Imanol Satrustegi
@imanols3
2023/05/05

Al final de la dictadura franquista el movimiento obrero de Euskal Herria, al igual que en otros lugares de Occidente a lo largo del llamado Segundo Asalto Proletario a la Sociedad de Clases, consiguió gran capacidad de lucha y movilización. Frente al capitalismo franquista se irguió un torbellino de luchas radicales, asamblearias y unitarias. Gracias a ello, la clase obrera pudo mirarse cara a cara con la dictadura e incluso llegó a poner en apuros el poder del capital. Ante tal amenaza, la burguesía reaccionó y, a lo largo de la Transición, consiguió reconducir la situación, gracias, entre otras razones, al nuevo marco de relaciones laborales nacido de las instituciones democráticas y a la inestimable ayuda de los partidos y sindicatos de la izquierda mayoritaria. ¿Cómo consiguió el capital domesticar la llama obrera que amenazaba su poder? Eso mismo es lo que trataremos de desgranar en las siguientes líneas.

LA LUCHA OBRERA BAJO EL FRANQUISMO

La dictadura franquista fue, desde el primer momento, un régimen con un marcado carácter de clase. Su objetivo fundacional fue detener el programa reformista de la República e impedir el auge del movimiento obrero, que amenazaba los intereses de las élites económicas. Para ello, se prohibieron y persiguieron todas las organizaciones de izquierda, se impidió la reproducción política de la clase obrera, e incluso, se quiso borrar al proletariado del vocabulario, sustituyéndolo por el ambiguo término de productores. Además, siguiendo al ideal corporativista del fascismo, se trató de hacer desaparecer la lucha de clases por decreto, regulando los diversos aspectos de la vida social y laboral del país de manera autoritaria, especialmente a través del Sindicato Vertical. La mano de obra fue disciplinada a través de la represión. Por todo ello, una de las consecuencias de la Guerra Civil fue la desaparición del movimiento obrero, lo que provocó el descenso del salario real y el aumento del beneficio empresarial.

Sin embargo, la España franquista empezó a vivir profundos cambios en la década de 1950, cuando se enganchó al crecimiento de la llamada Edad de Oro del Capitalismo a través del Pacto Hispano-Americano de 1953 y del Plan de Estabilización de 1959. El denominado Desarrollismo sacó a España del retraso económico e industrial de la posguerra. Aquel crecimiento económico se basó principalmente en el capitalismo de modelo fordista y modificó por completo la naturaleza y composición de la mano de obra. La mecanización de las labores del campo expulsó la mano de obra hacia las ciudades, donde en pocos años se crearon fábricas y empresas de sectores que hasta entonces no habían formado parte del paisaje industrial –especialmente las diferentes ramas del metal (automoción, electrodomésticos, etc.), pero también otros como la química –. Para aquel entonces, Bizkaia y Gipuzkoa ya contaban con un larga historia industrial y urbana, pero fue entonces cuando se modernizaron las estructuras económicas y sociales de Nafarroa y Araba.

Fue en aquel contexto de crecimiento económico y transformaciones sociales en el que se fue gestando la formación de una nueva clase obrera. El Desarrollismo abrió las puertas a un nuevo marco de relaciones laborales, y con ello se inició un nuevo periodo de conflictividad laboral, sobre todo desde la aprobación de la Ley de Convenios Colectivos de 1958. Cuando surgió el conflicto social, aquella nueva clase obrera necesitó de recursos materiales y culturales para defender sus intereses. Poco a poco, fruto de las vivencias padecidas y compartidas –como las experiencias de explotación, los espacios de socialización obrera, las necesidades económicas o las luchas colectivas–, aquella clase obrera fue forjando una nueva identidad (es decir, una nueva subjetividad o un nuevo nosotros). Dicha identidad se articuló en términos de clase, lo que provocó que el proletariado fuera tomando conciencia de sí mismo y se acabaría constituyendo como sujeto histórico.

