En 1979, en el centenario de su propia creación, el PSOE se presentó a las elecciones con el lema “Cien años de honradez y firmeza”, apelando a la tradición e historia del partido para fundamentar su candidatura al poder. La derrota sufrida frente a la UCD fue la base para la transformación de los socialistas, transformación que puso los cimientos para la victoria y acceso al poder del partido en 1982.
El PSOE pasó del folclore y la fraseología marxista a ser el partido de la regeneración, aquel que iba a renovar el viejo Estado, meterlo en Europa y dejarlo tan diferente que no lo reconocería “ni la madre que lo parió” —en palabras de Alfonso Guerra—. La forja del PSOE como partido de Estado, como uno de los mayores pilares de la oligarquía española, comenzó en gran medida en aquella renovación.
EL ASESINATO DEL VIEJO PSOE
El PSOE que se incorporó a la Transición es irreconocible: rechazaba la economía de mercado a favor del modelo yugoslavo del “socialismo autogestionado”, se definía marxista y republicano, reclamaba la abolición de la monarquía impuesta por Franco y proclamaba el derecho de autodeterminación. Felipe González prometía “auditorías de infarto” a las empresas asociadas a la dictadura y criticaba abiertamente la represión del régimen, oponiendo la aniquilada república como modelo.
El PSOE que se incorporó a la Transición es irreconocible: rechazaba la economía de mercado a favor del modelo yugoslavo del “socialismo autogestionado”, se definía marxista y republicano, reclamaba la abolición de la monarquía impuesta por Franco y proclamaba el derecho de autodeterminación
González llegó a la dirección del partido en Suresnes (1974), como sucesor del histórico Rodolfo Llopis, quien se negó a aceptar las resoluciones de ese congreso. En el corto período desde el congreso de Suresnes al congreso del año 1979, los socialistas liquidaron la mayoría de ese programa. De hecho, esta flexible versatilidad para alterar los mínimos ideológicos y la facilidad para un absoluto revisionismo de la historia precedente del partido fueron vitales para postularse como candidato realista a tomar las riendas del Estado. Al fin y al cabo, la UCD, que pretendía representar al centro, quedó irremediablemente manchada con la mácula de ser el gestor del final de la dictadura, y, por la izquierda, el PCE estaba demasiado denostado y criminalizado en aquellos años (el viraje eurocomunista no había dado sus frutos todavía). Ni hablar de AP, que estaba preso de su íntimo vínculo con el franquismo. El rápido y camaleónico cambio del PSOE acertó el momento y el lugar para quedarse con el puesto de partido de Estado en medio de aquel vacío del centro en el espectro político. Combinó una imagen moderna y renovadora con un fundamento político e ideológico capaz de dirigir y continuar con los compromisos de un Estado de clase.
El marxismo había sido declarado, desde la fundación del partido en 1879, como la ideología de partido. El joven PSOE de Pablo Iglesias estaba estrechamente vinculado al movimiento obrero y la lucha por la mejora de las condiciones de vida de los trabajadores, proclamándose deudor de la tradición de Marx y Engels. Es más, todo ello se mantuvo ‒al menos sobre el papel‒ hasta el final de la dictadura. De hecho, es esclarecedora la selección de citas que hace, por ejemplo, Pere Ysàs en el siguiente fragmento sobre el documento político del congreso de 1976:
«El XXVII Congreso se ocupó también de definir la identidad del partido en la “Resolución Política”: el PSOE era un “partido de clase y, por tanto, de masas, marxista y democrático”. De clase, “en cuanto que defendemos y luchamos por el proyecto histórico de la clase obrera: la desaparición de la explotación del hombre por el hombre y la construcción de una sociedad sin clases”. Marxista, “porque entendemos el método científico de conocimiento [y] de transformación de la sociedad capitalista a través de la lucha de clases como motor de la historia”; democrático, “por estar conformados como una organización con la más escrupulosa democracia interna y de funcionamiento, a semejanza de la sociedad nueva que queremos construir, cuya mayor garantía está en las organizaciones que luchan por ella”. El partido se definía también como internacionalista y antiimperialista, solidario con “la lucha de liberación de los pueblos oprimidos por el imperialismo económico o político de otras potencias”».
