(Traducción)
La controversia
se ha desatado en los últimos días con motivo de las declaraciones del ministro
Escrivá en el diario Ara, quien dijo que podría ser adecuado trabajar
hasta los setenta y cinco años, cuando varios han expresado su preocupación por
el temor a que se eleve la edad legal de jubilación. Según Escrivá, hoy en día
las personas mayores (entre 55 y 75 años), si no es en contra de su voluntad,
no tienen por qué dejar de trabajar «temprano»; gracias a la vida que llevamos,
porque hasta entonces se puede seguir trabajando bien. La salud, por tanto, no
lo impide. Por eso el ministro dijo que el problema es cultural, además de
afirmar que en Europa ya existe esa tendencia. Pues bien, la edad de jubilación
ha aumentado en Europa y los trabajadores así lo han querido.
Estas declaraciones han provocado polémica y, como es habitual, Escrivá ha
intentado justificarse. Según ha dicho, su intención era reprobar el
comportamiento erróneo de los empresarios, ya que quiso dejar claro a los
empresarios que no tienen por qué despedir a ningún trabajador mayor. No, al
menos, con pretexto de su capacidad de trabajo o de su rendimiento. Pues bien:
hoy en día el obrero goza de buena salud incluso a partir de los cincuenta y
cinco años, que, por eso mismo, puede ser opimido más tiempo por el burgués sin
ningún quebradero de cabeza. A la vista de lo dicho por el propio Escrivá,
podemos apreciar que este cruel humanismo, que desea trabajo a los
trabajadores, parte de un silogismo erróneo:
Primera premisa: el trabajador que no tiene trabajo vive mal.
Segunda premisa: el trabajador en activo vive mejor que el que está en paro.
Conclusión: el trabajo asalariado es bueno para la clase trabajadora.
La primera premisa es correcta y la segunda en un principio podemos aceptarla (porque
no siempre es cierta), pero con la conclusión no podemos coincidir. No es
verdad. El trabajo asalariado no trae ningún bien al obrero; aunque le sirve de
subsistencia, no tiene nada que ver con su bienestar. Precisamente al obrero no
le conviene el trabajo asalariado, mientras que su desaparición sí: la
revolución socialista. Y todo esto lo afirmamos porque es el trabajo asalariado
mismo, o la forma capitalista de producción, el que condena a la clase obrera a
la miseria y la mantiene en ausencia de libertad política. Para la crítica
comunista la segunda premisa no es motivo suficiente para aceptar el trabajo
asalariado: la posibilidad de estar mejor de quien está mal no justifica la
subordinación.
Sin embargo, que un ministro haga apología de la dictadura económica burguesa
no debería sorprendernos, ni siquiera la ideología que los burgueses emplean
para hacer tal apología. Si leemos con cautela las declaraciones de Escrivá, lo
más significativo es que no entiende el estado económico general de las cosas.
Claro ejemplo de ello son las tonterías que dijo Escrivá sobre la relación
entre los datos de desempleo juvenil y la edad de jubilación, o sobre los
trabajadores mayores en tiempos de crisis. En tales casos Lukács parece estar
en lo cierto, pues los burgueses no son capaces de decir nada razonable de la
realidad. Y las tonterías que suelen decir son tales que parecen haberlas dicho
con toda sinceridad. A los burgueses no les conviene reconocer la realidad, si
no tendrán que admitir que hay injusticia de clase y crueldad de clase; Lukács
defendió en su libro Historia y conciencia de clase que sólo los
trabajadores pueden saber qué es la realidad. En su opinión: la posición subjetiva
de clase puede condicionar también la posibilidad de conocer la realidad: el
obrero tiende a conocer la realidad porque sufre la realidad misma y tiene
motivos directos para condenarla, mientras que los burgueses la ignoran (y, al
final, no ven nada) y se aferran fuertemente a su posición privilegiada.
Si es así, si Lukács tiene razón, el grado de inteligencia de la clase obrera
puede medirse en la definición de sus enemigos. Y esto, en la práctica, es lo
que más claramente se ve en los propios aliados.