Poco a poco, fruto de las vivencias padecidas y compartidas, aquella clase obrera fue forjando una nueva identidad (es decir, una nueva subjetividad o un nuevo nosotros). Dicha identidad se articuló en términos de clase, lo que provocó que el proletariado fuera tomando conciencia de sí mismo y se acabaría constituyendo como sujeto histórico

Los primeros pasos de aquel primer movimiento fueron tímidos y arduos. La represión era muy dura y el recuerdo de la guerra civil pesaba mucho. Pero a mediados de la década de 1960 eclosionó, articulado principalmente en torno a las Comisiones Obreras (CC. OO.). Lejos de ser un sindicato de corte clásico, CC. OO. era, más bien, un movimiento sociopolítico asambleario y unitario, en el que participaban y colaboraban distintas fuerzas políticas y sociales. El Partido Comunista de España (PCE) era el principal dinamizador de CC. OO. y controlaba las comisiones y las coordinadoras de la mayoría de regiones del Estado español. Pero, además, también participaban cientos de militantes de origen cristiano, los distintos partidos de la izquierda revolucionaria (como ORT, PTE, MCE o LCR-ETA VI, que tenían especial incidencia en Hego Euskal Herria[1]), militantes cristianos, trabajadores independientes sin filiación política e incluso el Frente Obrero de ETA. El resto de fuerzas sindicales –la socialista Unión General de Trabajadores (UGT) y la cristiana Unión Sindical Obrera (USO)–, en cambio, salvo en algunas regiones o zonas concretas, tenían mucho menos arraigo y fue C­C. OO. quien lideró el movimiento obrero. Sin embargo, el movimiento obrero antifranquista era mucho más que eso, puesto que en aquel torbellino de movilizaciones se entrecruzaban un sinfín de dinámicas asamblearias y unitarias de base, que a menudo sobrepasaban el control de partidos y sindicatos, como los Comités Obreros –de fuerte implantación en Gipuzkoa–, la Coordinadora de Comisiones Representativas de Fábricas en Lucha de Vitoria-Gasteiz o las diversas iniciativas impulsadas por la autonomía obrera en diferentes territorios. Tal y como nos contaba un militante obrero de la época, «las asambleas lo eran todo»[2].

Durante muchos años, cierta bibliografía defendió que la acción movilizadora de la oposición antifranquista estaba impulsada por motivaciones meramente economicistas o consumistas. Es decir, se afirmaba que la clase obrera aspiraba a instaurar una suerte de estado del bienestar, privado por la dictadura, sin plantearse transformaciones sociales más profundas. Sin embargo, la minoría militante que se movilizaba no lo hacía por conseguir la democracia liberal parlamentaria o una simple mejora de las condiciones de vida. La mayoría de fuerzas políticas que actuaban en la clandestinidad eran organizaciones con programas revolucionarios, es decir, tenía programas políticos, que, bajo las diferentes definiciones de socialismo, planteaban futuros alternativos al capitalismo. Lejos de ser algo descabellado, la opción de una revolución parecía plausible en cualquier lugar del mundo, ya que el contexto de la Guerra Fría y los ecos del Mayo del 68 parecían ayudar. Por tanto, podemos decir que se convocaban asambleas, se preparaban saltos y se organizaban huelgas con el objetivo de impulsar una transformación social profunda de la sociedad. Ese anhelo funcionaba como aliciente que impulsaba el resto de luchas y las mejoras laborales estaban subordinadas a ese fin superior.

Además, debido al carácter de clase de la dictadura y a la identificación de la patronal con esa, las luchas del movimiento obrero adquirían un carácter político y de antirégimen. Cualquier reivindicación laboral o económica, por pequeña que fuera, se oponía al modelo vertical de relaciones laborales de la dictadura, y por lo tanto, podía ser objeto de represión. Además, a partir de cierto punto, los golpes represivos, lejos de contener o paralizar las reivindicaciones, radicalizaba, ampliaba y politizaba las luchas. Asimismo, los partidos políticos de la oposición se afanaban por incluir reivindicaciones de carácter político en las plataformas reivindicativas que presentaban a la patronal. Esto se hacía con el objetivo de que la clase obrera tomara conciencia de la necesidad de ligar las reivindicaciones cotidianas con las luchas políticas de mayor alcance, aunque luego normalmente se negociara «con las cosas de comer». Por todo ello, podríamos decir que en los últimos años de la dictadura, el movimiento obrero era mucho más que mero sindicalismo; tenía un fuerte contenido político y se convirtió en la columna vertebral de la oposición antifranquista.

