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Mientras las dudas respecto de la prórroga del estado de alarma, y las incertidumbres que pudiera haber en relación a las fases de desescalada, quedan desplazadas por la cada vez mayor movilidad en el espacio público y opción de consumo, los pronósticos para el día de mañana no son nada alentadores. Tales son que la euforia y la extraña tranquilidad con las que se ha celebrado el fin del período de encierro, así se ha representado al menos por los medios de comunicación, no reflejan adecuadamente la profunda preocupación que persiste en gran parte de las familias proletarias, o en aquellas que a causa de esta crisis se ven inmersas en un proceso de proletarización. A propósito, la suspensión del estado de alarma y la estabilización positiva de la pandemia no significan una inmediata recuperación económica del tejido productivo que hemos visto tambalearse durante los últimos meses; la crisis no se ha hecho más que acelerar y acrecentar en el contexto de la pandemia, no obstante, su razón de ser no dependía de ella. Por ello, el control social del virus no es motivo de reconversión económica de la crisis; todo indica que la recesión previa a la pandemia, que dadas las medidas de contención social adoptadas por los gobiernos comenzó a manifestarse agresivamente los días de cuarentena, continuará después de ésta. Si participamos de una supuesta celebración, de esa que casualmente se ha visto ayudada por la alegría generalizada que provoca la llegada del verano, los militantes comunistas tenemos que tener claro que se trata de un ritual de sacrificio, del que no se pueden desprender la rabia, el sufrimiento y las ganas incrementadas de seguir luchando. Una alegría que no obviara el otoño que le sigue a este verano.

Las preguntas agobian de distinta manera al proletario, al aristócrata y al burgués, ya que no todos nos interrogamos por el estado de accesibilidad de las playas o por las opciones de viajar al extranjero. La clase trabajadora también se ve amenazado por preguntas más serias, que llegan incluso a desmoralizar a aquel que se ve obligado a enfrentar alguna de ellas: ¿Qué hará aquel que no cree poder recuperar el trabajo y no le quedan más que dos meses de paro? ¿Qué sucederá cuando se evidencie la inevitable reducción del presupuesto público? ¿Cuáles serán las medidas políticas que permitiremos adoptar a los gobiernos europeos cuando bancos como el Deutsche Bank quiebren, si es que lo hacen? ¿Por cuánto tiempo seguirá siendo el discurso de izquierdas, que en períodos de crisis se alimenta de la necesaria esperanza ciega de los más pauperizados, recurso para afianzar el poder social y egoísta de unos pocos? Una brecha de clase, desvirtuada por décadas, se abre en los países «occidentales» y la primacía económica de éstos peligra en la medida que el modo de producción capitalista involuciona a nivel mundial. Se trata, por lo tanto, de adoptar posiciones firmes frente al autoritarismo burgués que puede estar acechándonos en su desesperación por instaurar una nueva forma de gobierno de explotación de la fuerza de trabajo eficiente y de dominación absoluta de la sobrante (al parecer, en términos demográficos, una amplia parte de la clase trabajadora) que evite, cueste lo que cueste, la deriva del régimen capitalista y la posible revolución socialista. En este contexto, de crisis productiva y de devaluación de la fuerza de trabajo, convendría que la socialdemocracia renegara del reformismo y aceptara el principio revolucionario, puesto que, por ejemplo, condenar la brutalidad policial de los Estados Unidos y publicitar y alabar a la policía de su entorno demuestra el carácter colaboracionista de ésta y su respectiva función burguesa en el proceso de subordinación del trabajo al capital.