La posibilidad de “ser” socialista o “revolucionario” sin una práctica política radical, como una tradición que se queda en los discursos, era el arma perfecta para apropiarse de la hegemonía de la izquierda y postularse al mismo tiempo para gobernar
Tal como diversos historiadores señalan, esta reivindicación de la tradición socialista era más una cuestión identitaria para disputar el amplio sentimiento socialista en la izquierda al PCE y los grupúsculos socialistas que una cuestión de programa político. La posibilidad de “ser” socialista o “revolucionario” sin una práctica política radical, como una tradición que se queda en los discursos, era el arma perfecta para apropiarse de la hegemonía de la izquierda y postularse al mismo tiempo para gobernar.
De todas formas, gran parte de esa fraseología hubo que liquidarla para cumplir con el papel histórico que la nueva generación de socialistas querían asignar al PSOE: ser el partido de gobierno del Estado español posfranquista. Semejante tarea titánica de revisión histórica se refleja en textos como Este viejo y nuevo partido. De congreso a congreso, escrito por dirigentes socialistas como Guerra y González para el XXVIII Congreso del partido en 1979. El marxismo histórico declarado del partido se vuelve una mezcla de “marxismo, positivismo y revisionismo” en ese texto dirigido a los militantes, ocultando o disimulando los episodios más radicales de la historia del partido.
En cualquier caso, semejante viraje no fue una maniobra fácil de realizar. De hecho, el citado congreso de 1979 se saldó con la victoria de la vieja guardia que pretendía mantener el marxismo en la definición ideológica del partido. A raíz de ello presentó Felipe González su dimisión como secretario del PSOE, dado que eliminar el marxismo de los estatutos era el necesario corolario del plan del nuevo ejecutivo para hacer al partido apto para gobernar. El propio Alfonso Guerra cita a González, a raíz de la renuncia a la secretaría, declarando que era un golpe de efecto que perseguía superar ese escollo a toda costa:
«Felipe me aseguró que él no podía “tirar del carro” si no creía en el carro, y me sugirió que en el futuro todo se podría reconducir. “Alfonso, así reconstruiremos todo y podremos recuperar la dirección”».
El debate del marxismo eclipsó otros como la eliminación del derecho de autodeterminación, las nacionalizaciones, la revolución, la república etc. En el fondo, la eliminación de todos los elementos ideológicos precedentes de todo lo que no fueran discursos ornamentales y con fines exclusivamente electorales escondía la asunción total del marco legal y, por tanto, político del nuevo Estado. Para aprovechar la oportunidad histórica de cumplir el puesto vacante de partido de Estado, había que asumir el orden del nuevo status quo como proyecto político propio y asegurarse de que toda llamada a transgredir los límites del orden constitucional quedara fuera de la práctica del partido. Como declaraba el propio Felipe González, el principal cambio ideológico fue la de convencer a su estructura y a sus bases de que sus planteamientos políticos debían limitarse al horizonte de posibilidades trazado por la oligarquía en la Constitución:
“Ahora mismo partimos de una realidad –no estamos encarando el futuro sin ningún punto de partida, como ocurrió en el congreso de 1976–; ahora tenemos una base que se llama la Constitución. Por consiguiente, el partido tiene que tener en cuenta que hay un texto básico que nosotros no solo hemos votado, sino que hemos defendido. Y que ese texto es la garantía de la estabilización de la democracia. A partir de la Constitución, a mi juicio, deben construirse una serie de alternativas políticas (…)”.
CAMINO AL PODER
Esa combinación entre radicalismo en las palabras y moderación absoluta en la práctica fue dando sus frutos. En las elecciones de 1977, el PSOE se convirtió en la segunda fuerza más votada y la primera de la izquierda , con el 29,32% de los votos. Sus 118 escaños en el hemiciclo se pusieron al servicio de la construcción del nuevo orden: la Constitución, el inicio del Estado de las autonomía y el “café para todos´” de Clavero, los Pactos de la Moncloa… Pese a todo ello, el PSOE logró hacer ver todas estas medidas como grandes avances respecto al recuerdo de la dictadura, que estaba muy presente, y se presentó como la alternativa rupturista frente al continuismo de la UCD.
Para las elecciones de 1979 había afianzado su posición como el gran partido de la izquierda, desbancando al PCE y absorbiendo las candidaturas socialistas fuera de su poder, como el Partido Socialista Popular-Unidad Socialista que era una coalición de partidos menores con seis diputados. No obstante, aquellas elecciones fueron un fracaso, pues los resultados apenas cambiaron respecto a 1977. El prometido momento del sorpaso no había llegado. Además, en las elecciones municipales del mismo año tampoco logró superar ni en votos ni en concejales a la UCD, lo que lo obligó a llegar a pactos con el PCE en numerosos municipios y a integrar a este en muchos Gobiernos (el PCE tenía un 13% de votos, frente al 28% del PSOE y el 30% de la UCD).