Podríamos decir que en los últimos años de la dictadura, el movimiento obrero era mucho más que mero sindicalismo; tenía un fuerte contenido político y se convirtió en la columna vertebral de la oposición antifranquista

Por último, cabe destacar que algunos rasgos característicos de las movilizaciones del tardofranquismo tenían importantes elementos solidarios y comunitarios, para nada individualistas o economicistas. Por ejemplo, en aquella época eran habituales las huelgas de solidaridad, es decir, las que se hacían para apoyar a otros centros de trabajo en conflicto. Esas suponían la pérdida de una parte del salario con el único objetivo de apoyar a otros miembros de la misma clase. Asimismo, se exigían aumentos lineales, aumentos salariales no proporcionales para que los de menor sueldo ganaran más, que tenían cierto carácter igualitarista que superaba toda reivindicación egoísta.

En aquella época, se convirtió habitual interrumpir la jornada de trabajo para realizar asambleas, y según nos relatan antiguos miembros del movimiento obrero, era raro el mes en el que se cobraba el salario entero, debido a los numerosos paros que se celebraban[3]. Además, cuando se producían detenciones a militantes del movimiento obrero, sus compañeros de trabajo solían convocar paros de inmediato para exigir su puesta en libertad, y el propio empresario se veía obligado a rogarles a las autoridades que lo liberaran, para así poder retomar la producción[4].

A lo largo de la primera mitad de los 70, el auge de las luchas fue continuo y, a partir de cierto momento, el éxito de las movilizaciones estuvo casi garantizado. En ocasiones, la autoridad de la patronal se llegó a poner en cuestión y, a menudo, no les quedaba más remedio que aceptar la mayoría de las reivindicaciones de la plantilla. En una fábrica de Tafalla, por ejemplo, con mucho esfuerzo se consiguieron subidas salariales de hasta un 34 % anual, se abolieron las horas extras y consiguieron que se hicieran fijos a los trabajadores eventuales de la plantilla: «era un momento que se ganaba todo»[5]. Asimismo, un trabajador de la Superser de Pamplona nos relataba lo siguiente:

«Llegó un momento, teníamos tanta fuerza, que éramos los amos de la barraca de arriba abajo. (...) Nos perdía el exceso de fuerza. Se consiguen muchas cosas, es decir,¡joe! (...) cumplía los años alguien y había una fiesta. En la cadena: los cronometradores no se atrevían a bajar. Los corrías a boinazos con lo cual tenías unos topes [parámetros que medían el rendimiento que debían trabajadores, por ejemplo, cuántas piezas debían producir en una hora]… que, con lo cual, igual había unos puestos de trabajo que a las tres horas habías acabado el trabajo. E iban a tomar el sol a la terraza y los veía toda la dirección. O sea, era un poder… era un contrapoder en realidad»[6].

LA CRISIS DE LA DICTADURA Y LA TRANSICIÓN SINDICAL

El movimiento obrero creció y desarrolló herramientas efectivas para la lucha. La solidaridad obrera funcionaba y eran capaces de arrancar conquistas a la patronal. Existía una gran capacidad de presión. Además, la represión, lejos de contener o erradicar las protestas, provocaba que esas se radicalizaran y extendieran. Las protestas sociales empezaban a poner en cuestión la autoridad de la patronal y el régimen franquista temió perder el control de la calle. Ante tal situación, las rentas del trabajo crecieron por encima de las del capital, es decir, la tasa de beneficio de los empresarios se redujo. La minoría militante, ante el auge de las luchas, vio la situación con euforia y por momentos creyó que se encontraba ante una situación prerrevolucionaria. A mediados de los años 70 el régimen franquista se encontraba contra las cuerdas.

Por si todo eso fuera poco, la crisis económica complicó aún más la situación. El aumento del precio del petróleo golpeó la débil y dependiente economía española, puso fin al crecimiento económico del capitalismo keynesianista-fordista de posguerra y desencadenó el descenso de la actividad económica, la desinversión y el paro. El movimiento obrero, bien organizado y movilizado, quiso hacer frente al alza de los precios con más movilizaciones, lo que provocó fuertes aumentos salariales. Pero, al mismo tiempo, la clase empresarial optó por reflejar esos aumentos, una vez más, en los precios de consumo. La clase obrera y la patronal trataron de que el coste de la crisis recayera sobre el otro, provocando una espiral inflacionista, que llegó a ser de 28,4 % en agosto de 1977.

