FOTOGRAFÍA / Zoe Martikorena
Martin Goitiandia
2023/02/03

Es realmente espectacular ver a un gigante industrial como Mondragon Kooperatiba (MCC) resquebrajándose desde sus propias entrañas. Que los vástagos que han nacido y crecido en su seno se rebelen frente a semejante titán corporativo (Orona y Ulma ahora, o Irizar y Ampo antes) resulta un fenómeno muy esclarecedor. De hecho, la solidaridad y la lealtad entre cooperativas han ido a pique desde que se ha explicado que es más rentable actuar en solitario en el balance anual. Como cualquier consejo de administración, los de este también se han apresurado en huir del barco que se está hundiendo para proteger sus ganancias. He ahí la verdad que más asusta al movimiento cooperativista; y es que en el fondo funciona precisamente con las mismas reglas que gobiernan todos los demás negocios.

PÉRDIDA CONSTANTE DE IDEALES

En este mismo sentido, analizando la trayectoria del resto del cooperativismo o de las formas alternativas de organización empresarial, observaremos que toda la nobleza original y buena intención de estos proyectos se pierden una y otra vez en aguas oscuras y revueltas. En el caso del propio MCC, la posición de su fundador, Arizmediarrieta era firme. Una vez desvestidas las prendas de la retórica cristiana y habiendo bajado al mundo de la miseria terrenal, tenía las cosas bastante claras:

«El porvenir es para los que sepan trabajar y sepan ennoblecer el trabajo. ¿No es acaso el trabajo un elemento más noble, más antiguo y más humano que el capital y, como tal, acreedor a una mayor estimación? ¿Será ambición injustificable que sus representantes pretendan la primacía de la dirección?»

¿Cómo habrá pasado el movimiento cooperativista de ese valor subversivo del control democrático de la fábrica a actuar como cualquier otro buitre capitalista? ¿Dónde está «el control de los representantes del trabajo» cuando Eroski tiene en Galicia los salarios más bajos de su sector, cuando Fagor da la espalda a los no socios en los despidos, cuando hace listas negras con socios que no son suscriptores de Lagun Aro o cuando Laboral Kutxa está robando ahorros de la gente a través de aportaciones financieras subordinadas?

¿Cómo habrá pasado el movimiento cooperativista de ese valor subversivo del control democrático de la fábrica a actuar como cualquier otro buitre capitalista? ¿Dónde está «el control de los representantes del trabajo» cuando Eroski tiene en Galicia los salarios más bajos de su sector, cuando Fagor da la espalda a los no socios en los despidos, cuando hace listas negras con socios que no son suscriptores de Lagun Aro o cuando Laboral Kutxa está robando ahorros de la gente a través de aportaciones financieras subordinadas?

Ahí no encontramos ni rastro de los principios que la propia MCC y el resto del movimiento cooperativista reivindican a los cuatro vientos. La soberanía del trabajo, la organización democrática y los sueños de miel del carácter instrumental del capital no parecen más que rastros del esplendor pasado, a la manera de los libros antiguos que se colocan como adorno en las estanterías. Pero esa lacra no se limita a MCC, ni sólo al cooperativismo. Al fin y al cabo, la sociedad cooperativa, en la economía de mercado actual, no es más que una forma jurídica societaria. Aunque presenta peculiaridades en la forma de las aportaciones de los socios, en la votación de las asambleas o en la tributación, una sociedad cooperativa actual dista mucho del espíritu histórico del movimiento cooperativo. Sin embargo, la cruzada para crear empresas que mantengan compromisos éticos ha encontrado nuevos fieles por doquier, tanto bajo la forma de cooperativa como sin ella. El concepto de economía social y solidaria, por ejemplo, pretende incluir proyectos con esa ambición.

