FOTOGRAFÍA / Zoe Martikorena
Ibai Julian
2023/10/03

La función esencial del Estado, por lo menos a partir de que el modo de producción capitalista se hiciese hegemónico, ha sido poner las condiciones necesarias para que la dinámica de acumulación funcione correctamente. No podemos entender el Estado como una superestructura autónoma a las relaciones económicas, como si fuera un agente completamente independiente, con intereses esencialmente distintos a las fuerzas económicas. El Estado capitalista ha sido históricamente la forma política de dominación de los grandes capitales, el encargado de limar las asperezas creadas por un sistema económico fundamentalmente competitivo y destructivo. No obstante, la manera en la que el Estado ha participado en la constitución de un ordenamiento jurídico y social propicio para el desarrollo económico ha variado históricamente. Y de eso se trata, de analizar la forma concreta que adopta el Estado en cada fase histórica del modo de producción capitalista, identificando los factores estructurales que lo empujan en una dirección u otra en cada caso. Aquí pondremos la mirada en un punto en concreto: en la intersección entre la descomposición de un modelo paradigmático y la tendencia hacia la aparición de uno nuevo (por lo menos en los países occidentales). El primero es el que empieza a brotar en el periodo de entreguerras, se despliega en los años dorados y comienza a agotarse en la década de los 70 con el advenimiento del neoliberalismo. Aquí le haremos referencia como Estado Social de Derecho. El segundo es el que va configurándose desde el agotamiento del primero hasta el día de hoy, y en este texto lo denominaremos Estado Autoritario.

El Estado Social de Derecho se construyó sobre la base de un desarrollo económico ascendente, donde la producción en masa posibilitaba la extensión del bienestar y el consumo a gran parte de la población. Sobraba trabajo, y el Estado disponía de una amplia clase media a la que confiscar parte de su salario con una fuerte imposición fiscal. Eran tiempos en los que sí se podía hablar de Política Económica Nacional, porque el Estado poseía una soberanía real para administrar de una manera u otra la riqueza que recaudaba. Sobre esa base es como se pudo, entre otras cosas, ampliar el sistema de protección social o impulsar al alza los salarios para grandes capas de la clase trabajadora.

Junto a ello, en aquella época fue conveniente para la burguesía defender la legitimidad de la democracia, presentándola como la alternativa lógica para la superación histórica de los "totalitarismos" fascistas y comunistas. Es así como se proclamó la importancia de fortalecer el Estado de Derecho para salvaguardar aquellos derechos fundamentales que fueron pisoteados en aquel período atravesado por la guerra. Sin embargo, no debemos obviar la profunda influencia que tuvo la existencia del comunismo en todo eso: el mando capitalista no promovió el Estado de Derecho por su compromiso con valores humanistas o criterios de justicia, sino como táctica para neutralizar las grandes fuerzas comunistas, integrándolas en el Estado por la vía democrática.

En la década de los 70, los factores que impulsaron la constitución del Estado Social de Derecho comienzan a desaparecer y se abre paso a una tendencia que llega hasta nuestros días y a la que nos referiremos como deriva autoritaria del Estado

Sin embargo, con las transformaciones estructurales que se iniciaron en la década de los 70, los factores fundamentales que impulsaron la constitución del Estado Social de Derecho comienzan a desaparecer y se abre paso a una tendencia que llega hasta nuestros días y a la que nos referiremos como deriva autoritaria del Estado. Entre los factores que llevan a ello destacamos principalmente dos:

El Estado Social se hace imposible. El Estado pierde soberanía política y presupuestaria ante un capital financiero internacional cada vez más concentrado y poderoso. Pasa de ser inversor a deudor, dependiendo completamente de los programas económicos que las oligarquías financieras le imponen. Pierde así poder de mando sobre su territorio, convirtiéndose en una especie de correa de transmisión, cuya función es administrar el pago de una deuda infinita, a costa del progresivo disciplinamiento y empobrecimiento de la clase trabajadora.

