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El Tribunal Supremo ha condenado a penas de hasta 12 años de cárcel a los políticos juzgados por el ‘caso de Miguel’. Aparentemente, estamos ante uno de los casos de corrupción más importantes que hemos vivido en la Comunidad Autónoma Vasca. El caso se ha saldado con 26 imputados, entre los que destacan los delitos de tráfico de influencias, prevaricación, cohecho, malversación de caudales públicos, falsificación de documentos, asociación ilícita y blanqueo de capitales, entre otros. La lógica que engloba todos estos delitos es el uso de la administración y de los recursos públicos para beneficio privado. Siendo esto así, y teniendo en cuenta que el PNV es partido de la burguesía, es decir, la representación parlamentaria de las élites económicas nacionales, ¿no es el PNV un partido corrupto partiendo ya de su creación y función?

Esta vez se le acusa al PNV de «corrupción ilegal», es decir, de haber cruzado las líneas rojas éticas de los estados democráticos. De hecho, la corrupción está totalmente normalizada en la labor institucional que ejerce día a día. Muchos casos que, en otros muchos estados –según la hegemonía de los bloques de capital– se toman por casos de corrupción, son aquí legalizados y normalizados como procesos administrativos. Además, este tipo de procesos se normaliza aún más y de manera notoria en momentos de desestabilización de los Estados del Bienestar y en casos donde las propuestas políticas requieren cierta financiación por parte del capital privado. En este caso, el PNV reduce la acusación a casos aislados y a la acción individual, como lo hace la mayoría de los partidos acusados de corrupción. En otras palabras, pretende socializar la historia del político cegado por el poder y no la de cómo éstas son acciones perfectamente estructuradas.

Los grandes bloques de capital, las élites económicas o los bancos centrales y las administraciones estatales forman parte de una misma estructura; sobreviven en una simbiosis en el seno del sistema capitalista. Por eso se equivocan quienes defienden que el camino para erradicar la corrupción es la democratización del Estado o que estas prácticas acabarán por medio de mecanismos de control y la intervención de la ciudadanía. La socialdemocracia trata de defender con obstinación la neutralidad del Estado, como si éste no estuviera para defender los intereses de la burguesía, mientras que se presenta a sí mismo como administrador de distintos intereses. Nos quieren vender la lucha contra la corrupción como una lucha contra las élites económicas; no obstante, sabemos que la lucha de clases es la única vía posible contra las élites económicas.