La oposición antifranquista erosionó la dictadura y la crisis acabó imposibilitando su continuidad. Por un parte, la dictadura ya no era capaz de contener las movilizaciones de la oposición y los golpes represivos en vez de paralizar a la oposición la radicalizaban. Por otra parte, ante el final del periodo de crecimiento desarrollista, la economía española requería de profundas reformas. Sin embargo, la dictadura no era capaz de realizarlas, ya que contaba cada vez con menos margen de maniobra. Además, existía el temor de que el ejemplo de la Revolución de los Claveles de Portugal (1974-1976) pudiera cundir en España. La dictadura había dejado de ser útil para las élites franquistas y la burguesía. Por lo tanto, tuvieron que optar por improvisar la demolición controlada de la dictadura para dotar al capitalismo español de un nuevo marco legal que contara con la aceptación de la oposición y la suficiente legitimidad para acometer las reformas económicas necesarias, todo ello sin tocar las bases principales del sistema económico.

Tuvieron que optar por improvisar la demolición controlada de la dictadura para dotar al capitalismo español de un nuevo marco legal que contara con la aceptación de la oposición y la suficiente legitimidad para acometer las reformas económicas necesarias, todo ello sin tocar las bases principales del sistema económico

Fue en ese intervalo de tiempo cuando las expresiones asamblearias y unitarias del movimiento obrero alcanzaron su cenit. En Bizkaia, por ejemplo, en septiembre de 1976 se creó la Coordinadora de Fábricas de Vizcaya que reunía a los delegados elegidos por los trabajadores de las asambleas de las fábricas más importantes de toda la provincia. En Errenteria, por su parte, entre 1976-79 estuvo activa la Asamblea Popular, un órgano de participación y contrapoder popular que organizaba y coordinaba movilizaciones y que también servía para discutir diversos aspectos de la vida política y social.

Fue en ese intervalo de tiempo cuando las expresiones asamblearias y unitarias del movimiento obrero alcanzaron su cenit

Tras la muerte del dictador, las élites franquistas pretendieron implantar una reforma superficial de la dictadura para prolongar el llamado franquismo sin Franco. Pero la oleada de las movilizaciones del invierno-primavera de 1976, con los sucesos de Vitoria-Gasteiz como jalón principal, desbordaron completamente al Gobierno. Arias Navarro tuvo que dimitir, y tras la llegada de Adolfo Suárez al Gobierno, el Régimen tuvo que dar su brazo a torcer, aceptar la participación de la oposición y caminar hacia la creación de un sistema constitucional y parlamentario equiparable a las democracias liberales de Europa. Todo el proceso se produjo bajo férreo control del Estado, cerrando toda vía a una salida abrupta o rupturista. Solo entonces se pudo empezar a atisbar la posibilidad de que una apertura podría culminar en una posible democratización del Estado.

Ante los cambios que se avecinaban, el movimiento obrero y las organizaciones sindicales se prepararon para adaptarse a la nueva situación. En el seno de CC. OO., la mayoría de militantes y grupos políticos era partidario de aprovechar la hegemonía que CC. OO. tenía sobre el movimiento obrero para convertir dicha organización en una Central Sindical Unitaria que agrupara a toda la clase obrera, independientemente de su filiación política. Sin embargo, ni UGT ni USO –que hasta entonces habían tenido un papel modesto, pero que estaban creciendo mucho– estaban por la labor de formar una central sindical unitaria y preferían un modelo sindical plural similar al de otros países europeos. En ese contexto, en el que parecía que la naciente libertad sindical iba a traer, al mismo tiempo, división entre las distintas centrales, se celebró la Asamblea de Barcelona en julio de 1976: el principal hito de la transición sindical de CC. OO. En dicha asamblea, celebrada todavía en la clandestinidad, la corriente mayoritaria del sindicato, liderada por el PCE, adoptó la decisión de convertirse en un sindicato al uso, aceptando de facto la división sindical. Solo algunas de las corrientes revolucionarias de CC. OO. se opusieron, como los partidos maoístas ORT y PTE, que no aceptaron la decisión, se escindieron y creando sendos sindicatos de carácter radical y unitario.

