisiete años puede parecer más inocente, pero ya en aquel entonces daba muestras de la fuerza que demostró durante toda su vida. Señala que «el hombre oprime al hombre», que «en el mundo hay miles de millones de personas que comen poco» y reivindica que ante esta situación «los de abajo empiezan su lucha contra los de arriba». No me parece una casualidad que el joven Aresti ponga de manifiesto el tema de la lucha de clases al hablar sobre poesía, ya que será en ese campo donde se posicionará en todo momento: junto a la clase obrera y contra de la burguesía. Ése será precisamente su «mandato», aunque no lo manifieste claramente todavía.
Aresti no diferencia entre su posición ética y estética; para él, el poeta «abandonará su carácter de poeta cuando se venda a sí mismo». En la misma línea, en el discurso de 1960 no pudo evitar mencionar otra idea: «El poeta es un hombre que ama la verdad, alguien que explica y canta esa verdad por medio de la palabra». Esta idea será una constante en toda su obra: el poeta tiene que decir la verdad, y debe llevar este principio hasta sus últimas consecuencias. Como dice en un poema memorable del libro Harri eta herri, aunque le corten la mano con la que escribe o la lengua con la que canta, el poeta «en ningún momento / de ninguna forma / en ningún lugar» puede dejar de decir la verdad. Pero esa verdad no es una verdad metafísica, no es únicamente la opinión personal del poeta; esa verdad que defiende está directamente relacionada con su posición ética y su conciencia histórica. «Yo también / ya tengo / mi verdad, / y vale / tanto / o más / que la del señor banquero» dice Aresti, dejando así en evidencia que su concepción de la verdad se sitúa enfrentada a la de la clase dominante y, consecuentemente, junto a la del proletariado. Ésa es la misma verdad que señala la condición alienada de los obreros, la que llama «burgués» a la clase dominante y a sus aliados, la misma verdad que reivindicaba «El día que no haya dinero / los hombres / no se / venderán». La verdad de Aresti, pues, no es solo su verdad, es la verdad de todo el proletariado, una verdad que tiene como condición previa una conciencia histórica y una ética colectiva. Es aquí donde subyace su carácter político.
El autor afirmaba «que la poesía es un martillo», o lo que es lo mismo, que la poesía puede ser política. Aresti compartía esta idea con el autor alemán Bertolt Brecht, cuyas obras conocía bien y trajo algunas de ellas al euskera. Brecht, al explicar algunos de los fundamentos de su proyecto artístico, dice que su arte debe ser popular y realista, es decir: un arte que se alinea con las masas obreras, que toma su misma posición y la enriquece, que señala que la visión social dominante es la de la clase dominante y deja esto en evidencia. Brecht y Aresti coinciden en la idea de que el arte es un martillo: por una parte, es una herramienta trasladada del lugar privilegiado burgués a manos del proletariado, y, por otra parte, es un arma si el socialismo revolucionario lo emplea adecuadamente.
No es mi intención, en absoluto, que el realismo de Brecht o el modelo de Aresti sean entendidas como consignas a seguir literalmente. He querido recuperar la memoria de estas dos figuras para recordar que la conciencia histórica del proletariado revolucionario ha tenido también aplicaciones artísticas, también en Euskal Herria, sin ir más lejos. Estos artistas cuestionaron radicalmente la naturaleza del arte burgués y pusieron toda su producción al servicio de la revolución, desde el contenido hasta el debate sobre la forma. A muchos este espíritu de aquellos artistas les parecerá un sinsentido, algo del pasado. La burguesía y el reformismo siempre han pensado que la función del arte es embellecer este feo y cruel mundo que ellos mismos han creado y reproducen. En cambio, el proletariado revolucionario actual debe pensar lo contrario: convencido de que el arte es todavía un martillo, debe saber que será una herramienta necesaria en el camino de la realización de su proyecto histórico.