En el ocaso del franquismo, el movimiento obrero vasco planteó un gran desafío a la dictadura. De hecho, a diferencia del resto de España, la composición de la oposición antifranquista fue singular: los partidos y movimientos de la izquierda revolucionaria lograron una fuerte implantación y compitieron con el PCE por el liderazgo del movimiento. Estos partidos a menudo se movieron entre dos aguas. Por su carácter vasquista y autodeterminista, fueron tachados de nacionalistas; pero, al mismo tiempo, sectores abertzales les acusaron de sucursalismo y españolismo.
EL VASQUISMO ANTIFRANQUISTA
El régimen franquista tuvo desde sus inicios un carácter clasista; desde su origen tuvo como objetivos disciplinar la fuerza de trabajo y someter el movimiento obrero. Gracias a la dictadura impuesta tras la guerra, la burguesía acumuló grandes beneficios. Pero en la década de 1960 las cosas empezaron a cambiar. Como consecuencia de las transformaciones económicas, sociales y culturales traídas por el desarrollismo, una nueva oposición comenzó a germinar. Diferentes sectores sociales (estudiantes, comunistas, católicos o nacionalistas) fueron despertando gradualmente y convergieron, especialmente en torno al movimiento obrero, que se convirtió en la columna vertebral de la oposición antifranquista. Ante el nuevo escenario de lucha de clases, el proletariado necesitaba nuevas herramientas de combate, y por eso surgieron las comisiones obreras (CCOO), que no eran un sindicato al uso, sino un amplio movimiento unitario y asambleario. [1]
Estos partidos de la izquierda revolucionaria menudo se movieron entre dos fuegos. Por su carácter vasquista y autodeterminista, fueron tachados de nacionalistas, pero al mismo tiempo, sectores abertzales les acusaron de sucursalismo y españolismo
En España, la fuerza política más importante de la oposición y del movimiento obrero fue el Partido Comunista (PCE) de Santiago Carrillo. Sin embargo, en Hego Euskal Herria la situación era excepcional, ya que en CCOO la hegemonía no estaba en manos del PCE. Otras organizaciones y movimientos revolucionarios situados más a la izquierda lo desafiaron abiertamente y compitieron con él por el liderazgo del movimiento obrero. Entre ellos se encontraban, por ejemplo, la Organización Revolucionaria de Trabajadores (ORT), el Movimiento Comunista de Euskadi (EMK), la Liga Comunista Revolucionaria (LKI), el Partido del Trabajo de España (PTE), la Organización de Izquierda Comunista (OIC-EKE) u otras corrientes como la autonomía obrera. Estas tendencias revolucionarias eran dominantes en el movimiento obrero de Álava, Gipuzkoa y Navarra, mientras que en Bizkaia el liderazgo estaba más disputado. [2]
Uno de los rasgos distintivos de esta nueva oposición antifranquista fue el resurgimiento identitario y cultural de las naciones oprimidas por España. Varios factores influyeron en este proceso. Por un lado, la idea de España quedó identificada con el franquismo, por lo que la oposición se aproximó a los relatos y símbolos de las naciones reprimidas. Esta identificación fue tan fuerte que entre la izquierda la palabra España se volvió incluso tabú, sustituyéndose eufemísticamente por el Estado. Por otro lado, las innovaciones teóricas de ETA sacaron al nacionalismo vasco de su conservadurismo y lo fusionaron con las ideas de izquierda. Poco a poco, los sectores abertzales se radicalizaron hacia la izquierda, mientras que la izquierda se impregnó de sentimiento nacionalista. El propio régimen contribuyó a unir a todos los sectores opositores en el mismo lado de la barricada, pues creía en la existencia de un complot rojo-separatista y reprimió con igual dureza a unos y a otros [3]. Finalmente, en la década de 1960 tuvo lugar el Renacimiento Cultural Vasco (la creación del euskara batúa, una nueva generación de escritores, el arte vasco, la nueva canción protesta...). Como cantó Urko, el mundo vasco comenzó a salir de aquel «pozo profundo y oscuro».