EL PACTO SOCIAL Y LA RESISTENCIA

Tras el franquismo, debido a la crisis económica, las elites y la burguesía necesitaban nuevas fuentes de legitimidad para el capitalismo español, además de un marco estable para poner las bases de la recuperación económica. Las medidas económicas se iban a centrar en la recuperación del excedente empresarial, y por tanto, sin duda iban a provocar que el coste de la crisis recayera sobre las espaldas de la clase obrera. Pero todas esas medidas no se podrían implementar con el movimiento obrero movilizado. Para ello, el Gobierno y las élites necesitaban de la colaboración de los principales partidos y sindicatos de izquierda y que esos postergaran sine die sus expectativas de cambio social, a cambio de la democratización del Estado y un espacio en el nuevo panorama político. En las primeras elecciones de la era postfranco, el 15 de junio de 1977, la mayoría de los electores apoyó a las candidaturas favorables a un cambio moderado y a la democratización de las instituciones.

Tras los comicios, esa propuesta se concretó en el espíritu del consenso, que en la vertiente sociolaboral adquirió la forma de los Pactos de la Moncloa, firmados en otoño de ese mismo año. En dichos pactos se acordaron las primeras medidas económicas contra la crisis. Se priorizaba la recuperación de los beneficios empresariales, la liberalización de la economía, y sobre todo, la contención salarial para reducir la inflación. Dichas medidas iban a afectar negativamente en las condiciones de la clase obrera, pero tanto PSOE como PCE, así como sus respectivas organizaciones sindicales (CC. OO. y UGT), aceptaron dichas medidas y se comprometieron a limitar la movilización obrera, a cambio de ciertas contrapartidas sociales y políticas. En la práctica eso significaba dar por bueno el naciente régimen monárquico y capitalista. Todo ello se justificó afirmando que no había correlación de fuerzas suficiente para provocar cambios sociales más profundos y que había que evitar una nueva guerra civil o una involución hacia la dictadura. Esa tregua entre la oposición y el Gobierno, declarada para facilitar la implantación del nuevo régimen, fue criticada por los sectores más radicales y revolucionarios del movimiento obrero. Denunciaron que se trataba de un pacto social, que tenía por objetivo echar el peso de la crisis sobre las espaldas de la clase obrera.

En dichos pactos, se priorizaba la recuperación de los beneficios empresariales, la liberalización de la economía, y sobre todo, la contención salarial para reducir la inflación. Dichas medidas iban a afectar negativamente en las condiciones de la clase obrera, pero tanto PSOE como PCE, así como sus respectivas organizaciones sindicales (CC. OO. y UGT), aceptaron dichas medidas y se comprometieron a limitar la movilización obrera, a cambio de ciertas contrapartidas sociales y políticas

 La patronal, por su parte, en el primer trimestre de 1976 se había visto contra las cuerdas y completamente deslegitimada debido a su excesiva identificación con la dictadura. Sin embargo, en los meses siguientes aprovechó el impasse para reorganizarse y reforzar su posición. Hasta entonces, la burguesía no había necesitado de un organismo propio, ya que contaba con el sostén y el apoyo de la dictadura, especialmente a través del Sindicato Vertical. Pero a consecuencia del desmantelamiento de las instituciones franquistas, tuvo que iniciar un arduo proceso de reorganización, que culminó en la fundación de la Confederación Española de Organizaciones Empresariales (CEOE) en junio de 1977. La nueva organización empresarial empezó a ganar influencia sobre el Gobierno, especialmente a partir de la aprobación de la Constitución en diciembre del año siguiente. Con ello, la burguesía recuperó el control de la situación y parte de su legitimidad social.