El Estado de Derecho se hace innecesario. Con la definitiva integración de las organizaciones políticas y sindicales del proletariado, el Capital ya no encuentra ninguna oposición a la que dar explicaciones o hacer concesiones. Efectivamente, a pesar de haber sostenido durante décadas la apariencia de una agencia neutral, que representa el interés general del pueblo, estamos viendo cómo el Estado se está quitando la careta democrática y se presenta como lo que realmente es: el aparato político para la dictadura de clase del Capital.

La reforma autoritaria del estado se basa principalmente en tres grandes elementos: la reorganización de las instancias de poder estatales, el fortalecimiento de la maquinaria militar y la modernización de los mecanismos de control social y represión

En fin, en una coyuntura en la que las expectativas de beneficio se desmoronan y la crisis de acumulación avanza, es inevitable la intensificación tanto del conflicto geopolítico exterior como de la inestabilidad social en el interior. Ante ello, el Estado se ve obligado a crear un nuevo ordenamiento constitucional y represivo para adecuarse al contexto. Bajo nuestro punto de vista, la reforma autoritaria del estado se basa principalmente en tres grandes elementos: la reorganización de las instancias de poder estatales, el fortalecimiento de la maquinaria militar y la modernización de los mecanismos de control social y represión.

REORGANIZACIÓN DE LAS INSTANCIAS DE PODER ESTATALES

Las instancias de poder de los gobiernos se están reestructurando. Vemos cómo el equilibrio de poderes, uno de los fundamentos del Estado de derecho moderno, se resquebraja por momentos. El poder estatal necesita una nueva estructura para contener las crisis sociales, políticas e imperialistas que vienen, un nuevo modelo en el que, para gobernar la excepcionalidad permanente, el poder de mando se concentra en el ejecutivo, mientras que se vacía de contenido el poder judicial.

Respecto al primer punto, la reciente reforma de la Ley de Seguridad Nacional es uno de los mejores ejemplos para ilustrar cómo el ejecutivo tiene cada vez más poder para comandar directamente en momentos de excepcionalidad. Lo que esta nueva reforma implica es la centralización de recursos para la seguridad bajo el mando del Consejo de Seguridad Nacional (como los cuerpos de seguridad privados y las policías autonómicas, por ejemplo), dándole a este órgano directamente la competencia de activar planes tácticos en la gestión de esos recursos. En la misma dirección, vemos que cada vez es más recurrente que el ejecutivo adopte medidas importantes sin trámite parlamentario alguno, tal y como estamos viendo con el envío de armamento pesado a Ucrania. 

Respecto al segundo, no tenemos más que echar un ojo a las medidas adoptadas en la pandemia para ilustrarlo. El gobierno español decreta un estado de alarma, una medida excepcional que nos somete a confinamientos domiciliarios, a toques de queda, a la presencia de militares en nuestras calles, etc. Pues bien, meses después de que el gobierno central suspendiera una serie de derechos fundamentales, el Tribunal Constitucional declara ilegales las medidas adoptadas, y sin embargo, no ha habido absolutamente ninguna consecuencia legal para los poderes públicos que las impusieron. Y eso pasa porque a efectos prácticos el poder judicial no tiene cabida en la cadena de mando del Estado autoritario: un poder autónomo que salvaguarde los fundamentos constitucionales actuales y que, en consecuencia, supervise la legitimidad de lo que hace y deja de hacer el poder ejecutivo, se convierte en un lastre para este último a la hora de crear un nuevo ordenamiento constitucional que necesitará desprenderse de varios de los derechos fundamentales recogidos hasta ahora.

En definitiva, vienen tiempos difíciles, y los gobiernos tienen que tener vía libre para garantizar la seguridad nacional e implementar las transformaciones que requiere el nuevo ciclo de acumulación a cualquier precio. En ese sentido, la existencia del poder judicial es testimonial y solo sirve para mantener el velo democrático, la apariencia de que siguen existiendo mecanismos de derecho que contengan desviaciones autoritarias y crímenes de estado.

Cabe añadir que todo lo expuesto hasta ahora nos puede llevar al error de pensar que estamos ante un Estado en repliegue, que intenta recuperar la soberanía nacional perdida en las últimas décadas. Y no es así. Los estados nacionales como España o Francia no hacen más que acatar los programas estratégicos de la Unión Europea y la OTAN en materia de seguridad, orden público y política exterior. De hecho, no está de más insistir en que la reorganización de las instancias de poder estatales, junto al aumento de los mecanismos de control social y represión, ayudan a que los planes de la oligarquía financiera para saquear salarios y relanzar la acumulación se puedan ejecutar de manera ágil, efectiva y sin impedimentos.

