(Traducción)
Los dos trabajadores que han fallecido mientras trabajaban, los despidos y el paro… Son tantas las desgracias que caben en una semana… el proletariado está en una situación realmente grave. Sin embargo, no son pocos los que han quitado plomo a la situación pensando que la vacuna pronto estará disponible; según ellos, estaríamos en los últimos momentos de lo peor. Las medidas que los gobiernos territoriales recientemente han adoptado con motivo de las navidades también habrán tranquilizado a unos cuantos. De todos modos, la situación es agridulce, nadie diría que es suficiente. Si hay algún optimismo por la flexibilidad de las medidas, es, por supuesto, porque el día a día podría ser peor; y como estábamos acostumbrados a los derechos civiles más limitados, la mayoría no ha podido más que agradecer esta nueva situación.
Pero poco ha podido cambiar en un solo día: a) mientras no se pruebe la efectividad de la vacuna, y mientras no se apliquen las medidas necesarias para detener la transmisión del virus, y no se asegure un servicio sanitario efectivo y universal para tratar a los enfermos, el riesgo sanitario que trae la pandemia es el mismo que antes. Y b), por ahora, no parece que la crisis económica que la pandemia ha acelerado vaya a detenerse repentinamente, es decir, hoy por hoy la situación económica y el bienestar de la clase trabajadora no coinciden; del mismo modo, sus libertades civiles y políticas y, en consecuencia, las pocas opciones que tiene para la organización política, son totalmente escasas (de escasa calidad y escasas en cantidad). Por tanto, estos días que apenas tenemos motivos para rebosar de alegría, además del optimismo personal (y en algún modo) racional que alguno ha podido sentir a causa del «mal menor», existe otro optimismo que no tiene ninguna legitimidad y que, en cualquier caso, es absurdo. Es absurdo y peligros, y no otra cosa, el optimismo de los reformistas.
Los comunistas tenemos que tener claro lo siguiente: vienen cambios. Esto es, al menos a corto plazo no parece que se pueda recuperar el nivel de vida de los estados de bienestar. De hecho, en Europa en general, la riqueza social de la que la clase trabajadora puede apropiarse es cada vez menor: paro estructural tremendo (eliminación de puestos de trabajo), reducción del salario, la incapacidad de financiación de los servicios sociales y de las ayudas económicas públicas, y un largo etcétera. De todos modos, los cambios que este contexto económico puede impulsar no tienen por qué tener relación con las medidas dictatoriales que hemos vivido esta pandemia; aún está por ver qué modelo de vida corresponde a la nueva estructuración de la explotación del trabajo por el capital. Por tanto, las medidas dictatoriales que han impuesto los gobiernos a raíz del estado de alarma no son ejemplo del modo de vida de los próximos años; estas medidas nos desvelan la actual correlación de fuerzas entre las clases, dejando al descubierto, ante todo, la subordinación y la falta de organización política revolucionaria de la clase trabajadora. Es decir, la arbitrariedad del estado burgués. O dicho de otro modo: a menos que el proletariado desarrolle su propia organización, los estados burgueses podrán hacer lo que quieran con nosotros.
Por todo ello, la clase trabajadora tiene que desarrollar estructuras revolucionarias organizativas en cada lugar, para así poder
dar una solución real a las necesidades económicas, sociales y políticas. Y ha de tener claro, entre otras cosas, que solo podremos lograr una vida digna con el compromiso de todos y protegiéndonos unos otros, y que es imposible recuperar el modo de vida que se ha perdido con las políticas fiscales de la socialdemocracia.