Poco a poco, toda la oposición antifranquista, ya fuera abertzale o no, fue asumiendo como propias las reivindicaciones nacionales y culturales vascas. Podría decirse que, frente a la idea centralista y represiva de España impuesta por el franquismo, se forjó una nueva identidad política, que podríamos llamar vasquismo antifranquista. Como decían algunos militantes de Tudela en aquella época, «para ser antifranquista en Navarra, parecía que había que ser nacionalista». Pronto, los símbolos vascos —la ikurriña, el euskera, la cultura vasca o los lauburus— adquirieron un significado progresista, democrático y antifranquista, y fueron adoptados por todas las fuerzas opositoras. Estos símbolos, cargados de un valor subversivo, se convirtieron en emblemas de la resistencia antifranquista. El régimen era plenamente consciente de ello y los reprimía con dureza, casi obsesivamente. Por ejemplo, en 1973 la policía multó a una militante del movimiento obrero de Tafalla por el simple hecho de llevar un gorro con los colores de la “bandera separatista” (rojo, verde y blanco).
Uno de los rasgos distintivos de esta nueva oposición antifranquista fue el resurgimiento identitario y cultural de las naciones oprimidas por España
Sin embargo, estos símbolos y reivindicaciones vasquistas no llegaron al movimiento obrero de la mano de las organizaciones abertzales. Aunque la lucha armada de ETA le granjeó un gran prestigio, la izquierda abertzale de la época enfrentaba serias dificultades para conectar con los movimientos de masas, especialmente con el movimiento obrero. Esta desconexión respondía a varios factores: el peso abrumador del frente militar, la dura represión, y las sucesivas escisiones que fracturaron a ETA. Sus militantes raramente lograban penetrar en fábricas, universidades o barrios obreros, y la izquierda abertzale civil no comenzó a desarrollarse hasta el fin de la dictadura. Otras corrientes del nacionalismo vasco (como el PNV o ELA), por su parte, tenían una presencia marginal en el movimiento obrero. Entonces, ¿cómo se integraron estas demandas vasquista en el movimiento obrero? Fue gracias a las organizaciones de la clase trabajadora. Entre otras, fueron los partidos de la izquierda revolucionaria los que difundieron los símbolos y reivindicaciones vascas en los barrios obreros (formados a consecuencia de la inmigración) y en las comarcas castellanohablantes. Por ejemplo, la primera ikurriña que apareció en Tafalla tras la guerra fue colgada por militantes de CCOO en lo más alto de la fábrica Luzuriaga. De igual modo, en Pamplona, durante las protestas de marzo de 1976 contra la masacre de Vitoria, fueron miembros del movimiento obrero quienes portaron ikurriñas con crespones negros en las movilizaciones.
LA IZQUIERDA REVOLUCIONARIA Y LA CUESTIÓN NACIONAL
Como se ha señalado, las reivindicaciones vasquistas se volvieron transversales, por lo que los programas de todos los partidos y movimientos antifranquistas incluyeron distintas fórmulas de autogobierno para Euskal Herria. Pero no todos interpretaban estas consignas de igual modo: existía un amplio abanico de posiciones, desde las moderadas (autonomía) hasta las más radicales (independentismo o separatismo), pasando por las múltiples opciones intermedias (federalismo, confederalismo, etc.). Entre las fuerzas de izquierda de la época, los debates y el sectarismo eran constantes. La cuestión nacional se convirtió en uno de los principales temas de controversia. En general, tres eran las diferencias clave entre la izquierda abertzale y la izquierda revolucionaria no nacionalista.