Fortalecimiento de la maquinaria militar y crisis bélica

Esta época marcada por la agudización de la crisis de acumulación capitalista está caracterizada, en lo que se refiere a la competencia capitalista internacional, por un rearme de estructuras militares para la disputa por el control de los recursos y los mercados entre diferentes bloques de intereses. Cuando los medios que se emplean cada vez con mayor virulencia (guerra comercial, aranceles, embargos, etc.) no son suficientes para asegurar la ganancia de los diferentes bloques oligárquicos, la escalada bélica se hace inevitable. Es decir, en este momento de reflujo económico se acentúan los conflictos bélicos y recobra vigencia la vieja cita de Clausewitz que indica cómo «la guerra es la continuación de la política por otros medios».

Basta con echar un vistazo al crecimiento vertiginoso anual del gasto militar mundial para darse cuenta de que los diferentes bloques se están preparando para la guerra a gran escala. El gasto militar mundial superó por primera vez en la historia en 2021 (antes de la escalada en Ucrania) los dos billones de dólares anuales. Un gasto que año tras año no para de crecer. De ese gasto total el conjunto de los países de la OTAN representó el 50 % y solo Estados Unidos el 38 % (801.000 millones de dólares). Sus máximos competidores China y Rusia representaron el 13,8 % y el 3,1 % respectivamente. Aunque los demás actores quedan lejos de los anteriores, cabe destacar que el gasto ha aumentado considerablemente a lo largo y ancho de todo el globo. Por ejemplo, en el Estado español, con el gobierno dirigido por PSOE y Unidas Podemos, el gasto militar ha aumentado exponencialmente; representando hoy, el 2,17 % del PIB y sobrepasando holgadamente las exigencias de la OTAN de cumplir con el gasto del 2 %.

Basta con echar un vistazo al crecimiento vertiginoso anual del gasto militar mundial para darse cuenta de que los diferentes bloques se están preparando para la guerra a gran escala

Con lo que respecta a la Unión Europea, lo más destacable es la creciente cooperación entre los países miembros. Esta cooperación se ha acelerado especialmente desde la salida del Reino Unido de la UE. Los países están desarrollando diferentes capacidades conjuntas, poniendo en marcha mecanismos para la definición de estrategias, fondos específicos destinados a la infraestructura y la industria militar, y la financiación de intervenciones directas e indirectas, como vemos en el caso de la guerra en Ucrania. Por tanto, están profundizando su colaboración de cara a un rearme general y un desarrollo de la autonomía militar de la Unión Europea.

Cabe mencionar aquí que en ningún momento ningún país miembro de la UE ha cuestionado la subordinación a la OTAN y a los intereses de los Estados Unidos. Es más, en la Brújula Estratégica (el primer documento de estrategia bélica de la UE, aprobado en marzo de 2022) se aboga por estrechar los lazos con la Alianza Atlántica.

En fin, estamos ante una escalada bélica global que marcará la coyuntura política europea durante los próximos años.

MODERNIZACIÓN DE LOS MECANISMOS DE CONTROL SOCIAL Y REPRESIÓN CONTRA EL PROLETARIADO

El relato securitario y criminalizador 

Una sociedad que no ofrece seguridad, es una sociedad fallida. La seguridad es uno de los presupuestos para que el Estado no se adentre en una crisis de legitimidad. Si no se es capaz de garantizar las condiciones mínimas para que la gente realice sus expectativas vitales, y si la población se ve inmersa en un mar de incertidumbre y riesgo, el modelo social que lo ha llevado a ello será cuestionado. Pero como señalábamos antes, la crisis está intensificando los conflictos geopolíticos y la pobreza, lo que desemboca en una inseguridad e incertidumbre social que nos remontan a tiempos que muchos daban por superados. 