Los proyectos de consumo, distribución, producción o cualquier otro tipo que surjan bajo ese estandarte deben competir con los oligarcas más viles sin renunciar a ciertos «compromisos éticos», ya que las buenas condiciones de los trabajadores, el respeto al medio ambiente, el vínculo con los pequeños productores y el resto de valores indefensos que devora el capital son sus últimos baluartes en el seno del mercado. Así, quieren predicar a través del ejemplo y que cada vez más empresas sigan su camino. Confían en que su devoción inspire al resto de empresarios hasta que todo el mercado mejore las condiciones de los trabajadores, respete el medio ambiente y haga suyo cualquier otro imperativo moral. Claro que dentro de la economía social y transformadora hay muchas variantes. Algunas consideran necesario el apoyo del gobierno para que, por ejemplo, las cooperativas puedan competir con el resto de empresas. Aún así, comparten una idea fundamental con el resto de cooperativas.

¿Por qué unos acaban entonces como MCC, u otros tan lejos de su objetivo? Muchas personas han sacrificado una y otra vez su trabajo y su iniciativa, su cuerpo y su alma para sacar adelante este tipo de proyectos. Han trabajado mucho más duro que Steve Jobs, Amancio Ortega o cualquier multimillonario emprendedor que haya triunfado en el mundo de los negocios. Es imposible, pues, que lo que les falte a todos estos filántropos aventureros sea la falta de voluntad. Cuesta creer que todos los cooperativistas honrados que han tenido el coraje de intentar poner en marcha un modelo alternativo a la vista de la miseria que les rodea y que muchos aún tienen, hayan caído uno tras otro en una especie de corrupción y retroceso ideológico. ¿Por qué no prosperan estos valerosos proyectos? Pues porque se chocan con el mismo muro con el que encontró el cura de Arrasate.

Cuesta creer que todos los cooperativistas honrados que han tenido el coraje de intentar poner en marcha un modelo alternativo a la vista de la miseria que les rodea y que muchos aún tienen, hayan caído uno tras otro en una especie de corrupción y retroceso ideológico

LEY DE BRONCE DEL MERCADO

Hay un enorme abismo ético entre ellos y los buitres corporativistas de MCC, y sin embargo, ambos se encuentran tarde o temprano con las leyes inviolables del mercado. Los economistas clásicos utilizaban el concepto de «ley de bronce del salario» para indicar que los desequilibrios entre el crecimiento de la población y el precio de los alimentos limitaban el salario al nivel mínimo de supervivencia. Con eso querían señalar que dicha ley era un límite infranqueable del salario, es decir, una tendencia demográfica. La realidad es que, como señala Marx, esa ley de bronce, lejos de ser natural, obedece al capitalismo por comerciar con la capacidad de trabajo (fuerza de trabajo) como con las demás mercancías. Asimismo, el fracaso del cooperativismo o de la economía transformadora a que nos referíamos más arriba está sujeto a la ley de bronce del mercado inherente a esta sociedad. Ya que el mercado expulsa a toda empresa que no se adapte a su ritmo y dimensión. Por lo tanto, las empresas alternativas antes mencionadas sufren, como un grupo de pececillos, intentando nadar contra la gigantesca corriente del mercado.

Esta dictadura implacable que nadie puede evitar no necesita de las fuerzas armadas para la coacción. El precio es el monstruo que obliga a todas esas empresas a cumplir los mandamientos del mercado. Dicho de forma simple, ciertos criterios éticos (pagar salarios más altos que sus competidores, utilizar materias primas autóctonas, reducir la contaminación en el proceso productivo) influyen en última instancia en el precio de los productos que vende la empresa, y por tanto, en su competitividad. Aunque esos compromisos son encomiables, deben equilibrarse con la necesidad de vender productos competitivos, ya que de lo contrario serán expulsados por competidores con mayor capacidad de acumulación de capital. Poco valen los compromisos éticos en confrontación con empresas con mayores créditos, capital social, liquidez, cuota de mercado, capacidad de inversión y flujos de caja o precios más bajos. Por lo tanto, al igual que el resto de empresas, las empresas alternativas que compiten en el mercado viven bajo la espada de Damocles. En el marco de ese dilema entre ética y negocios, quien quiera jugar con criterios éticos y democráticos que no sean el aumento de beneficios sólo tiene dos opciones: no cumplir con sus criterios o desaparecer engullido por sus competidores. Como dice el narco Escobar: «Plata o plomo».