Pronto, los símbolos vascos –la ikurriña, el euskera, la cultura vasca o los lauburus– adquirieron un significado progresista, democrático y antifranquista, siendo adoptados por toda la oposición. Estos símbolos, cargados de un valor subversivo, se convirtieron en emblemas de la resistencia antifranquista
En primer lugar, estaba la cuestión en torno a la autodeterminación. Siguiendo las enseñanzas de Lenin, los partidos de la izquierda revolucionaria defendían la necesidad de combinar la lucha contra la opresión nacional con la unidad de clase. Por ello, generalmente apostaban por el federalismo y el derecho a la autodeterminación, no para fomentar el separatismo, sino para lograr una unión más sólida entre pueblos que no se basara en la opresión. La izquierda abertzale, sin embargo, era independentista y rechazaba la autodeterminación planteada en esos términos. Aun así, existían matices claros entre los partidos de la izquierda revolucionaria. Según los partidos maoístas, sobre todo el PTE y la ORT, para alcanzar la autodeterminación era necesario primero derrocar el franquismo, y después, el nuevo gobierno central español reconocería el derecho de autodeterminación a las naciones oprimidas. Para LCR-ETA VI y LC (dos partidos trotskistas que en 1977 se fusionaron y crearon LKI), en cambio, el derecho a la autodeterminación era una cuestión previa. Es decir, tan pronto como se derribase la dictadura, debía devolverse la soberanía a Euskal Herria para que, mediante sufragio universal, se eligiera una asamblea o parlamento que decidiera qué relación debía tener con los demás pueblos. Asimismo, acusaban a la izquierda abertzale de proclamar una “independencia sin autodeterminación”, considerando tal planteamiento como una “separación impuesta” y “antidemocrática”, ya que privaba de decisión y suponía “prescindir de las masas vascas”. La OIC, por su parte, planteaba que la lucha contra la opresión nacional debía ir unida necesariamente a la desaparición de la sociedad de clases y a la unidad de la clase trabajadora. Para ellos, la opresión nacional y la opresión social eran dos caras del mismo problema, por lo que no podían separarse ni jerarquizarse. La autodeterminación debía entenderse como una revolución socialista: una acción política que eliminara toda forma de opresión y garantizara las libertades nacionales, culturales y políticas [4].
El segundo gran tema de debate era el modelo de organización y el marco de la lucha de clases. Los partidos de la izquierda revolucionaria consideraban que el marco de la lucha de clases era estatal, por lo que defendían que todos los revolucionarios debían unirse en un mismo partido a nivel español. Por eso, los grupos de izquierda revolucionaria en Euskal Herria eran ramas vascas de partidos estatales. En cambio, la izquierda abertzale argumentaba que el marco de la lucha de clases debía ser autónomo, y acusaba a la izquierda revolucionaria de practicar el “sucursalismo” (dependencia de una dirección central española). Sin embargo, en la práctica, las secciones vascas de los partidos de izquierda radical gozaban de gran autonomía interna, y en muchos casos concentraban una parte importante de su militancia en las provincias vascas. Por ejemplo, en un censo de 1979 publicado por el historiador Ernesto M. Díaz Macías, el MCE-EMK estimó que el partido contaba con 2.601 militantes, 893 de los cuales (es decir, cerca de un 44 %) estaban afiliados a la sección vasca.
En tercer lugar, existía el debate sobre la territorialidad de Alta Navarra. Para los partidos abertzales, Navarra era parte indivisible de la unidad nacional vasca. El parlamentario abertzale Francisco Letamendia Ortzi planteaba que realizar un referéndum sobre este asunto era comparable a “someter a referéndum si uno era hijo o no de su madre”. La mayoría de los partidos de la izquierda revolucionaria también defendían que Navarra formaba parte de Euskal Herria y que debía integrarse en el futuro Gobierno autónomo vasco, pero con un importante matiz: a diferencia de la izquierda abertzale, reconocían el carácter singular de Navarra y sostenían que su adhesión debía decidirse mediante consulta popular. El EMK, por ejemplo, argumentaba en la revista Zer egin? que Navarra, al integrarse en el Gobierno Autónomo Vasco, debía mantener su identidad y autonomía específicas. Este partido tenía una fuerte implantación en la Ribera navarra, lo que le llevaba a insistir en que el enfoque sobre la cuestión nacional en esta zona requería métodos diferenciados, evitando que se percibiera como una imposición o invasión. LCR-ETA VI, por su parte, mantenía una postura distinta: consideraba que la clase trabajadora navarra ya había demostrado su unidad luchando con el resto de territorios vascos durante la última década de resistencia antifranquista. Aunque apoyaba la unión, advertía que una consulta sobre la territorialidad podía dividir al proletariado navarro, beneficiando a la burguesía. En lo organizativo, los comités nacionales de los partidos revolucionarios incluían siempre las cuatro provincias de Hego Euskal Herria, sin excluir a Navarra.