Ante la imposibilidad de ofrecer soluciones efectivas a los problemas económicos y sociales, se tiende cada vez más a la salida policial y punitiva, presentando las cuestiones sociales como problemas ligados a la seguridad. Se prioriza, pues, recomponer la autoridad simbólica de un estado fuerte, de mano dura, que no tendrá piedad para castigar con firmeza a cualquier amenaza contra la seguridad ciudadana y el orden público. Para ello, se despliega todo un arsenal propagandístico para infundir aquello que supuestamente se busca suprimir: el miedo. 

Y se hace además mediante la construcción simbólica del “enemigo común”: se genera pánico social atemorizando a la gente con campañas donde se construyen figuras estigmatizadas, responsabilizando y criminalizando a los sectores más proletarizados: el toxicómano de los 80, el inmigrante, el ladrón, el okupa... Se hace de ellos cabezas de turco con los que vehicular el miedo infundido de antemano hacia el endurecimiento de las políticas represivas. También podríamos enmarcar aquí, aunque respetando las distancias, las políticas antiterroristas que se implantaron por todo el mundo a raíz del 11-S, con las cuales aumentaron los mecanismos de control y represión que al final acabaron empleándose contra la clase trabajadora.

Huelga decir que son los partidos de derechas y, sobre todo, el fascismo, los que sacan más partido a la securitización del debate público. De hecho, estas condiciones suponen el caldo de cultivo idóneo para el auge del fascismo, el cual impulsa un nuevo pacto social contra el proletariado y alimenta la deriva autoritaria del Estado. Este cumple un papel importante a la hora de definir dicho "enemigo común" y conseguir adhesión sobre las medidas antiproletarias entre las masas. Para ello, refuerza la idea de la comunidad nacional y define quién es parte de ella y quién no a través de criterios étnicos y culturales. De esa manera, señalan y criminalizan a las minorías oprimidas, al inmigrante y a las expresiones políticas independientes que organizan la potencia del proletariado, presentándolos como problemas de seguridad nacional y alimentando el pánico social mediante su caricaturización.

Pues bien, ni el proletariado es el problema, ni el aparato represivo del estado es la solución. O dicho de otro modo, ni la criminalidad es la fuente primaria de la inseguridad social, ni el aparato represivo del estado responde simplemente a la lucha contra el crimen. Respecto a lo primero ya hemos hablado lo suficiente, así que pasemos a destapar la verdadera cara de la penalidad capitalista, desmontando el falso binomio crimen-castigo. Ha sido la propia academia "progresista", con la sociología del castigo de Waqcuant a la cabeza, quien ha ofrecido evidencias empíricas más que suficientes para demostrar cómo la correlación directa entre los índices de criminalidad y el fortalecimiento del aparato represivo del Estado no es como nos la presentan. Como ejemplo paradigmático tenemos el caso de los EE.UU., donde entre 1970 y 2010, mientras el índice de criminalidad se mantenía estable (incluso descendía ligeramente), el número de presos se multiplicó por ocho y se extendió todo el aparato represivo. Algo parecido podemos decir del caso español, en el que como señala Ignacio González, «a día de hoy tenemos más policías y más presos que hace cincuenta años, y un código penal más duro que el existente cuando Franco murió. No obstante, la delincuencia lleva tres décadas sin aumentar (desde finales de los 80), mientras que la mayoría del endurecimiento del sistema penal ha sido posterior a su estabilización. No parece, entonces, que el desarrollo de la política criminal se explique como una respuesta a la delincuencia, o al menos, no solo eso».

En definitiva, nos urge romper con el marco de comprensión que nos ofrece la criminología hegemónica sobre la penalidad, y conceptuar desde el punto de vista marxista una definición del aparato represivo del estado adecuada a la realidad y válida para la acción política. Para ello, seguiremos dos pasos. En primer lugar, haremos una introducción al análisis del aparato represivo del Estado, para luego desarrollar cuatro hipótesis sobre la direccionalidad que tienen los mecanismos de control social y represión contemporáneos. 