El precio es el monstruo que obliga a todas esas empresas a cumplir los mandamientos del mercado. Dicho de forma simple, ciertos criterios éticos (pagar salarios más altos que sus competidores, utilizar materias primas autóctonas, reducir la contaminación en el proceso productivo) influyen en última instancia en el precio de los productos que vende la empresa, y por tanto, en su competitividad

La ley de bronce, es decir, la ley del mercado capitalista, genera con sus diversas variantes la terrible situación actual, a partir de esta base expuesta. Otra de las caras de esa ley es la concentración y centralización del capital. La primera porque las corporaciones sin escrúpulos establecen los precios más bajos y acumulan las ganancias más altas. Y la segunda porque esa riqueza les permite comprar íntegramente empresas de la competencia. Así, ese darwinismo capitalista genera monopolios y oligopolios colosales con poderes de mercado desmesurados. Convertidos en dueños y señores de su ámbito geográfico y/o sectorial, se coronan a sí mismos como gobernantes draconianos que dictan precios. En este régimen en que no se reconoce derecho natural ni positivo alguno, en el que sólo rige la competencia entre capitalistas, los que como MCC venden toda la ética y no se convierten en gigantes industriales estarán sometidos a esas fuerzas imparables del mercado. Estas empresas alternativas (las pequeñas empresas temáticas, autónomas, etc.) serán meros destinatarios de precios (price-takers), incrementarán de algún modo los beneficios de estos Goliat de mercado y procurarán al mismo tiempo recaudar dinero para mantenerse vivos.

Para dar un ejemplo concreto, podemos analizar lo ocurrido en el mercado energético. Som Energía es una cooperativa «sin ánimo de lucro» que se dedica a la «producción y comercialización de energía verde», según sus propias palabras. Un loable objetivo es la puesta en marcha de una cooperativa que tenga como axioma apostar por la transición energética en el mercado de las empresas eléctricas. Pero cuando un número de empresas que puede contarse con los dedos de la mano aumentaron sin duda el precio mayorista de la luz, poco servía la buena voluntad de los socios, además de para procurar suplir las pérdidas por aportación voluntaria. El pasado mes de marzo dejaron de aceptar clientes mientras explicaban que perdían dinero con cada nuevo contrato. He ahí la soberanía del cooperativismo: renunciar a los principios o renunciar a la actividad.

Som Energía es una cooperativa «sin ánimo de lucro» que se dedica a la «producción y comercialización de energía verde», según sus propias palabras. Un loable objetivo es la puesta en marcha de una cooperativa que tenga como axioma apostar por la transición energética en el mercado de las empresas eléctricas. Pero cuando un número de empresas que puede contarse con los dedos de la mano aumentaron sin duda el precio mayorista de la luz, poco servía la buena voluntad de los socios, además de para procurar suplir las pérdidas por aportación voluntaria. El pasado mes de marzo dejaron de aceptar clientes mientras explicaban que perdían dinero con cada nuevo contrato

Así, como en el caso de toda empresa, la existencia de esas cooperativas nacidas con vocación de construir una vía alternativa también se convierte en un intento constante de reducir costes. Y es que para una empresa que compite en el mercado es muy caro mantener los principios mencionados. Es cierto que muchos (según cada cooperativa) no tienen que pagar ganancias a los socios capitalistas, pero sí al banco, a los proveedores o a los socios (aunque sean obreros muchas veces más insolidarios que los socios capitalistas). El movimiento cooperativista ha intentado una y otra vez hacer frente a problemas, entre otros, mediante las cooperativas de ahorro y crédito o las cooperativas de consumo. Sin embargo, siempre se pone de manifiesto que esos conglomerados, a pesar de satisfacer algunas necesidades en sus relaciones, tienen por una parte o por otra, una dependencia hacia el mercado «ordinario» o capitalista.

