Llega abril y trae consigo las elecciones al Parlamento Vasco. El decorado para el rito de cada cuatro años lleva tiempo encargado. Las calles se han llenado de carteles, en los que el candidato de turno se presenta con una pequeña sonrisa bajo un foco blanco. En otras ocasiones serio, transmitiendo confianza, sabe lo que hace. Quizás rodeado, cercanía. Debajo, en caracteres claros, “la hora del cambio”, “nuevo ciclo”, “pueblo”, “futuro”, “ahora”, algún verbo en primera persona del plural. No importa el partido político, todos hablan el mismo idioma. Las redes se han inundado de fragmentos de mítines, de promesas que dicen van a cumplir, de promesas que parecen haber cumplido (¡parar los desahucios!). Los telediarios se han llenado de visitas realizadas aquí y allá, de apretones de manos, falsas sonrisas, de ardientes recriminaciones entre unos y otros. Nada más que campaña electoral. Campaña electoral, y nada más. Teatro, casi rozando la parodia de sí mismo. Marketing, mercado electoral, ridículo absoluto.
Llega abril y trae consigo las elecciones al Parlamento Vasco. Domingo sagrado entre domingos. La fiesta de la democracia, el día en el que escucharán la voz de todos, la oportunidad de decidir. Oportunidad, y, a su vez, obligación. O eso parece. Yo, por lo menos, he tenido que escuchar a menudo: “Si no votas, luego no te quejes”. Otra versión: “Si no votas, luego no te alarmes por el auge del fascismo. ¿Es que prefieres a Vox?” Incluso hemos llegado a leer “Abstente tú, que ya decido yo. Bozkatzen ez baduzu haiek irabaziko dute.” o “Que hable la mayoría, vota” en carteles.
Decidir. Bonita palabra, de significado aún más bonito. Acción que se lleva a cabo en libertad, genuino don y maldición de la madurez. No obstante, resulta difícil creer en ello en las inmediaciones de la campaña electoral. Pues sólo se aceptan cierto tipo de decisiones. Votar a uno o a otro, no hay otra elección posible. Esto es, no votar es pura irresponsabilidad, elección ilícita, ni siquiera una elección. Y en caso de no votar, parece que estés dando la legitimidad de hablar (¡decidir!) en tu nombre. Eso sí, si después criticas las acciones de los mandatarios, tú serás la responsable de todos los males: no hiciste nada cuando tuviste ocasión –por ejemplo, el 21 de abril–. Ya sabes, si las cosas han de cambiar, votar o no votar, esa es la cuestión.
Y no se puede estar más confundido, pero ese es otro tema. Lo que denuncia este pensamiento tan extendido es bastante interesante en sí mismo. Dibuja con detalle los límites de lo posible y de las formas de participar en política, las formas lícitas y las posibles. Votar, presentarse a las elecciones, lo que uno quiera: participar en la farsa y legitimarla. He ahí la manifestación suprema de la responsabilidad política –vota, actúa con responsabilidad–. Fuera de eso, la nada. Por otra parte, también emana una especie de superioridad moral hacia aquel que no ha votado –no seáis perezosos–. En ocasiones parece que aquel que no vota deja de votar por una especie de inocencia, no sé, como por no haberse enterado. Parece que le ha faltado que alguno le explique detalladamente qué son las elecciones y lo importante que es que dé su opinión. Como si la única manera de decir algo pasase por introducir “EH Bildu” o “PNV” en una urna de cristal. Como si la indiferencia absoluta de amplias capas de trabajadores hacia la política parlamentaria no dijese nada. Como si no hubiesen escuchado el sonoro grito de los votos que faltan.
Llegará el 22 de abril y empezará por enésima vez la “hora del cambio”, el “nuevo ciclo”, el “futuro”, “ahora”. La cotidianidad seguirá en el abismo entre lo que dicen y lo que es. En efecto, las elecciones representan la elección entre dos senderos que van en la misma dirección. Proyectan la ilusión de ser un cruce de caminos, algunos caminos hacia arriba y otros hacia abajo, pero, aunque no se alcance a ver allende la maleza, 100 metros más adelante vuelven a encontrarse.
Menos mal que hemos decidido abrir nuevas sendas. Ya les costará hacer oídos sordos.
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