Nota introductoria preliminar al análisis del aparato represivo del estado

Como veníamos diciendo, para analizar desde un punto de vista marxista la modernización de los mecanismos de control social y represión, debemos sustituir el erróneo eje crimen-castigo por el de proletariado-burguesía, es decir, por el de la lucha de clases. En pocas palabras: la función esencial del aparato represivo no es combatir la delincuencia, sino asegurar la ley y el orden, disciplinando al proletariado mediante el uso de la fuerza y el castigo. Por lo tanto, para estudiar la forma concreta que adopta el aparato represivo del Estado en cada ciclo de acumulación, hay que partir desde la base de la Crítica a la Economía Política, como lo hicieron grandes pensadores comunistas de principios del XX, así como los pioneros de la Economía Política del Castigo, Rusche y Kirchheimer, en Pena y estructura social o sus seguidores italianos Melossi y Pavarini en Cárcel y fábrica. Entre otras cosas, lo que esos autores ponen de relieve es la importancia de descifrar las articulaciones entre categorías económicas y punitivas, pues según ellos esa es la única vía para destapar la verdadera cara del aparato represivo del Estado como fuerza organizada para la dominación de clase, así como para dar una explicación sólida a cuestiones como cuál es el papel que juega el Ejército Industrial de Reserva en la evolución del sistema penitenciario; y viceversa, la función que cumple la cárcel en la producción y modulación histórica de la fuerza de trabajo. 

La función esencial del aparato represivo no es combatir la delincuencia, sino asegurar la ley y el orden, disciplinando al proletariado mediante el uso de la fuerza y el castigo

Aquí debemos subrayar que, para la burguesía el proletariado supone una potencial amenaza interna que no puede suprimir. En ello consiste precisamente el arte de la gobernabilidad moderna: en desarrollar mecanismos para disciplinar y contener al proletariado dentro de las reglas del juego, pero sin exterminarlo. Principalmente, porque el capital lo necesita como agente económico, y no solo como mero productor, como sucedía con las clases semiesclavizadas en la época precapitalista, sino también como consumidor. Es por eso que el capitalismo contemporáneo está obligado a mantener con vida las clases bajas, permitiendo un mínimo campo de derechos políticos y económicos para que la reproducción del Capital pueda desenvolverse con normalidad. Además, teniendo en cuenta el suelo ético que la sociedad civil ha llegado a alcanzar, un proceso de genocidio o encarcelamiento generalizado sobre las clases bajas generaría una grave crisis de legitimidad sobre el gobierno.

Un modelo de gobernabilidad determinado, o si se quiere, una estrategia para la neutralización del proletariado se define, junto a otros elementos, por el carácter y la proporción entre los mecanismos de integración/exclusión. Según el momento histórico y el margen objetivo que ofrezca el marco de acumulación de capital, las estrategias de neutralización serán más sociales o más punitivas, se integrará / excluirá más o menos a la clase obrera de los procesos sociales y políticos. 

Eso es así porque el aparato represivo del Estado es una institución compleja, es decir, debemos entenderlo como parte integrante de un amplio entramado institucional para la administración de la pobreza y la conflictividad sociopolítica. No se puede analizar la forma que adopta la penalidad sin ponerla en relación con instituciones sociales como el de los servicios sociales, la escuela, la salud mental, la familia, la fábrica, las plataformas virtuales para el entretenimiento de masas... 

Y es aquí donde tenemos que destapar una de las mayores mentiras. Lo que los partidos del orden nos presentan como dos políticas distintas, son en realidad una misma política con dos vertientes distintas. Se nos dice que los servicios sociales luchan contra la pobreza y los agentes del orden contra la criminalidad. Pero esto no es así. Las políticas en materia de protección social y las políticas en materia de seguridad están imbricadas. De hecho, la cuestión no se reduce a que, como dice la socialdemocracia, se ha desmantelado el sistema de protección social y se ha extendido el aparato represivo; la cuestión es que, si bien es cierto que la proporción entre los dos está cambiando, son tanto las instituciones sociales como las punitivas las que están cobrando un tinte cada vez más autoritario. Completaremos ese punto en la tercera hipótesis. 

Algunos apuntes sobre la direccionalidad de los mecanismos de control social y represión contemporáneos.