Los partidos de la izquierda revolucionaria defendían la necesidad de combinar la lucha contra la opresión nacional con la unidad de clase. Por ello, generalmente apostaban por el federalismo y el derecho a la autodeterminación, no para fomentar el separatismo, sino para lograr una unión más sólida entre pueblos que no se basara en la opresión. La izquierda abertzale, sin embargo, era independentista y rechazaba la autodeterminación planteada en esos términos
En los ambientes antifranquistas se decía que la ORT era el partido con la postura más tibia respecto a la cuestión nacional. Este partido, seguidor del pensamiento de Mao Zedong, tenía una fuerte presencia en Navarra y en las comarcas guipuzcoanas de Tolosaldea y Goierri. Surgió hacia 1969, como resultado de la radicalización de sindicatos y movimientos de origen cristiano. En sus primeros años, se centró principalmente en arraigarse en el movimiento obrero, y no desarrolló una línea política o ideológica, al menos hasta 1973-1974. Por ello, el resto de partidos le reprochaban ser excesivamente “sindicalista” y “obrerista”, y apenas prestaba atención a la cuestión nacional. Sin embargo, progresivamente fue asumiendo esas reivindicaciones. Así pues, en septiembre de 1976 publicó una oda a la ikurriña en la revista Abenduak 11, órgano del Comité Nacional de Euskadi, en la que afirmaba lo siguiente: “pronto ondeará en todas las astas de Euskadi nuestra bandera nacional […] símbolo de nuestra soberanía nacional […] pisoteada por el régimen de Franco y hoy de Juan Carlos”.
En general, los partidos surgidos a partir de las corrientes obreristas de ETA mostraron una mayor sensibilidad hacia la cuestión nacional. El EMK, por ejemplo, se fundó en 1967, a consecuencia de una expulsión acaecida en ETA. El grupo de los expulsados se unió a otros colectivos comunistas de España con la intención de formar un partido maoísta. Este partido realizó un viaje de ida y vuelta respecto al nacionalismo, en sus primeros años (1967-70) marcó una gran distancia con el nacionalismo radical de la izquierda abertzale, pero con el paso del tiempo volvió a acercarse. Pensaban que el movimiento obrero y el movimiento nacional, durante mucho tiempo, se habían dado la espalda. Aunque creían que el nacionalismo tenía “origen burgués”, estaban convencidos de que ambos debían unirse en un amplio movimiento popular para luchar contra el capitalismo monopolista y por las libertades nacionales. Sin embargo, el partido mantuvo una gran preocupación por los conflictos interidentitarios que el nacionalismo esencialista podía generar dentro de la clase trabajadora. Por un lado, entendían que los agravios causados por la opresión nacional podían provocar el enfado de los vascos, pero por otro, defendían que ese enfado no debía dirigirse contra los inmigrantes llegados desde España. Las mayores críticas se centraban en ciertos sectores del abertzalismo, especialmente en el partido Euskal Sozialista Biltzarrea (ESB), impulsado por Txillardegi e Iñaki Aldekoa. Según EMK, era necesario rechazar el “exclusivismo nacional” y priorizar la unidad de la clase trabajadora.
CONTRA LA OPRESIÓN LINGÜÍSTICA
Los partidos de la izquierda revolucionaria también participaron, junto con otros sectores, en la lucha a favor del euskera y la cultura vasca. En su propaganda y prensa denunciaron la opresión y discriminación que sufrían los vascohablantes. Para hacer frente a esta situación, reivindicaron la cooficialidad del euskera y “el bilingüismo real”.
La convivencia entre los distintos sectores dentro de las ikastolas no siempre fue fácil, y en algunas ikastolas hubo conflictos. En varios pueblos, maestros y familias fueron expulsados de las ikastolas bajo la acusación de ser “ateos”, “rojos” o “españolistas”
Por ejemplo, LCR-ETA VI denunció en 1974 la existencia de una dura represión lingüística en las prisiones: los funcionarios no permitían a los familiares de los presos políticos hablar en euskera durante las visitas, y si lo intentaban, la visita se interrumpía y quedaba en suspenso inmediatamente. Lo consideraban otro ejemplo más de la opresión que sufría la lengua vasca. Asimismo, en 1976, este partido hizo un llamamiento a los trabajadores para que exigieran clases de euskera pagadas en las fábricas. Bajo el lema “Una ikastola en cada fábrica”, defendían que el movimiento obrero debía exigir a los patrones “una hora libre y pagada para aprender euskera”.
