FOTOGRAFÍA / Gaizka Azketa
2023/06/01

Los grandes debates siempre están precedidos por grandes acontecimientos. No surgen de ningún tipo de relación de la ideología consigo misma, procesada por una mente brillante, tal y como algunos pretenden; tampoco de un simple despliegue conceptual del conocimiento más alto adquirido hasta la fecha, como si este fuera una fuente inagotable que emana de la naturaleza. Los debates son siempre momentos de la práctica en los que se dirime acerca de la misma. Ese es, también, el caso del debate en torno al imperialismo, surgido al calor de la guerra entre las grandes potencias mundiales. Debate que no tiene como objetivo, claro está, la sola clarificación conceptual, como si de un fetiche por el saber se tratara −y quienes participan en él científicos del saber o sabiondos−, sino que tiene como objetivo la claridad conceptual como medio clarificador de la estrategia política a desarrollar. 

Es por eso por lo que solo en determinadas circunstancias el debate político es tal, y no lo es, desde luego, cuando se trata de un compromiso único con el saber. Tampoco es un debate político aquel que se desarrolla en círculos en torno a unas tesis determinadas y que afirma que el punto de partida de la práctica es la ideología, y que hasta entonces no hay lucha de clases que valga. Si hay un balance, ese es el que debemos ejercer en la lucha contra nuestro enemigo de clase, y no contra fantasmas del pasado. O, dicho de otra manera, si recuperamos debates pasados y nos nutrimos de ellos, eso solo puede ser porque el presente nos lo impone como medio de organización. Y oponerse al enemigo solo es posible, también en el plano de la teoría, si esta es el momento de la verdad de la organización comunista.

Si recuperamos debates pasados y nos nutrimos de ellos, eso solo puede ser porque el presente nos lo impone como medio de organización. Y oponerse al enemigo solo es posible, también en el plano de la teoría, si esta es el momento de la verdad de la organización comunista

El debate, dado en tales circunstancias, como debate político, genera posiciones polarizadas y enemistades políticas. Si no, no sería un debate, sino que un simple camino hacia el saber abstracto. Pero esas enemistades no son reductibles a rencillas entre individuos, sino que implican la lucha entre formas de organización opuestas y una guerra efectiva que se realiza como despliegue de la lucha de clases, y no como un simple debate que antecede absolutamente a la práctica.

La guerra imperialista iniciada en 1914 inauguró la enemistad política entre el comunismo y la socialdemocracia, tal y como hoy día la conocemos. La clarificación en torno al imperialismo supuso la clarificación de la estrategia comunista frente a la guerra y, por supuesto, frente a la socialdemocracia nacionalista, que se replegó a la defensa de su estado nacional en oposición a la naturaleza de la IIª Internacional.

Las consecuencias de la guerra fueron nefastas para el movimiento socialista. La bancarrota de la Internacional supuso el aislamiento de los comunistas y el repliegue, frente a una guerra que se extendía, para poder repensar la estrategia y poder rearticular el comunismo como política de vanguardia de la clase obrera. Es por ello que los debates en torno al imperialismo tuvieron un contenido político muy evidente. No se trataba simplemente de la caracterización del fenómeno de manera aislada, sino que de la coyuntura política que se abría con el mismo, esto es, de las posibilidades que se abrían para la revolución socialista.

La ruptura de lo que hasta entonces se englobaba en la socialdemocracia, y que abriría el camino hasta la diferenciación entre socialdemócratas y comunistas, no fue producto de una concepción diferenciada sobre el imperialismo, sino, muy al contrario, de dos posiciones diametralmente opuestas en torno al mismo: por un lado, los que apoyaron a su burguesía en la guerra imperialista, bajo la bandera del «defensismo»; y por el otro, quienes defendieron el internacionalismo proletario frente al repliegue nacionalista y la subordinación del proletariado a la burguesía, bajo la bandera de la ofensiva y de la guerra civil contra la burguesía.

La ruptura de lo que hasta entonces se englobaba en la socialdemocracia, y que abriría el camino hasta la diferenciación entre socialdemócratas y comunistas, no fue producto de una concepción diferenciada sobre el imperialismo, sino, muy al contrario, de dos posiciones diametralmente opuestas en torno al mismo

Lo que estaba en juego con la clarificación conceptual no era, por ello, el futuro despliegue de una posición política, sino que, al contrario, su afirmación como posición que antecede a la clarificación conceptual. Esto es, ese debate tan solo fue posible porque ya desde antes del debate había dos sujetos políticos que se enfrentaban en la arena y subordinaban el momento teórico a sus necesidades organizativas.