La combinación entre radicalismo en las palabras y moderación absoluta en la práctica fue dando sus frutos. En las elecciones de 1977, el PSOE se convirtió en la segunda fuerza más votada y la primera de la izquierda
Fue en este contexto donde se celebró el ya citado XXVIII Congreso. Mientras los jóvenes renovadores del PSOE querían dar el último empujón para liquidar los obstáculos que impedían llegar al poder, la oposición que formaría la corriente de la Izquierda Socialista dentro del PSOE se opuso frontalmente. El debate planteado por Francisco Bustelo, Gómez Llorente, Pablo Castellano y otros, que ya se habían opuesto a la candidatura de González en Suresnes, se centró en el debate sobre si el marxismo debía continuar en los estatutos o no. En cierta medida, la discusión se amplió hasta cuestionar si el pragmatismo que se practicaba en el partido era excesivo, pero tampoco fue un debate sobre el proceso de claudicación ideológica que ya tenía un largo recorrido en el partido. En definitiva, esta oposición no pasaba de un puñado de intelectuales universitarios que no tenían programa político alternativo alguno, sino simplemente un mero sentimiento de desarraigo hacia el partido. El doble juego del nuevo PSOE entre una fraseología encendida y una práctica demócrata a la baja alimentó el descontento del sector vinculado a ese discurso tradicional que se demostraba papel mojado .
Estas figuras del sector crítico, en su mayoría “socialistas clásicos”, es decir, socialdemócratas en el sentido tradicional del viejo SPD, partían de un descontento general e indicios no muy concretos sobre la necesidad de mantener el marxismo en la definición ideológica, porque renunciar a ello implicaría renunciar “a la lucha de clases” y, por ende, “al socialismo como objetivo último”. Frente a ellos, González y los suyos defendían la necesidad de adecuar las formulaciones ideológicas a la práctica política, lo cual era coherente, pues la asunción del marco constitucional distaba mucho de la construcción del socialismo. De hecho, en los años anteriores al XXVIII Congreso, eran habituales las piruetas en los documentos para tratar de justificar la democracia en construcción como el paso previo al socialismo –precisamente así presentaron al Estado de las autonomías, como preludio del derecho de autodeterminación–.
El doble juego del nuevo PSOE entre una fraseología encendida y una práctica demócrata a la baja alimentó el descontento del sector vinculado a ese discurso del PSOE tradicional que se demostraba papel mojado
Finalmente, como se ha mencionado más arriba, la propuesta de los socialistas recalcitrantes venció en el congreso y González atajó el problema renunciando a la secretaría del partido. Dado que la oposición carecía de un proyecto político que lo respaldara, ya que no disponía de más que un sentimiento folclórico, la renuncia ocasionó un vacío de poder que obligó la convocatoria de un congreso extraordinario.
GOBERNAR
El 28 de octubre de 1982, el arduo trabajo de la nueva generación de socialistas por compaginar la liquidación de todo discurso incompatible con la dirección del Estado con la imagen de frescura e innovación en el imaginario colectivo dio sus frutos. Con una participación del 79,9% del electorado, el PSOE obtuvo el 48,11% de los votos en las segundas elecciones generales tras la aprobación de la Constitución, que se tradujeron en 202 diputados (más de la mitad de la cámara).
Al analizar los resultados de aquellos comicios, queda en evidencia que el partido de Felipe González llenó a la perfección el puesto vacante del partido de Estado progresista. La UCD, arquitecta de la Transición e incapaz de desprenderse de su tufo a franquismo, pasó de 168 diputados a solo 11. Por su parte, el nuevo partido de Adolfo Suárez apenas obtuvo el 2,87% de los votos. Mientras tanto, el ala izquierda representada por el PCE también se hundía con cuatro diputados. En consecuencia, el renovado y ambiguo PSOE, con toda la fraseología izquierdosa pero sin compromisos políticos reales a favor del proletariado, campó a sus anchas apropiándose de ambos bandos.