Primera hipótesis. De disciplinar la carencia a contener la excedencia

La génesis histórica de la Policía y la cárcel moderna vienen de la mano del capitalismo, y su función esencial no ha sido simplemente contener la delincuencia en las nuevas urbes, sino producir un nuevo orden, disciplinando una nueva clase social de desposeídos para integrarla al nuevo régimen de trabajo asalariado industrial. 

Cuando decimos que capitalismo e instituciones represivas modernas como la Policía y la cárcel vienen de la mano, señalamos su relativa simultaneidad y su mutua reciprocidad. De hecho, es el propio Marx el que en el capítulo XXIV de El Capital, la llamada acumulación originaria, insiste en la decisiva importancia que tuvieron los violentos métodos de expropiación para que el capital dinamitase las bases del modo de producción feudal y arrojara a la industria la necesaria fuerza de trabajo enteramente “libre”. Lo narra muy bien en el apartado tercero, cuyo título es sugerente: ''Legislación sanguinaria contra los expropiados''. También enfatiza el carácter profundamente violento del proceso en el apartado sexto, donde dice literalmente: «Si el dinero viene al mundo con manchas de sangre en una mejilla, el capital lo hace chorreando sangre y lodo, por todos los poros, desde la cabeza hasta los pies». 

La cárcel es probablemente el mejor ejemplo para ilustrar la necesidad de los aparatos punitivos en aquella época y su carácter correccional. No son pocos los que han ubicado los inicios de la cárcel moderna, entendida como centro de encierro correccional en las casas de trabajo de Inglaterra. Las denominadas workhouses eran básicamente centros de trabajo forzoso donde se encerraba a aquellos proletarios que no tenían trabajo o se negaban a trabajar, y que consecuentemente deambulaban, mendigaban o vagabundeaban por la calle. Esos centros cumplían la función de 1) imponer el salario a la baja y obligar al proletariado a aceptar las duras condiciones de trabajo fabriles a las que no estaba acostumbrado; 2) suprimir la resistencia proletaria en un momento en el que había mucha demanda y poca oferta de fuerza de trabajo; y 3) adiestrar al proletariado en los trabajos manufactureros, tanto en lo técnico como en lo cultural, con normas de conducta muy estrictas como uniforme, higiene, vocabulario, cánticos, etc.

Ahora, en cambio, en una sociedad en la que el trabajo ha perdido centralidad y el proletariado es expulsado del proceso productivo, el carácter corrector, adiestrador o, si se quiere, reintegrador de la penalidad se modifica por completo. Toda vez que se convierte en innecesario juntar la mano de obra con la máquina, la calidad física, cultural y moral de la fuerza de trabajo pierde relevancia para el capital; es más, cuanto más idiotizada, despolitizada, medicalizada, amedrentada, deprimida y acomplejada de sí misma esté la clase trabajadora, más moldeable será su conducta, más fácil será domesticarla. En fin, se está abriendo paso a un modelo basado en el control social total y el terror para mantener a raya a un sector social productivamente innecesario y estructuralmente excluido de la sociedad. 

Cuanto más idiotizada, despolitizada, medicalizada, amedrentada, deprimida y acomplejada de sí misma esté la clase trabajadora, más moldeable será su conducta, más fácil será domesticarla

Segunda hipótesis: el giro preventivo

La teoría de la elección racional de Cornish y Clarke sostiene que las personas que cometen delitos deciden realizar esas acciones basándose en un juicio racional. Según ellos, el principal condicionante para elegir si cometer un delito o no, es la evaluación de riesgos/beneficios. Pues bien, parece que la construcción del nuevo panóptico, formado por la triada tecnologías digitales de control, Policía social y sociedad policial, viene a revertir la relación entre riesgos/beneficios, ubicando obstáculos de vigilancia y control que tienden a impedir la realización de comportamientos conflictivos. 