La referencia adquirida por Lenin en el debate en torno al imperialismo no se debe solo a su capacidad de sintetizar los debates dados en torno al mismo, sino que a su faceta organizadora en el plano de la política, en lucha directa contra la guerra imperialista y sus secuaces en el movimiento obrero. La teoría de Lenin adquiere valor y vigencia porque era un elemento unificador de la práctica bolchevique. Es por ello por lo que preservar sus elementos centrales se convierte en una tarea indispensable, también a día de hoy, incluso si tan solo fuera para preservar la ética del comunismo y su valor como programa revolucionario.

Esa tarea implica defender el núcleo del pensamiento de Lenin, su gran verdad: la revolución socialista y la política revolucionaria como elemento principal a preservar en el análisis de la realidad concreta. En cambio, muchas de las críticas que ha recibido la concepción de Lenin en torno al imperialismo, resumido este como fusión monopólica de capital industrial y capital financiero, tienen como resultado, precisamente, la abolición de la política en el núcleo de la crítica al imperialismo, mediante la abolición del elemento central del monopolio como poder omnipotente. Y es que, si algo pretende resaltar el monopolio en la teoría de Lenin, eso es que aquello del «dominio impersonal del capital» es una abstracción que adquiere forma concreta no en la relación social entre personas indeterminadas, sino en la subordinación del proletariado por la burguesía −y por lo tanto, que la guerra no es una simple ley de mercado, que tiene responsables y que hay que organizarse contra los mismos; hacerles la guerra civil−.

Si algo pretende resaltar el monopolio en la teoría de Lenin, eso es que aquello del «dominio impersonal del capital» es una abstracción que adquiere forma concreta no en la relación social entre personas indeterminadas, sino en la subordinación del proletariado por la burguesía −y por lo tanto, que la guerra no es una simple ley de mercado, que tiene responsables y que hay que organizarse contra los mismos; hacerles la guerra civil−

Empero, la abolición de la política en el núcleo de la teoría no implica la eliminación del sujeto en general, sino que la indeterminación del sujeto dominante, y con ello la imposibilidad del sujeto comunista. Así, las guerras son explicadas como producto de mentes malas, cuando no innatas al sexo masculino, casi convertidas en objeto de estudio de la biología; incluso como acontecimientos cuasi naturales, que surgen por motivo del capitalismo, pero de un capitalismo abstracto que es imposible de traducir a las disputas concretas entre bloques de capitalistas. Por ello, la evitabilidad de la guerra está unida a la voluntad popular por la elección de buenos representantes, que, por alguna extraña razón no se da, haciéndolas inevitables, como inevitable parece ser la maldad del ser humano; o simplemente son inevitables, por ser producto de una naturaleza imposible de comprender.

Parece ser que esos casos se repiten también en la guerra de Ucrania. Por un lado nos encontramos con que quienes defienden la inevitabilidad de la guerra en el capitalismo, no lo hacen como punto de partida necesario del internacionalismo proletario y la estrategia socialista, sino que como medio de absolver a uno de sus participantes, en este caso Rusia, al que identifican como liberador de pueblos y no como actor imperialista (¿puede haber una guerra imperialista si las potencias en disputa no son ellas mismas bloques monopólicos de capital, esto es, bloques imperialistas en disputa?). Se acepta esa inevitabilidad como fatalidad, y simplemente se elige bando.

Otros, en cambio, presentan la guerra como producto de la maldad de Putin y los rusos y, ante ello, nada puede hacerse, pues es una maldad innata. 

En cualquiera de sus versiones, por la incapacidad de comprender el imperialismo y lo central de las tesis de Lenin en torno a la guerra imperialista, la guerra se convierte en un fenómeno inabarcable. Retroceder a Lenin y a su lucha se convierte en un medio para poder enfrentarse a las posiciones legitimadoras de la guerra, una vez más replegadas a la bandera del «defensismo»: defendernos contra la maldad rusa, o defender a Rusia frente a la maldad de Occidente. En definitiva, nacionalismo y reacción, y abolición del internacionalismo proletario, cuya consigna es clara: guerra al capital y a los capitalistas.

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