Evidentemente, en una exposición como esta, centrada en algunos factores determinados, se obvian otros de vital importancia. Es imprescindible mencionar, por ejemplo, la contribución que hizo a la holgada victoria de los socialistas, por un lado, la permisibilidad mostrada por parte de ambos Gobiernos de la transformación (tanto el de Arias Navarro como el de Suárez) –a diferencia de la poca permisibilidad mostrada hacia el PCE, ni qué decir ya de hacia otros partidos–; y, por otro la colaboración activa del servicio de inteligencia franquista, el SECED, para darles facilidades materiales –como pasaportes– al ver venir la Transición y considerarlos aliados potenciales contra la verdadera oposición antifranquista. No obstante, en términos oportunistas, el acierto de las tesis de Suresnes quedó en evidencia. De hecho, el PSOE había pasado de ser uno de los grupos que compartían el espacio socialista tradicional en el antifranquismo, a postularse como un partido demócrata progresista de Estado –con un bipartidismo en ciernes–, a la vez que absorbía a gran parte de esos votantes de izquierda que la resistencia antifranquista había formado desde el exilio y la clandestinidad.
En la casi década y media que el PSOE aguantó en el poder, González personificó la línea de 1974 y estabilizó la fusión entre el partido y el nuevo Estado posfranquista. Las opciones de ruptura política de la Transición se fueron apagando, salvo evidentes excepciones, y la integración del Estado español en el orden occidental capitalista fue definitiva. Bajo el dueto de secretariado (1974-1997) y presidencia del Gobierno, Felipe González y su camarilla acabaron por dar forma al PSOE actual en gran medida. El partido logró dos mayorías absolutas –una en 1982, con 202 diputados, y otra en 1986, con 184–, un Gobierno en solitario en 1989 con la mitad del Parlamento (175 parlamentarios) y, por último, un Gobierno dependiente del apoyo de CIU (Convergència) en 1993, cuando perdió la mayoría absoluta.
El PSOE había pasado de ser uno de los grupos que compartían el espacio socialista tradicional en el antifranquismo, a postularse como un partido demócrata progresista de Estado –con un bipartidismo en ciernes–, a la vez que absorbía a gran parte de esos votantes de izquierda que la resistencia antifranquista había formado desde el exilio y la clandestinidad
El contexto de la primera –y la más gloriosa– victoria del PSOE era aquel de la crisis. La sobreacumulación del centro imperialista fue auspiciada por una inflación de costes, sobre todo energéticos, a raíz de la crisis con la OPEP, combinada con la baja rentabilidad y, por tanto, un paro galopante. En semejante tesitura, la responsabilidad de los partidos gobernantes en países capitalistas fue la de tomar las medidas necesarias para recuperar rentabilidad y atraer inversión extranjera; es decir, eliminar trabajo improductivo, gasto público en servicios gratuitos, condiciones favorables en la venta de la fuerza de trabajo… Quien no obedeciera, fuera del color que fuera el Gobierno, pronto se hallaba falto de divisas, con una balanza comercial deficiente, recibiendo avisos del FMI y un largo etcétera bien conocido. De hecho, estos patrones se muestran repetidas veces en la Latinoamérica de los 80 y en su colofón de la crisis de la deuda.
Volviendo al contexto que enfrentaba el PSOE, González y los suyos ya habían mostrado su lealtad a los mercados internacionales en los Pactos de la Moncloa. Aquellos se firmaron en 1977, a pesar de que todavía no habían accedido al poder y se presentaban como la alternativa de izquierdas a la UCD. De hecho, trataron de capear el temporal de refilón, como si aquellos pactos no fueran con el PSOE, e incluso apoyando la negativa inicial de UGT y CCOO. En cualquier caso, una vez más, decir una cosa y hacer la contraria se confirmó como la vía adecuada para el oportunismo: el brutal deterioro de las condiciones de vida se le achacó a la UCD, y el PSOE pudo venderse como la alternativa en los años siguientes. De todas formas, quedaba claro que el compromiso de este partido con el Estado y la economía de mercado consagrado en la Constitución era inquebrantable. Es más, este compromiso solo se verá reforzado una vez el partido se haga con el control del Estado.