Al mismo tiempo, se fue forjando el nuevo marco de relaciones laborales que condicionaría la lucha de clases en los años siguientes. Las dinámicas asamblearias y unitarias que habían protagonizado la lucha antifranquista perjudicaban seriamente la capacidad de negociación del Gobierno y la patronal. A través del Pacto de la Moncloa y con el Estatuto de los Trabajadores (1981), se institucionalizó un modelo de relaciones laborales basado en la delegación sindical y no en la participación obrera. Las principales centrales sindicales (CC. OO. y UGT) no solo aceptaron el nuevo marco de relaciones laborales, sino que, además, colaboraron con el Gobierno y la patronal para hacer desaparecer las asambleas. Asimismo, se prohibieron de manera expresa las huelgas de carácter solidario o político. A partir de entonces, las reivindicaciones del movimiento obrero se limitaron a cuestiones estrictamente laborales o salariales y la política se virtualizó, quedándose esta reducida a los partidos políticos con representación parlamentaria. Por todo ello, cambió el carácter de las movilizaciones del movimiento obrero, que perdieron potencialidad transformadora. La división sindical ya era una realidad, y las dinámicas asamblearias y unitarias entraron en decadencia.

Frente a ello, los sectores más avanzados del movimiento mostraron una fuerte resistencia. Los sindicatos impulsados por la izquierda radical y la izquierda abertzale, así como la autonomía obrera, se opusieron duramente al Pacto Social de la Moncloa y trataron de que el coste de la crisis no recayera sobre la clase obrera. Para el año 1979, el Gobierno y la patronal acordaron topes salariales de entre el 11 % y el 14 %. El movimiento obrero trató de superar aquellos topes, exigiendo aumentos salariales que al menos fueran similares al alza de los precios. Sin embargo, la patronal, reorganizada y relegitimada, resistió el embate «empresa a empresa» y la mayoría de las movilizaciones acabaron en derrota para la plantilla. Por todo ello, el año 1979 fue el más conflictivo de todo el periodo, pero el carácter de las huelgas pasó a ser defensivo, al contrario que en el ciclo de 1975-76.

La resistencia a la implantación del nuevo marco de relaciones laborales fue especialmente dura en Hego Euskal Herria, donde el movimiento obrero estaba más escorado a la izquierda y los sindicatos favorables a la concertación encontraron resistencia. En los lugares donde la izquierda sindical tenía más fuerza, las asambleas convivieron durante bastante tiempo con el sindicalismo de delegación. Pese a toda la resistencia, la capacidad de lucha del movimiento obrero fue menguando, en algunos casos porque los partidos que lo habían impulsado desaparecieron, como ORT y PTE, y en otros, a consecuencia de los procesos de expulsión y depuración ocurridos en los sindicatos mayoritarios (los trotskistas de LC que militaban en UGT fueron expulsados en 1978 y la dirección de CC. OO. de Nafarroa, favorable a EMK, al año siguiente). Una parte de lo que quedó de la izquierda sindical de Euskal Herria fue agrupándose en las llamadas Candidaturas Unitarias de Izquierda, que posteriormente en 1985 acabaron formando ESK-CUIS. Por otra parte, Langile Abertzaleen Batzordeak (LAB) fue ocupando el espacio del sindicalismo radical y asambleario, y despuntó especialmente a partir de la lucha contra la reconversión industrial promovida por el Gobierno socialista en los 80. En otros territorios del territorio español, también hubo fuerte resistencia, como en Asturias, donde estaba la Corriente Sindical de Izquierda (CSI).

A partir de 1982, con la llegada del PSOE al Gobierno, la ofensiva contra la clase obrera se recrudeció. Se empezaron a aplicar las recetas neoliberales y se procedió a la reconversión industrial que acabó con algunas de las fábricas más combativas del movimiento obrero. La terciarización de la economía y el surgimiento de la sociedad de consumo acabaron por desdibujar la identidad de la clase obrera y el movimiento obrero fue desapareciendo como agente político de transformación social.

CONCLUSIÓN

Durante la última década de la dictadura franquista, frente al régimen se alzó un potente movimiento articulado principalmente en torno a las luchas de la clase obrera. En aquella coyuntura, las organizaciones revolucionarias tuvieron incidencia en numerosos sectores, y ayudaron a radicalizar, extender y ampliar las luchas, a menudo a pesar de la política de contención del PCE. Así, el movimiento obrero se levantó como un gigante, por lo que pudo mirarse cara a cara con la dictadura y puso en apuros la autoridad de la burguesía. Muchos de aquellos militantes creyeron que el final de la dictadura se produciría de manera abrupta y se abriría un periodo de cambios profundos en la sociedad que acabaría con la explotación capitalista.