En las discusiones dadas en el seno de la Internacional, en el comienzo de la edad de oro del movimiento cooperativista, Marx indicó claramente los límites y las virtudes de tales proyectos. 

«Al mismo tiempo, la experiencia del período de 1848 a 1864 ha demostrado sin lugar a duda que, por excelente que sea en la práctica, el trabajo cooperativo encerrado en el estrecho círculo de los esfuerzos parciales de trabajadores dispersos no es capaz de detener el progreso geométrico del monopolio, no es capaz de emancipar a las masas, ni siquiera es capaz de aliviar la carga de su miseria. Este es, quizá, el verdadero motivo que ha decidido a algunos aristócratas bien intencionados, a filantrópicos charlatanes burgueses y hasta a economistas agudos, a colmar de repente de elogios nauseabundos al sistema de trabajo cooperativo, que en vano habían tratado de sofocar en germen, ridiculizándolo como una utopía de soñadores o estigmatizándolo como un sacrilegio socialista. Para emancipar a las masas trabajadoras, la cooperación debe alcanzar un desarrollo nacional y, por consecuencia, ser fomentada por medios nacionales».

En la anterior cita se aclara el carácter que adquiere el cooperativismo bajo la ley de bronce del mercado, es decir, bajo la dominación del capitalista. Como en el caso de los autónomos o de muchas pequeñas y medianas empresas, son igualmente mecanismos de explotación de los trabajadores, aunque sea de forma indirecta. De hecho, esta necesidad de reducir los costes para la supervivencia obligará a la empresa a empeorar las condiciones laborales, aumentar la contaminación y aceptar el resto de exigencias. Al fin, si no hay condiciones previas para acabar con el capitalismo, dentro del cooperativismo los trabajadores se transforman en capitalistas de sí mismo, lo que no conlleva consigo la libertad de los trabajadores. Como dice Marx en el Capital:

«Las fábricas cooperativas de los obreros mismos son, dentro de la forma tradicional, la primera brecha abierta en ella (el sistema capitalista), a pesar de que, donde quiera que existan, su organización efectiva presenta, naturalmente, y no puede por menos de presentar, todos los defectos del sistema existente. Pero dentro de estas fábricas aparece abolido el antagonismo entre el capital y el trabajo, aunque, por el momento, solamente bajo una forma en que los obreros asociados son sus propios capitalistas, es decir, emplean los medios de producción para valorizar su propio trabajo».

¿CÓMO HEMOS LLEGADO HASTA AQUÍ? ORÍGENES DE LA TRAGEDIA DEL COOPERATIVISMO

En 1844 un pequeño grupo de artesanos y obreros eligieron construir una empresa por su cuenta en el distrito inglés de Rochdale. Los principios establecidos por esos aventureros impulsados por el paro y la miseria de su entorno se han convertido en bandera del movimiento cooperativista posterior: control democrático, retorno de los excedentes, limitación de intereses del capital y gestión de la fábrica sin ningún propietario capitalista para demostrar que el consejo de administración y su cuadrilla de contables y directivos no son necesarios.

Aunque ese ensayo se ha convertido en el mito fundador del movimiento cooperativo, ya existieron grupos de trabajadores en esa actividad. Más allá de la práctica actuación de trabajadores hambrientos y desesperados, Los llamados seguidores -o intérpretes- izquierdistas de David Ricardo les situaron como precursores de un cambio generalizado. Thompson, por ejemplo, proponía en 1827, una alternativa al capitalismo mediante sindicatos y cooperativas. En el mismo sentido se expresó Owen en el seno del socialismo utópico, al defender la necesidad de basar la industrialización en una cooperación generalizada en lugar de en la competencia. Esos socialismos asociacionistas y utopías owenistas se centraron principalmente en la abolición de la competencia. Es más, hubo varios congresos de cooperativas antes de Rochdale para unificar el rumbo de ruptura con la producción capitalista. Para 1844 se había formado un movimiento cooperativista, si entendemos esto como una alianza entre ellos, una teorización homogénea de la función política y una explicación científica de la dirección. Para 1830 había ya más de 300 cooperativas en Inglaterra, con sus revistas y sus órganos de coordinación.