El caso es que el del PSOE no era un caso aislado en Europa. Toda la retahíla de partidos socialistas llamados “neorevisionistas”, que habían renunciado desde mucho antes que el eurocomunismo a la toma del poder y la construcción del socialismo a cambio de la gestión social del Estado capitalista, sucumbieron y asumieron la responsabilidad como gestores del ataque contra el salario directo e indirecto del proletariado para mantener a flote las ganancias . El PSF de François Miterrand, por ejemplo, llegó al poder poco antes de González, y alteró radicalmente su programa ante las exigencias de competitividad internacional. Lo mismo ocurrió con el SPD alemán, que cayó poco después. Lo poco que quedaba de la socialdemocracia que atacó violentamente la vía revolucionaria bolchevique a favor de la negociación entre clases para llegar a reformas sociales se descompuso en esos años. Fuera real o no, todo su programa quedó impotente ante la evidencia de la desaparición del estado de bienestar; no era más que papel mojado y charlatanería.
Buena cuenta de ello da el caso de Carlos Solchaga, ministro de Industria y Energía hasta 1985, y de Economía y Hacienda después. Autocalificado como “social-liberal”, ni siquiera aceptaba el rol preponderante del Estado como parte del programa del PSOE, y definía como las prioridades de su política el control de la inflación y la reducción del déficit público. Precisamente los mismos objetivos que por aquellos años fijaban los Gobiernos conservadores de Tatcher o Reagan (el llamado neoliberalismo). En resumen, apenas había pasado un año del Gobierno del PSOE cuando se promulgó la Ley de Reconversión Industrial y Reindustrializaciones, que dejó a su paso la desaparición de industrias, de 83.000 empleos y 1,5 billones de pesetas gastadas en salvar las ganancias de otros tantos capitalistas. A ello se añaden la reforma del Estatuto de los Trabajadores –con apoyo de la UGT, dicho sea de paso– que inauguró el mercado laboral dual de trabajadores precarios, la reforma de las pensiones del 85 que ampliaba el período de cotización… Gracias a todo ello, el propio Solchaga celebraba que “en España es donde más dinero se gana en menos tiempo”.
Esta historia de las medidas del “socialismo liberal” para el saqueo de los salarios del proletariado es larga, y llega hasta la pérdida del Gobierno ante el PP y el estreno del turnismo bipartidista en 1993. El hecho de que ese mismo año el PSOE llegara a un acuerdo con CiU da cuenta del carácter netamente liberal del programa del gobierno.
EL NUEVO ESTADO DEL PSOE: INTEGRACIÓN Y REPRESIÓN
Un agente del ya mencionado servicio secreto franquista, el SECED, decía lo siguiente sobre las conversaciones mantenida con el PSOE con anterioridad a Suresnes, según recoge Alfredo Grimaldos:
«En el SECED nos propusimos empezar a reunimos con ellos, para ver hasta dónde llegaba su izquierdismo, su ímpetu revolucionario, su afán izquierdista… y tratar de acercarlos hacia posiciones más templadas, menos radicales, más en la línea de la moderación pragmática que les recomendaba Willy Brandt (...) Después de cada encuentro redactábamos un informe para el Servicio, (...) Nuestra impresión entonces era que el líder ideológico, el que pensaba más largo, más rápido y con más calado era Pablo Castellano. El mayor peso moral lo tenía Nicolás Redondo. Felipe González nos pareció un conversador ágil, brillante, con “charme”… Pero, de pronto, sacó un largo cohiba, lo encendió con parsimonia y se lo fumó como un sibarita. A mí ese pequeño detalle me chocó, me extrañó. Era un trazo burgués que no encajaba con sus calzones vaqueros, ni con su camisa barata de cuadros, ni con su izquierdismo… En mi informe oficial no mencioné esa bobada del habano ni lo que me sugirió. Pero en mi agenda privada de notas sí que escribí: “Felipe González, el sevillano, parece apasionado pero es frío. Hay en él algo falso, engañador. No me ha parecido un hombre de ideales, sino de ambiciones”» .
Naturalmente, no pasa de ser un testimonio policial torpe y sin valor más allá de lo anecdótico, pero captura la esencia del nuevo PSOE. El proyecto de Estado que traía la dirección de jóvenes era, fundamentalmente, de modernización del Estado franquista, no de su alteración. Como se ha visto, el viejo programa fue relegado a lo ornamental, a lo folclórico. Como se verá a continuación, el programa político lo marcaban los compromisos necesarios para que España fuera aceptada en el bloque occidental de la Guerra Fría como miembro de pleno derecho. En ese sentido, no hay mayor diferencia con la tecnocracia franquista o la UCD, más allá de contar con el pasado político adecuado para sostener la Transición, de lo cual carecían aquellos. El PSOE dejó de ser un partido definido y con programa, para convertirse en un canal para asentar el nuevo Estado español.
