(Traducción)
Con motivo de la conferencia COP26, el cambio climático es una cuestión sonada estos días. Al menos en los medios de comunicación no ha habido día en el que no se haya dedicado espacio a alguno de los síntomas del cambio climático. Y así será en adelante, al menos hasta el 12 de noviembre (fecha de finalización de la Cumbre de Naciones Unidas).
Pues bien, todo este revuelo ha dado una difusión merecida a la cuestión del cambio climático: pues en el modelo capitalista de producción es negativa la relación ecológica entre el desarrollo histórico de las fuerzas productivas y el medio ambiente. Las vías respiratorias del planeta, los bosques inmensos y las selvas tropicales, se están desbrozando y matando los océanos (dañados por fibras de plástico que quizá nunca podremos limpiar), la destrucción de los ecosistemas (ya sea por contaminación industrial o por el uso militar de uranio, entre otros), y en la periferia la salud y la higiene son deplorables. Por eso reivindicaron anoche, durante la multitudinaria manifestación contra la COP26 celebrada en Glasgow, la necesidad de «cambiar el sistema» y, como primer paso, pidieron «justicia climática» a las autoridades allí reunidas.
La ambigüedad habitual de las plataformas y movimientos ecologistas es perfectamente perceptible en estos clamores. De hecho, consideran necesario un cambio de sistema, pero al exigir justicia climática es evidente que su exigencia de transformación es superficial. Es decir, que no tienen en mente ningún cambio de sistema. ¿Por qué? Pues al definir el sistema se refieren a la relación entre los seres humanos y la naturaleza, cuando la naturaleza de un determinado sistema social o modelo de producción reside en las relaciones entre los seres humanos: un modelo de producción u otro lo definen relaciones sociales, y la función económica asignada por los seres humanos al medio ambiente (humanos-naturaleza) es una determinación secundaria (condicionada totalmente por el propio modelo de producción, es decir, por la relación hombre-hombre). Como el modelo capitalista de producción es un modelo de sociedad basado en la opresión, ningún clamor de justicia, si no supera el estado capitalista de las cosas, puede realizar su pretensión.
Los ecologistas, además, no reparan en que el mercado y la competencia entre capitales llevan a la burguesía a buscar el éxito instantáneo y así, si la burguesía quiere ser competitiva, no puede atender a otra cosa. El burgués vive el presente y sólo atiende a su egoísmo. El futuro, el medio ambiente, los trabajadores… le importan un bledo. Las preocupaciones ecologistas y altruistas son, en general, el privilegio de unos pocos burgueses en el modelo capitalista de producción. De los que son más ricos que cualquier otro: son tan ricos, que pueden gastar dinero en campañas ideológicas para lavar su nombre y blanquear su conciencia. Una relación equilibrada entre los seres humanos y el medio ambiente parece, por tanto, imposible en un momento en el que predominan el mercado y la competencia. Sin embargo, y aunque pueda resultar contradictorio, debemos tener claro que la burguesía, aunque sea de forma ideológica y mediática, puede comprometerse a preservar el medio ambiente, lo que adornaría la opresión de clases. Por eso son peligrosos los clamores ecologistas fuera de una visión revolucionaria general que, al fin y al cabo, legitiman un capitalismo «verde».
Solo un modelo productivo basado en principios éticos universales puede mantener el equilibrio entre la producción industrial y el medio ambiente. Una sociedad sin opresión de clase: el comunismo.