Huelga decir que el control social también cumple una clara función civilizadora, como se ve con el ya más avanzado crédito social chino. Pero más allá de su función cultural, con el ejemplo del sistema de crédito social chino se ve claramente cómo se trasciende el eje legal-ilegal para clasificar la conducta sobre el eje civilizada-incivilizada; para según esa clasificación ofrecer recompensas o reducir derechos, llegando a ofrecer recompensas económicas a aquellos que se portan “bien” y publicando en listas negras los nombres de aquellos que se portan “mal”. Foucault se refería a ese aspecto como expansión de la infrapenalidad

Tercera hipótesis: el territorio como cárcel, o la extensión de la cárcel al territorio

En los últimos años el índice de criminalidad y el número de presos están disminuyendo progresivamente, lo que supone un problema argumentativo para quienes planteamos la existencia de una deriva autoritaria del Estado. Pues bien, uno de los principales motivos que puede explicar su por qué es lo que se puede denominar como la extensión de la cárcel al territorio.

Por un lado, los mecanismos de control han trascendido las paredes de las fábricas y zonas industriales para implantarse por todo el territorio, invadiendo cada vez más espacios urbanos donde se hace vida social. En ese aspecto son interesantes los trabajos de sociólogos como Mike Davis, que analizan la producción del espacio urbano como herramienta de control social. Vivimos un proceso de redistribución de la cartografía urbana donde la discriminación y la segregación ahondan brechas territoriales. El centro de la ciudad se convierte en un parque de atracciones para ricos, mientras que los pobres son expulsados a la periferia donde sobreviven a duras penas en barrios proletarizados con alto despliegue policial, incluso con normativas punitivas ad hoc para la intensificación del control sobre grupos peligrosos o "zonas tensionadas".

Estamos pasando de un encierro penitenciario a uno social, donde el pobre está atrapado bajo la permanente amenaza de instituciones sociales como el Sistema Educativo, el Sistema Sanitario o los Servicios Sociales, que supuestamente sirven para proteger al proletariado, pero que tienen un carácter cada vez más autoritario

Pero lo que nos interesa subrayar aquí es lo siguiente: estamos pasando de un encierro penitenciario a uno social, donde el pobre está atrapado bajo la permanente amenaza de instituciones sociales como el Sistema Educativo, el Sistema Sanitario o los Servicios Sociales, que supuestamente sirven para proteger al proletariado, pero que tienen un carácter cada vez más autoritario. Por un lado, porque están adoptando funciones y métodos de trabajo basados en el control y castigo que antes eran más propios de los aparatos represivos, y por otro, por su creciente colaboración directa con los aparatos represivos del Estado. Lo podemos ver claramente con el caso de la Universidad del País Vasco: por un lado, se normalizan medidas cada vez más autoritarias, como la apertura de 34 expedientes sancionadores a raíz de una huelga estudiantil, mientras que por otro, se colabora directamente con la Policía para que realice labores de espionaje en la universidad o ponga multas a estudiantes por protestar en contra de esas medidas.

Apuntes sobre los objetos de la represión

Es conveniente distinguir, aunque sea en líneas generales, cuáles son los objetos de la represión. Aquí se distinguen tres:

1) Las alternativas a los circuitos de reproducción salarial (directo o indirecto). Cuando el salario se contrae, aumenta la probabilidad de que el proletariado tienda a la expropiación directa o a la búsqueda de otras vías alternativas para sobrevivir. Pero el Capital tiene que imponer la pobreza, suprimiendo cualquier opción que se salga de los márgenes establecidos. En este aspecto se enmarca el endurecimiento de las medidas para prevenir los delitos contra la propiedad. La ofensiva contra la ocupación o la ley contra los pequeños hurtos vienen a apuntalar el principio penal de la menor elegibilidad: avisando al proletariado de que, aunque dentro del trabajo asalariado o los subsidios estatales las condiciones de vida sean una mierda, fuera de esos circuitos de reproducción solo encontrará chabolismo o cárcel.

2) La protesta social. En los últimos años estamos viviendo graves recortes en derechos y libertades para asimilar y silenciar el descontento social. Un nuevo entramado jurídico se abre paso para disuadir a la gente de participar en actos de protesta. La ley mordaza que el gobierno más progresista de la historia prometió derogar y la reciente reforma del código penal, que endurece el delito de desórdenes públicos como arma para reprimir manifestaciones, son muestra de ello. No obstante, entre uno y otro hay una diferencia fundamental: la ley mordaza es una ley anti 15-M, la consolidación jurídica de algunas medidas que se fueron tomando a modo de respuesta para frenar el espontáneo movimiento de los indignados. Es, por lo tanto, una ley claramente reactiva, que viene después de los acontecimientos sociales. En cambio, la reciente reforma del código penal es una ley proactiva, que viene antes de que suceda nada. Parece que esta vez el Estado ha tomado la delantera, y no está mostrando complejo alguno a la hora de imponer las medidas más duras para contener una potencial respuesta social actualmente inexistente.