Ya en el XXVII Congreso de 1976, clave en el proceso de liquidación ideológica del partido, estuvo presente una nutrida representación de la socialdemocracia europea: Willy Brandt (SPD), Olof Palme (SAP), Mitterrand (PSF), Pietro Nenni (PSI) y Michael Foot (Partido Laborista)
El compromiso definitivo con el capital occidental y el imperialismo lo selló la adhesión a la OTAN. El proyecto de integrarse en el bloque occidental a las órdenes de EEUU ya era una ambición del Estado franquista desde hacía muchos años, pero precisamente el éxito del proyecto de Gónzalez se basaba en que el PSOE tenía la mano adecuada para culminar este objetivo. Ya en el XXVII Congreso de 1976, clave en el proceso de liquidación ideológica del partido, estuvo presente una nutrida representación de la socialdemocracia europea: Willy Brandt (SPD), Olof Palme (SAP), Mitterrand (PSF), Pietro Nenni (PSI) y Michael Foot (Partido Laborista).
No es de extrañar, por tanto, el amplio apoyo de otros países con el que contó González para meter al Estado español en la CEE en 1985: tanto socialistas como Mitterrand –que abogó a favor de su candidatura– o Bettino Craxi en Italia, como conservadores tales como Köhl en la RFA o Tatcher. En general, González defendió su propuesta de integración como refuerzo de su membresía en la OTAN.
De hecho, existe abundante literatura que trata la intervención externa aún antes, la cual fue determinante en la construcción del PSOE renovado de González, especialmente aquella del SPD y la CIA. Por poner un ejemplo, Grimaldos destaca que los yanquis, temerosos de repetir una transición “fuera de control” como la revolución de los claveles en Portugal, intervinieron de la siguiente manera:
«Los servicios secretos norteamericanos y la socialdemocracia alemana se turnan celosamente en la dirección de la Transición española, con dos objetivos: impedir una revolución tras la muerte de Franco y aniquilar a la izquierda comunista. Este fino trabajo de construir un partido “de izquierda”, para impedir precisamente que la izquierda se haga con el poder en España, es obra de la CIA, en colaboración con la Internacional Socialista. El primer diseño de esta larga operación se remonta hasta la década de los sesenta, cuando el régimen empezaba ya a ceder, inevitablemente, bajo la presión de las luchas obreras y las reivindicaciones populares. El crecimiento espectacular del PCE y la desaparición de los sindicatos y partidos anteriores a la Guerra Civil, especialmente la UGT y el PSOE, hacen temer una supremacía comunista en la salida del franquismo» .
Conforme avanzaba la Transición, la connivencia americano-alemana se fue intensificando: los 200 millones de pesetas recibidas por la UGT por parte de sindicatos amarillos de EEUU, el dinero de la CIA que fluyó a través de la fundación Ebert Stiftung del SPD hacia el PSOE y el PS portugués, o el apoyo de Kissinger y Helmut Schmidt para que el PSOE no entrara a la Junta Democrática
Y se suma abundante documentación como prueba de estos vínculos. El propio Joan Garcés, del sector crítico apartado del PSOE, menciona a Carlos Zayas, miembro de la primera candidatura del nuevo PSOE, y lo cita:
“[Zayas] aparece informando asiduamente a la Embajada [estadounidense] sobre personas de sensibilidad socialista susceptibles de sumarse a combatir al Partido Comunista si recibieran los apoyos materiales que buscaban. Zayas señalaba, entre otros, a Joan Raventós Carner en Barcelona, a José Federico de Carvajal y a Mariano Rubio, al tiempo que desvelaba como principal agente del Partido Comunista en Madrid a Federico Sánchez”.
Conforme avanzaba la Transición, esta connivencia americano-alemana se fue intensificando: los 200 millones de pesetas recibidas por la UGT por parte de sindicatos amarillos de EEUU, el dinero de la CIA que fluyó a través de la fundación Ebert Stiftung del SPD hacia el PSOE y el PS portugués, el apoyo de Kissinger y Helmut Schmidt para que el PSOE no entrara a la Junta Democrática… La lista es interminable y el entramado PSOE-SPD-CIA era tan amplio como evidente. Además del libro de Grimaldos, hay otros mil libros y textos que recogen interminables pruebas sobre esta colaboración y su intencionalidad anticomunista –no solo contra el PCE, pues también este pronto entraría en una senda de integración, pero sí principalmente–.