Ese movimiento llamó también la atención de la primera ideología económica ortodoxa. El propio Malthus escribió ensayos intentando defender que el cooperativismo provocaría escasez. Sin embargo, esa reacción inicial del pensamiento burgués dominante fue disminuyendo, como mencionaba más arriba Marx. Mill, por ejemplo, veía a las cooperativas como tendencias de futuro. Según él, llegaría un momento en el que los beneficios ya no serían el motor de la economía:

«La relación entre amos y obreros irá siendo sustituida por una asociación bajo una de estas dos formas: en algunos casos, la asociación de los trabajadores con el capitalista; en otros, y quizás en todos al fin, la asociación entre los mismos trabajadores».

La generalización de las cooperativas sin ánimo de lucro, conduciría a una «revolución moral» en la fase del capitalismo en la que la justicia social podría finalmente ser posible. Esa idea se repetirá entre los economistas más prestigiosos. Más tarde, los padres de la economía neoclásica hegemónica (entre otros, Marshall y Walras) defendieron la integración de los trabajadores en los consejos de administración, para que se dieran cuenta de la responsabilidad de la dirección y humanizaran la relación de la misma dirección con los trabajadores.

A partir de mediados de siglo, en cambio, la sociedad civil construida en orden napoleónico y los mercados de libre concurrencia del capitalismo naciente tocaron fondo. La paz del acuerdo de Viena, el crecimiento de la banca y la bolsa y la carrera colonial que parecía interminable facilitaron el nacimiento de desorbitadas acumulaciones de riqueza. Las corporaciones más concentradas existentes en la historia hasta entonces devoraron a todos los competidores. En una sola firma se unían procesos completos de producción, y las distintas marcas se enlazaban por redes enquistadas. Además, se repetía la presencia de unos pocos bancos en todos los consejos de administración. La fusión del capital industrial y banquero creó un capital financiero que obligaba a los gobiernos a adoptar políticas internas para mantener el orden, así como políticas exteriores para apoyar aventuras imperialistas. Como se ha mencionado anteriormente, esos emperadores comerciales, naturalmente, decretaban los precios a su antojo. En ese declive de la concurrencia liberal fue debilitándose el ala liberal del partido burgués y del pequeño burgués del movimiento cooperativista. Las tesis de pensadores como Emilio Nazzani fueron luego calificadas de absurdas:

«Respetando la libertad y la competencia, las asociaciones productivas de los trabajadores deben abstenerse de mendigar subsidios al Estado. Deben conquistar su puesto en el orden social libremente, audazmente, con sus propias fuerzas, sin extender la mano al gobierno».

En este contexto, alejándose de la escuela italiana como la de Nazzani, el cooperativismo se representó de la mano de los Estados-nación, cada vez más fuertes en los entornos germánicos y franceses. Fue Lavergne quien amplió la figura de las cooperativas públicas en la primera mitad del siglo XX. Esos Régie coopérative estaban naturalmente en manos de las administraciones socias (ayuntamientos, provincias, departamentos, instituciones…), pero para aquella época la democracia en la fábrica y el control obrero se habían difuminado mucho. Sin embargo, se mantuvo el principio de intentar que el precio de la mercancía que se ofrecía fuera mínimo. De esa manera se mezclaron por completo los conceptos de cooperativa y de empresa pública. Se impuso esa concepción pragmática del cooperativismo, apoyada por el contexto mencionado, y así se creó posiciones de aceptación de créditos y ayudas del Estado también en la escuela liberal italiana (Rabbeno).