3) La lucha política de las organizaciones independientes. La doble vara de medir del Estado es evidente: financiación, derechos y libertades para los partidos políticos integrados en su seno; y estrategia de acoso y derribo contra las organizaciones independientes del proletariado. La vulneración de derechos fundamentales y la represión más cruda no son la excepción sino la norma para organizaciones independientes que seguimos teniendo que hacer frente a la peor cara del Estado. Por un lado, sufrimos una represión de baja intensidad, individualizada y extensiva, en la cual las multas económicas son el ejemplo más paradigmático. Pero por otro lado, también sufrimos una represión de alta intensidad, que es colectiva, penal y selectiva; para lo que tendremos que estar preparados. 

La lucha por las condiciones de lucha: derechos políticos

Tal y como se ha podido apreciar a lo largo del texto, postulamos que la reforma autoritaria del Estado no es una respuesta reactiva ante una amenaza política fuertemente organizada. Sin embargo, eso no quita que el conjunto de medidas descritas hasta ahora no dificulten la existencia de la organización independiente del proletariado. Es por eso que en tiempos así de difíciles las organizaciones revolucionarias debemos poner en primera línea la lucha por las condiciones de lucha. 

La lucha por los derechos políticos no se limita al estrecho marco de los derechos jurídicos recogidos por la ley. A diferencia de lo que propone la socialdemocracia, la cuestión no se reduce a "defender" los derechos fundamentales reconocidos legalmente por el Estado, sino de expandir progresivamente el conjunto de las condiciones para desarrollar la actividad política independiente del proletariado. Ya sea bajo el reconocimiento legal, ya sea bajo un régimen de permisividad, la cuestión de fondo reside en que la correlación de fuerzas corra de nuestro lado, y en que tengamos la capacidad efectiva de imponer las condiciones necesarias para desenvolver nuestra actividad política. Esta perspectiva es la que nos permite subrayar que la fuente del derecho no es el estado capitalista, sino la propia organización comunista, que va haciendo avanzar la correlación de fuerzas y conquistando el control sobre cada vez más condiciones de libertad política.

Esta perspectiva es la que nos permite subrayar que la fuente del derecho no es el estado capitalista, sino la propia organización comunista, que va haciendo avanzar la correlación de fuerzas y conquistando el control sobre cada vez más condiciones de libertad política

Así es como se articula un amplio marco para la acción política que comprende y conecta algunas luchas aparentemente desvinculadas entre sí. En primer lugar, debemos defender los derechos fundamentales para la organización y la protesta, como son el derecho a la intimidad, el derecho a la reunión y la manifestación, o el derecho a expresar y expandir libremente las ideas comunistas. En segundo lugar, debemos avanzar en el control sobre la calle, fortaleciendo entre otras cosas la lucha antifascista para mantener a raya a grupos reaccionarios que amedrentan a la juventud militante. En tercer lugar, hay que seguir expandiendo los espacios de control proletario, al calor de los cuales han crecido históricamente varias expresiones revolucionarias. En definitiva, la lucha por las condiciones de lucha debe comprender el conjunto de condiciones que articulan un espacio de posibilidad para el libre desarrollo de la organización comunista. Porque de eso se trata: de edificar una barrera, un campo protector ante la ofensiva comandada por la oligarquía internacional y administrada por los estados contra los derechos políticos del proletariado. Todo ello, claro está, debe ir orientado por un programa que defienda desde el principio tanto la amnistía total como el derecho a derrocar este sistema injusto y reemplazarlo por una sociedad realmente justa y libre.

Ya sabemos que la justicia burguesa es ciega y que su balanza siempre cae hacia el mismo lado. Pero todavía estamos a tiempo de construir un contrapeso que la haga caer hacia el nuestro. Antes de que su espada nos haga pedazos y sea demasiado tarde.

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