Valga como síntesis del espíritu de esta red la cita de José Mario Armero, abogado de grandes capitales americanos, y su vínculo con el Estado español. Entre otras cosas, es famoso por haberse entrevistado con Carrillo por aquellos años para canalizar la legalización del PCE bajo la condición de su integración en el Estado. Dice así:
“La realidad demuestra que hoy en España gobierna un partido socialdemócrata, europeo, occidentalista, pronorteamericano y decididamente atlantista. En un año de gobierno, los hombres del PSOE han cumplido un papel realmente singular: la casi destrucción de la izquierda tradicional española, en buena parte marxista y revolucionaria, que seguía una tradición muy distinta a los nuevos derroteros que han tomado los jóvenes dirigentes socialistas. Realmente nada tienen que ver con Pablo Iglesias, ni con Francisco Largo Caballero, ni siquiera con Rodolfo Llopis.Y han conseguido sustituir lo que siempre se ha considerado como izquierda por una socialdemocracia, que es un amplio fenómeno donde cabe la libre empresa, la propiedad privada, los europeos, los norteamericanos y la OTAN”.
Y precisamente la integración en la OTAN fue uno de los pilares fundamentales de toda esta integración del Estado español en el imperialismo occidental. El proceso de la integración en la OTAN tenía un largo recorrido: había comenzado durante el Gobierno de Calvo Sotelo, cuando el PSOE se oponía frontalmente. De hecho, junto con el lema de “OTAN, de entrada NO”, el PSOE se comprometía a celebrar un referéndum sobre la permanencia en la Alianza Atlántica.
Para poder disfrutar de los privilegios de pertenecer al centro imperialista y recibir parte de las ganancias (internacionalización, acceso a financiación, sistema de patentes, libre circulación…), también se debían asumir las responsabilidades y aportar a la maquinaria de guerra dirigida por Washington
Todo cambió al llegar al Gobierno, y se demostró que las protestas precedentes no eran más que papel mojado electoral. Al fin y al cabo, la adhesión a la alianza militar estuvo indisolublemente unida a los apoyos que recabó González de otros Gobiernos para la integración en la CEE, por ejemplo. De esta manera, si se quería disfrutar de los privilegios de pertenecer al centro imperialista y recibir parte de las ganancias (internacionalización, acceso a financiación, sistema de patentes, libre circulación…), también se debían asumir las responsabilidades y aportar a la maquinaria de guerra dirigida por Washington . A modo de ejemplo, el cambio de postura del democristiano Köhl sobre la admisión del Estado español en la CEE vino de la mano –aunque fuera simbólicamente– de la declaración de Felipe González a favor de los “euromisiles” que debían colocarse en la RFA. De hecho, Mitterrand defendió la entrada de España a la CEE como garantía de su permanencia en la OTAN. Como se ha expuesto más arriba, el PSOE ya había asumido la responsabilidad del poder del Estado capitalista, e integrarse en el bloque occidental era la mejor oportunidad para el gran capital español. A aquellas alturas, por tanto, no había debate real que dar, solo apariencias que guardar.
Y así, escudándose en que no podía ponerse en peligro la candidatura a integrarse en la CEE, altos cargos del partido y del Gobierno comenzaron a cambiar la postura, primero a una opinión ambigua, y después favorable a la OTAN. ¡Hablamos de un partido que apenas diez años antes se presentaba como antimperialista! El propio Luis Solana defendía la no alienación en la Guerra Fría y condenaba el atlantismo. Sin embargo, naturalmente, este viraje no cuajó fácilmente, y la dirección tuvo su desquite con la oposición de sus propios militantes en el XXX Congreso de 1984. Mucho más fuerte fue la contestación en la calle, especialmente por parte de movimientos y organizaciones independientes, tales como Herri Batasuna. Esto obligó al Gobierno a convocar el prometido referéndum.