La confusión en el concepto de cooperativas en el seno del estado del bienestar después de la II Guerra Mundial siguió igual. En el dominio absoluto de la oligarquía yanqui, en la época en que se ha llamado capitalismo monopolista, siguió siendo necesario el apoyo estatal para la supervivencia de la producción alternativa. Las discusiones entre los cooperativistas se dieron, por tanto, en términos prebélicos; es decir, si esa ayuda debía ser mayor o menor. En cambio, la investigación (casi exclusivamente académica como en el caso del marxismo occidental de la época), se centró más en las diferentes clasificaciones de las cooperativas que en su función. De hecho, algunas cooperativas se convertían en meras formas jurídico-societarias de crecimiento del capital (MCC o Crédit Agricole pueden ser ejemplos conocidos). La mayoría, en cambio, no podía competir en el mercado. Han sido también numerosos hasta nuestros días los intentos de recuperar la idiosincrasia inicial con la pérdida total del espíritu del cooperativismo. La economía social y transformadora (EST) expuesta es un ejemplo idóneo, la cual ha tratado de respetar una serie de principios éticos en una escala limitada. Especialmente en el contexto de la crisis de 2008, como solución al desempleo y la pobreza generalizadas. Ni que decir que han podido suavizar a muy pequeña escala esos problemas cuando lo han conseguido. En el Estado español Coop57 podría ser un ejemplo de ello, con una amplia red de cooperativas de producción y consumo y recursos para su financiación. Esos proyectos hacen un gran esfuerzo por mantener relativamente ciertos principios (al menos cuando la situación se lo permite) y aun siendo los principales referentes del EST, su ámbito de influencia es notablemente limitado. Coop 57, por ejemplo, maneja fondos de unos 50 millones de euros (de los cuales unos 48 son aportaciones voluntarias). MCC, por su parte, recauda 11 millones de euros en un año de facturación y tiene inversiones cercanas a los 335 millones. Es evidente la diferencia en el ámbito de influencia de cada uno.

La narración realizada en este epígrafe ha seguido el relato construido por quienes se autodenominan descendientes del movimiento cooperativista. Pero fuera de esta historia oficial que hemos repasado, el concepto de cooperativismo ha tenido numerosos descendientes bastardos. La autogestión, por ejemplo, ha sido un escudo que, a pesar de ser una palabra que ha recibido muchas volteretas, ha tenido una estrecha relación con el cooperativismo. Desde la guerra civil española o el periodo interbélico italiano hasta las experiencias argentinas de 2001 y griegas de 2008, hechos muy diferentes han sido incluidos en este saco. Además, en el propio movimiento cooperativista surgieron nuevos modelos de cooperativas, con una nueva versión de los principios históricos (fenómeno recogido, entre otros, por Ward, Domar o Vanek).

La reivindicación de la autogestión se ha basado esencialmente en la gestión entre los obreros de las fábricas abandonadas por los propietarios capitalistas, a veces incluso en la supresión de la fábrica a los propietarios. Sea como fuere, al hablar de cooperativas clásicas esos valientes obreros organizados se encontraron con los mismos límites mencionados para defender sus puestos de trabajo. Aunque tarde o temprano no hubiera patrón en la propia fábrica, el cliente con proveedores, banco o monopsonio se convertía en un explotador aún más vil de los trabajadores: acelerar los ritmos de trabajo, bajar los salarios, reducir los costes. La eterna sinfonía del capital entraba desde fuera en cuanto esos obreros intentaban navegar por el mercado. Aunque el análisis de esas experiencias no es el objeto de este artículo, la siguiente pregunta se ha repetido muchas veces en las discusiones y enseñanzas que giran en torno a las mismas: ¿de qué sirve ser dueño de la fábrica si no se acaba con la implacable dictadura del capital?