Sin embargo, frente al auge de la clase obrera, la burguesía supo reaccionar a tiempo y utilizó el proceso de cambio político para buscar nuevas fuentes de legitimidad en la democracia parlamentaria. Pese a la experiencia de la lucha antifranquista, el sentido del ciclo de lucha del movimiento obrero fue cambiando a lo largo de la Transición a consecuencia de la crisis económica, la cultura del consenso y la ofensiva de la burguesía. La conflictividad social todavía se mantuvo alta, pero las luchas obreras de los siguientes años tomaron un carácter defensivo. Con el tiempo, las perspectivas revolucionarias que habían alentado las movilizaciones hasta entonces se fueron desvaneciendo.

El sentido del ciclo de lucha del movimiento obrero fue cambiando a lo largo de la Transición a consecuencia de la crisis económica, la cultura del consenso y la ofensiva de la burguesía. La conflictividad social todavía se mantuvo alta, pero las luchas obreras de los siguientes años tomaron un carácter defensivo

Aunque desde la perspectiva actual parezca una ilusión, aquel fue el último intento serio, al menos hasta el momento, de provocar una revolución social. Para algunos sectores de la sociedad todo parecía posible. En realidad, el movimiento obrero estuvo lejos de conquistar sus objetivos, pero existió una intensa pugna entre ese y la élite burguesa, y pese a todo, disputó la hegemonía social al régimen monárquico y parlamentario que se impuso tras la Transición y consiguió dificultar su continuidad.

La ruptura revolucionaria que los militantes revolucionarios esperaban al final de la dictadura finalmente no se produjo, pero la oposición antifranquista sí que obtuvo numerosas victorias parciales. A través del movimiento obrero, por ejemplo, se consiguieron aumentos salariales y mejoras en las condiciones laborales; a través del movimiento vecinal, en cambio, mejoras en las infraestructuras (asfaltado, alcantarillado, alumbrado...) y servicios en los barrios obreros (consultorios, guarderías, casas de cultura…); y los nuevos movimientos sociales, por último, fueron pioneros en numerosas reivindicaciones (feminismo, ecologismo, liberación sexual, antimilitarismo, pacifismo…). Muchos de los derechos que hasta la crisis de 2008 teníamos como imprescindibles e irrenunciables son resultado de las luchas de entonces. Todo ello no habría sido posible sin el trasfondo socialista y revolucionario de aquel movimiento. Los anhelos rupturistas fueron fundamentales tanto para motivar a la minoría militante, como para convencer a otras capas de la clase obrera. Sin el aliciente de la revolución, sin un impulso rupturista cercano, las movilizaciones no habrían sucedido de la misma manera y no se habrían producido las mejoras laborales y sociales que se consiguieron.

Pero, por otra parte, aquellas mismas mejoras (aumento de los salarios, creación del estado del bienestar), si bien a corto plazo pusieron en apuros a la burguesía, al final acabaron por integrar a la clase obrera en el sistema capitalista. El aumento de los salarios se tradujo en consumismo y no en una mayor autoorganización; la democratización del Estado trajo desinterés por la política y no más participación horizontal o asamblearia. Por tanto, podemos decir que el balance de aquel ciclo de movilización fue contradictorio.

Aquellas mismas mejoras (aumento de los salarios, creación del estado del bienestar), si bien a corto plazo pusieron en apuros a la burguesía, al final acabaron por integrar a la clase obrera en el sistema capitalista

NOTAS

[1] Siglas respectivas: Organización Revolucionaria de Trabajadores, Partido del Trabajo de España, Movimiento Comunista de España y Liga Comunista Revolucionaria - Euskadi Ta Askatasuna VIª Asamblea.

[2] Entrevista: J.V.AC. Antsoain, 7/V/2022, FDMHN.

[3] Entrevista a J.M.S.M.A.: Pamplona-Iruñea, 15/XI/2018.

[4] Entrevista a J.G.I y R.O.S.: Pamplona-Iruñea, 10/XII/2020, FDMHN.

[5] Entrevista a J.M.E.Z.: Tafalla, 22/X/2021, FDMHN

[6] Entrevista a J.U.B.: Pamplona-Iruñea, X/2018.

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