Hace cinco o seis años muchos de nosotros estábamos cuestionando una tradición política en Euskal Herria, y en eso seguimos hoy por hoy. Era una preocupación guiada por una voluntad revolucionaria, porque se estaba comprobando que las herramientas teóricas y prácticas que disponíamos para hacer política eran inadecuadas.
Desde un plano general, podemos decir que en aquella época se entrelazaron dos factores. Por un lado, como consecuencia de la crisis económica, empezaron a desmantelarse, poco a poco, la cultura de clase media –posmodernismo, interclasismo, etc.– y la estructuración social de la clase media. Ese proceso, en gran medida, estaba arraigando entre las generaciones jóvenes. Para defender los intereses de la clase obrera, la cultura política estatalista-parlamentaria y la interclasista ya no eran eficaces, e iban apareciendo también las primeras manifestaciones teóricas de esa descomposición. Nos sirvieron de guía en nuestros inicios. En este contexto, sin embargo, la Izquierda Abertzale tomó la decisión de abandonar el imaginario radical y situar el centro de su actuación en las instituciones burguesas. El vínculo entre estas dos variables –la proletarización, por un lado, y la asimilación de la Izquierda Abertzale, por otro– creó un contexto propicio para una crítica integral tanto a la Izquierda Abertzale como a toda propuesta política interclasista. Las generaciones jóvenes estaban en el centro de todo esto porque eran las que tenían las condiciones más favorables para llevar esa crítica hasta sus últimas consecuencias. Por lo tanto, se entrelazaron el final de una determinada estrategia política y el final de una coyuntura económica concreta.
Las generaciones jóvenes estaban en el centro de todo esto porque eran las que tenían las condiciones más favorables para llevar esa crítica hasta sus últimas consecuencias. Por lo tanto, se entrelazaron el final de una determinada estrategia política y el final de una coyuntura económica concreta
Hasta hace cinco o seis años, el «oficialismo» controlaba casi en su totalidad, directa o indirectamente, el panorama de la izquierda militante en Euskal Herria. ¿Cómo era, sin embargo, la Izquierda Abertzale? Atendiendo al funcionamiento de la Izquierda Abertzale en la época, se puede decir que era un espacio político caracterizado por el dogmatismo, las jerarquías y la cerrazón. Apenas se discutía allí, esos procesos desempeñaban la función de autolegitimación de la dirección, y el peso de las jerarquías suplía la argumentación razonada. Pero nuestra visión era distinta: aun reconociendo los sacrificios de militantes más maduros, sus «méritos» no podían utilizarse para legitimar por sí mismos ciertas posiciones, pues el debate racional entre las diferentes tesis era insustituible. Esta situación provocó en nosotros una decepción hacia ese espacio político, escalonado en el tiempo y en función de la propia experiencia personal de cada uno. Dicho brevemente, la Izquierda Abertzale no era el espacio adecuado para abrir paso a una renovada estrategia socialista, porque la mayoría de la base militante se encontraba cómoda en el nuevo contexto político –ya que pertenece en gran medida a la clase media– y había falta de disposición al debate.
De la unión de personas que trabajaban en diferentes ámbitos políticos –no sólo en organizaciones de la Izquierda Abertzale–, nació lo que más tarde hemos denominado Movimiento Socialista, después de acordar unos «mínimos» políticos: la crítica al interclasismo y actuar en función de la independencia política del proletariado. Desde entonces, hemos trabajado teniendo como eje la primera premisa y como base de actuación política la segunda. Asumiendo estas bases, estábamos rompiendo, necesariamente, con el Movimiento de Liberación Nacional Vasco, con la Izquierda Abertzale y con algunas de las bases principales del movimiento popular. Actuar según esos «mínimos» no es cosa fácil; el movimiento popular, por ejemplo, es un ejemplo evidente de esa dependencia interclasista. Creemos que la actuación independiente del proletariado enlaza sobre todo dos aspectos: la independencia ideológica y la independencia organizativa. La primera no debe limitarse en modo alguno a una cuestión teórica. La independencia ideológica hace referencia a la formación de una perspectiva –cultura– política comunista y a hacer que esta sea imperante entre el proletariado. La organización independiente, en cambio, debe desarrollarse necesariamente sin dependencia de los medios generales del capitalismo: del trabajo asalariado, del dinero, del estado/burocracia y de los aparatos ideológicos capitalistas. Todo ello exige una voluntad militante firme, racional, comprometida y ética. Así entendemos nosotros el comunismo.
De la unión de personas que trabajaban en diferentes ámbitos políticos, nació lo que más tarde hemos denominado Movimiento Socialista, después de acordar unos «mínimos» políticos: la crítica al interclasismo y actuar en función de la independencia política del proletariado
Desde entonces han pasado unos cuatro años, y nuestra actuación ha sido en todo momento un proceso de aprendizaje. Para explicarlo fácilmente, podemos decir que la crítica ha sido de dos tipos; externa e interna. La crítica a las posiciones políticas más allá de nosotros ha estado adaptada a la agenda; por medio de los debates teóricos hemos enriquecido nuestros puntos de vista, también identificado las lagunas de nuestro discurso y abierto las posibilidades de resolverlo con un marco teórico adecuado. En contra de lo que algunos han querido difundir, la crítica a nuestra actuación también ha sido constante a lo largo de estos años. De hecho, hemos criticado algunos enfoques teóricos que habíamos tenido como referentes en los inicios –también hemos vuelto a algunos con el tiempo–, hemos roto con diversos dogmas –el identitarismo, la fidelidad irracional, el prejuicio anarquista hacia la división del trabajo, la desconfianza respecto a la práctica democrática, el asamblearismo, etc.–, y tenemos también retos similares a día de hoy. Por lo tanto, no debemos ver las críticas como superioridad moral, sino que debemos entenderlas en un sentido político y táctico.
Por medio de los debates teóricos hemos enriquecido nuestros puntos de vista, también identificado las lagunas de nuestro discurso y abierto las posibilidades de resolverlo con un marco teórico adecuado
Realizada una valoración sobre los últimos años, terminamos la editorial de este número con una enumeración de varias virtudes y riesgos del Movimiento Socialista. Hemos sabido, entre otras cosas, mantener y reproducir la pasión revolucionaria. Hemos hecho un esfuerzo constante para que el enfoque comunista se extienda, sumando cada vez más gente a la militancia y renovando constantemente nuestros medios de organización. Para ello, hemos intentado actuar con ambición e inteligencia –con proporcionalidad–, y hemos tratado de añadir innovaciones teóricas a nuestra estrategia. Entre las novedades destaca, quizá, la concepción del socialismo como un proceso. Con ello, en lugar de situarlo como una cuestión posterior a la toma del poder, hemos situado la revolución de las relaciones económicas como una cuestión permanente; es decir, como un deber permanente. Esto interpela directamente al modelo organizativo, ya que el partido pasaría de ser una vanguardia intelectual a ser una vanguardia integral. Para terminar, una advertencia: tenemos que tener cuidado con cerrarnos en nosotros mismos, con pensar que tener imaginación política es cosa de unos pocos dirigentes, con la falta de ambición o con perder la iniciativa. La correcta administración de todos estos valores nos ha llevado, en pocos años, a convertirnos en una fuerza política –modesta–, y serán aún más necesarios a partir de ahora. Que quede claro, por otra parte, que para que el comunismo sea factible, la condición es que este sea un proyecto internacional, y que en los próximos años tendremos que aportar en ese camino.
Entre las novedades destaca, quizá, la concepción del socialismo como un proceso
Que este número sirva para comprender mejor el desarrollo de los últimos años y los retos actuales.
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