Por último, también hay otras unidades productivas que, aun siendo totalmente distintas, se denominan cooperativas. Estas son las cooperativas que han surgido en el marco de los procesos de construcción del socialismo: las cooperativas agrícolas fundadas en la Rusia bolchevique, el llamado socialismo autogestionario yugoslavo, las fábricas bajo control obrero italianas… Son fenómenos que se alejan mucho del concepto de cooperativa que manejamos a lo largo de este artículo. Entre ellos también hay un abismo. No obstante, con alevosía alguna puede ser utilizada para negar los límites de las cooperativas. A continuación, pues, nos adentraremos en esa selva, aunque sólo sea por la superficie.

COOPERACIÓN VOLUNTARIA ENTRE PERSONAS LIBRES: COOPERATIVISMO Y SOCIALISMO

Antes de concluir, es preciso subrayar que lo que hemos analizado corresponde a las cooperativas que compiten en el mercado capitalista. Es decir, aquí no hay una crítica absoluta a los principios cooperativistas de solidaridad y colaboración, sino a la elección política de llevarlos a cabo en una sociedad capitalista. ¿No ha desempeñado el concepto de cooperativa ninguna función en la trayectoria del movimiento comunista? ¿No son compatibles estos principios cooperativistas históricos con la construcción del socialismo?

(...) aquí no hay una crítica absoluta a los principios cooperativistas de solidaridad y colaboración, sino a la elección política de llevarlos a cabo en una sociedad capitalista

Fue en la década de 1840 cuando el socialismo asociacionista comenzó a perder peso en el movimiento obrero, en favor del marxismo, especialmente entre los artesanos más castigados por las nuevas máquinas. Sin embargo, la revolución de la división de clases y de las relaciones productivas, difundida a los cuatro vientos por el manifiesto comunista, siguió teniendo menos eco en el seno del heterogéneo movimiento obrero que los sindicatos, las cajas de protección, las huelgas, las mutuas e incluso las cooperativas. Es más, hasta la Comuna de París y la I Internacional Marx seguiría participando en debates políticos sobre este tipo de proyectos, entre otros, con Proudhon o Bakunin. Incluso después de su muerte se repetirían en el seno de la socialdemocracia alemana los mismos lemas del pequeño socialismo burgués. Todos estos instrumentos, incluido el cooperativismo, eran al fin y al cabo muy prácticos y eficaces para aliviar el dolor que suponía la vida de cualquier proletario común de la época. El movimiento comunista, aún más joven en cuanto al cooperativismo que venía dando sus primeros pasos, abordó tres debates que trituraban sus principios teórico-políticos: qué capacidad tiene el cooperativismo para transformar la sociedad capitalista, hasta qué punto el cooperativismo es la antesala del socialismo y qué relación deben tener las cooperativas con el Estado (esto último sólo lo compartía con el resto del cooperativismo, con los liberales inclusive).

El movimiento comunista, aún más joven en cuanto al cooperativismo que venía dando sus primeros pasos, abordó tres debates que trituraban sus principios teórico-políticos: qué capacidad tiene el cooperativismo para transformar la sociedad capitalista, hasta qué punto el cooperativismo es la antesala del socialismo y qué relación deben tener las cooperativas con el Estado

Durante la revolución de 1848 los proletarios de diversos rincones fueron sacados de la sombra de las facciones de la burguesía en el debate político de la sociedad civil y adquirieron un cuerpo propio. Los obreros, cuando por primera vez empezaron a oler la responsabilidad de constituir su propia sociedad civil, empezaron a recuperar las ideas de los antepasados de las anteriores generaciones. La idea del socialismo utópico citada más arriba, que el actual EST repite de una manera tan torpe, fueron para muchos el mejor asidero. Generalizar la producción alternativa de las cooperativas parecía una buena oportunidad. Luis Blanc, por ejemplo, se centró en esos primeros años en la construcción del socialismo a través de cooperativas de producción patrocinadas por el Estado, a partir de debates anteriores. Larga fue también la hilera de charlatanes (entre otros, Lasalle, Bernstein, Proudhon o Bakunin) que con las mismas ideas (con pequeños matices) cautivaron a las masas obreras apasionadas por transformar el orden social.