Precisamente, LKI era el partido de la izquierda revolucionaria más comprometido con la liberación nacional de Euskadi, ya que tenía su origen en la VI Asamblea de ETA. Creían que la burguesía nacionalista ya no era capaz de dirigir la lucha por la liberación nacional, ya que las movilizaciones de masas que esta provocaba eran contradictorias con sus intereses de clase. Por ello, según se desprende de la “Resolución sobre la cuestión nacional” del Congreso de 1976, consideraban que solo el proletariado revolucionario podía dar una respuesta a la cuestión nacional, incluyendo la liberación nacional en el programa socialista. En esa misma línea, en la lucha contra la opresión lingüística, el liderazgo también recaía en manos de las corrientes nacionalistas, lo que podía suponer un obstáculo para su desarrollo. Para reducir la influencia del “nacionalismo burgués”, LKI proponía que la clase obrera debía encabezar la batalla cultural y lingüística. Para ello, era fundamental que la vanguardia obrera (es decir, los partidos revolucionarios obreros) asumiera de manera consecuente la dirección de esta lucha. Solo así se lograría debilitar la influencia de la “burguesía euskaltzale”.
En las ikastolas también se produjo una pugna entre distintas corrientes vasquistas. De hecho, durante las décadas de 1960 y 1970, uno de los frentes más importantes en la lucha por el euskera fue el de la enseñanza. En todas las comarcas vascas, de norte a sur, se pusieron en marcha iniciativas populares para euskaldunizar y alfabetizar tanto a adultos como a niños. Para ello, aquí y allá, se crearon las denominadas gau-eskolak (escuelas nocturnas) e ikastolas, muchas veces de manera alegal o clandestina.
La coalición Herri Batasuna y la izquierda abertzale, en cambio, constituyeron una especie de “frente de rechazo” al nuevo régimen y el nacionalismo radical se convirtió en el “espacio-refugio” para muchos revolucionarios
Así pues, en 1974, LCR-ETA VI señaló en la revista Zutik! que dentro del movimiento de las ikastolas existían dos corrientes. Por un lado, estaba la corriente nacionalista y burguesa, que representaba al nacionalismo conservador clásico y a la burguesía vasca (PNV), así como a la burguesía tecnocrática y los cuadros de clase media (ELA). Por otro lado, estaban las corrientes populares y progresistas representadas por la izquierda revolucionaria. Según este partido, la primera corriente defendía una educación basada en valores cristianos y conservadores. El modelo de ikastola de LCR-ETA VI, sin embargo, era diferente. Los trotskistas preferían impulsar ikastolas con un carácter progresista, laico y popular. Además, defendían que las ikastolas debían estar vinculadas a los problemas cotidianos del pueblo. En cuanto a su organización y funcionamiento, debían ser asamblearias y democráticas, garantizando la participación tanto de profesores como de padres. Ante este conflicto entre corrientes, LCR-ETA VI creía que ETA V podía unirse a la corriente revolucionaria y les hizo un llamamiento para que se sumaran. Pero, al parecer, no tuvieron mucho éxito, ya que acusaron a ETA V de apoyar casi siempre las posturas de la “derecha vasca” bajo la excusa del “españolismo”.
Como se ve, la convivencia entre los distintos sectores dentro de las ikastolas no siempre fue fácil, y en algunas ikastolas hubo conflictos. En varios pueblos, maestros y familias fueron expulsados de las ikastolas bajo la acusación de ser “ateos”, “rojos” o “españolistas”. Esto ocurrió en localidades como Arrasate, Gernika o Iruña. Por ejemplo, en 1979, el Partido de los Trabajadores de Euskadi (PTE) denunció que una familia había sido expulsada de la ikastola de Andoain por criticar la pedagogía conservadora del centro y llevar a uno de sus hijos a una ikastola más progresista. El titular que apareció en la revista Yesca lo dejaba bastante claro: “Ikastolas sí, pero no carcas”.
En ese contexto, durante los años de la Transición se creó en Pamplona un proyecto singular: la Udal Ikastola (Ikastola Municipal). Este modelo fue excepcional y único en todo º. Un grupo de padres y madres vinculados a la izquierda revolucionaria y al movimiento obrero, ante el predominio de las ikastolas privadas y confesionales, fundaron en 1976 una ikastola pública y laica. Para ello, aprovecharon los resquicios de la legislación franquista y la complicidad de concejales progresistas en el Ayuntamiento de Pamplona. Inicialmente, algunos sectores de la izquierda abertzale prefirieron impulsar un proyecto alternativo llamado Herri Ikastola, al considerar que la Udal Ikastola dependía de instituciones públicas españolas. Sin embargo, la Herri Ikastola tuvo una vida corta, y pronto la mayoría de sus familias se integraron en la Udal Ikastola. Esta última libró una larga batalla por su supervivencia: primero contra el último consistorio franquista, y después con las primeras corporaciones democráticas. El conflicto solo se resolvió cuando tres centros públicos de modelo educativo en euskera lograron consolidarse en la red pública navarra.