El hecho de que el primer Gobierno socialista lograra, en tan poco tiempo, una colaboración que el viejo franquismo ambicionaba desde tiempo atrás es una prueba notable de que el nuevo proyecto representado por el PSOE era más efectivo también en términos represivos, al igual que ya lo había demostrado en términos de integración en el bloque occidental
Para poder hacer equilibrios entre su imagen joven, rebelde e idealista y su política pragmática de compromisos de Estado, González y su camarilla optaron por una agresiva campaña. Jugaron la carta de pintar un panorama catastrófico para una posible victoria del “no”, así como la de sugerir un vacío de poder en el Gobierno en tal caso; es decir, jugaron la misma carta que se utilizó en el XXVIII Congreso. Tampoco puede pasarse por alto el imprescindible apoyo del PNV, CiU y otros. Al final, toda la oposición de aquel PSOE quedó en un acuerdo que limitaba la adhesión, la cual no sirvió de nada cuando Aznar pasó por encima en 1997 y decidió la adhesión a la estructura militar integrada de la alianza.
La contraparte necesaria de la claudicación política fue la represión contra aquellos que no lo hicieran. Al igual que en la lucha contra la OTAN, el PSOE afrontó constantemente la esquizofrenia entre mantener su relato de la gesta de los jóvenes renovadores combatiendo la vieja España y sus compromisos políticos reales con los círculos empresariales estatales e internacionales.
La liquidación ideológica y conversión de los objetivos del Estado capitalista español en programa del partido sintetiza el espíritu de la forja del PSOE de la Transición. El nuevo PSOE que representaba al nuevo viejo Estado
Apenas habían transcurrido dos años desde la asunción del poder por González cuando el ministro de Interior, José Barrionuevo, firmó un acuerdo con su homólogo francés, Gaston Deferre, para perseguir a los militantes refugiados en Iparralde. Estos “acuerdos de la Castellana” de 1984 fueron un éxito en toda regla de la integración lograda por el PSOE. El hecho de que el primer Gobierno socialista lograra, en tan poco tiempo, una colaboración que el viejo franquismo ambicionaba desde tiempo atrás es una prueba notable de que el nuevo proyecto representado por el PSOE era más efectivo también en términos represivos, al igual que ya lo había demostrado en términos de integración en el bloque occidental. Así, a través de la colaboración de la socialdemocracia internacional –artífice del PSOE de González–, se consiguieron las ansiadas herramientas para aplastar al muy activo movimiento político de ruptura que subsistía en Euskal Herria, el MLNV, y también en otros territorios. De hecho, tras la victoria de los conservadores franceses en 1986, el acuerdo se mantuvo y fue ampliándose. El PSOE era, en definitiva, la encarnación de la modernización del Estado capitalista español.
Asimismo, desde el mismo origen del Estado constitucional nació la supuesta excepcionalidad de suspensión de los derechos fundamentales. La Zona Especial Norte (ZEN) en 1983, la Ley Orgánica 9/1984, la introducción del delito de apología en el Código Penal… Las medidas excepcionales se convirtieron en rutinarias: los controles indiscriminados, la violación del domicilio y de la intimidad, la elusión del control judicial, la invasión policial de Hego Euskal Herria, la tortura y un largo etcétera.
La corona del plan de liquidación de aquel movimiento fueron, sin duda, los GAL. El movimiento de organizaciones y militancia revolucionaria comprometida hacía ver las costuras del nuevo viejo Estado y, a su vez, dejaba en evidencia lo vacío de los discursos y de la fraseología del PSOE, tratando de hacerse ver como la izquierda por excelencia: campañas contra la OTAN, la Policía y el Ejército; el apoyo a las luchas obreras; el derecho de autodeterminación… Todo ello estaba en el punto de mira del Estado, que necesitaba paz social o, al menos, un nivel de conflicto asumible. Era necesario integrar a la oposición antifranquista en el Estado, como se lograría con el PCE de Carrillo. No obstante, con el MLNV y otros eso no era posible, y el PSOE añadió a todas las medidas ya mencionadas el asesinato directo de militantes. Dicha matanza, centrada en los refugiados de Iparralde, se perpetró directamente desde los cuerpo policiales y militares del Estado, financiados por fondos reservados y bajo órdenes directas de la directiva del PSOE.
Sería interminable enumerar y más aún explicar todos y cada uno de los compromisos que tomó el PSOE para cumplir su papel de, nunca mejor dicho, partido de Estado. La mencionada renuncia al derecho de autodeterminación y la consiguiente consagración del Estado de las autonomías como programa propio para mantener la opresión nacional, aderezado con la distante promesa federal, fue otro de los pilares fundamentales de la construcción del nuevo Estado. En cualquier caso, la liquidación ideológica y conversión de los objetivos del Estado capitalista español en programa del partido sintetiza el espíritu de la forja del PSOE de la Transición. El nuevo PSOE que representaba al nuevo viejo Estado.
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