Sin embargo, si bien Marx dejó claro que la ley de bronce del mercado hacía completamente estéril la limitación del trabajo cooperativo a un círculo local de empresas (como luego han tenido que hacer repetidamente numerosos militantes comunistas), no quedó en esa evidencia. Y no, los elogios del cooperativismo que Marx pronunció hacia la década de los 60 cuando tuvo que compartir mesa en el seno de la Internacional con muchos de esos tramposos a los que antes nos referíamos, no eran meras concesiones tácticas. Marx y Engels hablaban de textos prematuros como «La Ideología alemana», de la diferencia entre la cooperación forzada por la división social del trabajo, es decir, entre el capital y el trabajo, y la cooperación voluntaria. En las cooperativas en las que realmente se respetan los principios cooperativistas, (no, en cambio, en los monumentos ofensivos de la explotación como MCC) se nota la firma de Marx en las declaraciones de la Internacional que defendían que existe la virtud de representar los primeros indicios del socialismo:

«Reconocemos el movimiento cooperativo como una de las fuerzas transformadoras de la sociedad actual, basada en el antagonismo de clases. Su gran mérito es demostrar prácticamente que el actual sistema despótico y pauperizador de subordinación del trabajo al capital puede ser sustituido por el sistema republicano de productores libres e iguales.»

La comuna de París hizo realidad la posibilidad de una cooperación del trabajo o de una asociación libre y voluntaria de productores. He aquí, por ejemplo, el momento en que Marx expresa con mayúsculas la diferencia entre los diferentes cooperativismos en el texto «Guerra civil en Francia»:

«(La comuna de París) Quería convertir la propiedad individual en una realidad, transformando los medios de producción, la tierra y el capital, que hoy son fundamentalmente medios de esclavización y de explotación del trabajo, en simples instrumentos de trabajo libre y asociado. ¡Pero eso es el comunismo, el “irrealizable” comunismo! Sin embargo, los individuos de las clases dominantes que son lo bastante inteligentes para darse cuenta de la imposibilidad de que el actual sistema continúe –y no son pocos– se han erigido en los apóstoles molestos y chillones de la producción cooperativa. Ahora bien, si la producción cooperativa ha de ser algo más que una impostura y un engaño; si ha de sustituir al sistema capitalista; si las sociedades cooperativas unidas han de regular la producción nacional con arreglo a un plan común, tomándola bajo su control y poniendo fin a la constante anarquía y a las convulsiones periódicas, consecuencias inevitables de la producción capitalista, ¿qué será eso entonces, caballeros, más que comunismo, comunismo “realizable”?»

Es precisamente la crítica de la economía política la que traza la frontera entre que la cooperativa sea una pieza para perpetuar el poder todopoderoso del capital o para construir la nueva sociedad socialista. Este «plan común» libera la fraternidad dentro de la fábrica esclava del mercado:

«Imaginemos por fin una reunión de hombres libres que trabajan con medios de producción comunes y emplean, según un plan concertado, sus numerosas fuerzas individuales como una sola fuerza de trabajo social.»

«El producto total de los trabajadores unidos es un producto social. Una parte sirve de nuevo como medio de producción y sigue siendo social, pero la otra se consume y, por tanto, debe repartirse entre todos. El modo de distribución variará en función del organismo productor de la sociedad y del grado de desarrollo histórico de los trabajadores. Supongamos, sólo para establecer un paralelismo con la producción de mercado, que la parte que se da a cada trabajador es proporcional a su tiempo de trabajo, el tiempo de trabajo desempeñaría así un doble papel. Por una parte, su distribución en la sociedad regula la proporción exacta entre las diversas funciones y las distintas necesidades; por otra, mide la parte individual de cada productor en el trabajo común y, al mismo tiempo, la porción que le corresponde en la parte del producto común reservada al consumo. Las relaciones sociales de los hombres en sus trabajos y con los objetos útiles que resultan de ellos permanecen aquí simples y transparentes tanto en la producción como en la distribución».

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