EL DESENCANTO Y EL REFUGIO DE LOS REVOLUCIONARIOS
A medida que las reivindicaciones nacionales fueron siendo asumidas en los últimos años de la dictadura, se produjo un acercamiento entre la izquierda revolucionaria y la izquierda abertzale. Entre 1975 y 1976 se extendió un clima de colaboración, aunque persistieron debates sectarios. Aun así, lograron impulsar las plataformas Euskal Herrikoi Batzarra y Euskal Erakunde Herritarra como espacios de coordinación entre fuerzas revolucionarias, y organizaron conjuntamente el Aberri Eguna de 1976 en Iruñea, sin la participación de la oposición moderada.
Pero la Transición alteró la correlación de fuerzas. En pocos años, las cosas cambiaron mucho. La izquierda revolucionaria, que hasta entonces había tenido una fuerte presencia en el movimiento obrero, entró en decadencia como consecuencia de la crisis económica, la ofensiva de la burguesía y el retroceso del movimiento obrero. La coalición Herri Batasuna y la izquierda abertzale, en cambio, constituyeron una especie de “frente de rechazo” al nuevo régimen y el nacionalismo radical se convirtió en el “espacio-refugio” para muchos revolucionarios. Ante la capacidad electoral y social de HB, algunos partidos rupturistas como EMK y LKI sufrieron un “deslumbramiento” y empezaron a orbitar en torno a la izquierda abertzale. Ambas formaciones solicitaron el voto para dicha coalición en varias ocasiones. Pero la izquierda abertzale seguía siendo reticente por su españolismo. Así pues, para facilitar esa colaboración, en la década de 1980 ambos partidos se desligaron de sus ramas españolas y asumieron la consigna de la independencia.
El PTE también mostró una tendencia progresiva de acercamiento a la izquierda abertzale. Por ello, entre 1978 y 1979 intentó actuar como puente entre el reformismo de EE y el populismo maximalista de HB. La ORT, en cambio, tomó un camino más moderado durante la Transición. Aunque aún se consideraba revolucionaria, adoptó una postura favorable a la Constitución y al Estatuto de Gernika. Además, comenzó a condenar públicamente todas las formas de terrorismo, incluida la violencia de ETA. Sin embargo, como consecuencia de estas decisiones, empezó a alejarse de su base social, y según muchos antiguos miembros de la ORT, ese fue el inicio del declive del partido. Para hacer frente a la crisis política e ideológica, el PTE y la ORT decidieron inesperadamente fusionarse en el verano de 1979. Pero aquel proceso de unificación no tuvo éxito y quedó disuelto a los pocos meses. Unos meses más tarde, antiguos militantes del PTE publicaron el documento Aportación a la Revolución Vasca, con el objetivo de anunciar su adhesión a las tesis ideológicas de la izquierda abertzale y su apoyo a HB.
CONCLUSIONES
En los últimos años de la dictadura, la izquierda revolucionaria y los partidos del movimiento obrero mostraron un compromiso notable con los derechos nacionales y culturales de Euskal Herria. Partiendo de su visión internacionalista original, adoptaron progresivamente posiciones favorables a la cuestión nacional, y en muchos casos se acercaron a las tesis de la izquierda abertzale. Sin embargo, la relación con esta nunca fue fácil: aunque hubo intentos de colaboración, las tensiones ideológicas y los posicionamientos políticos generaron rupturas y desacuerdos.
Los testimonios revelan que, a menudo, la confianza entre la izquierda revolucionaria y los abertzales era muy frágil, y que las interpretaciones de las posturas podían variar según el contexto. Por ejemplo, algunos militantes del PTE de la Ribera contaban que, en una ocasión en que viajaron a Gipuzkoa, tuvieron un enfrentamiento con militantes locales que les acusaron de ser “españolistas”, mientras que en Tudela, paradójicamente, los de su partido eran conocidos como “los vascos” por colgar ikurriñas. Siempre estuvieron entre dos fuegos.
REFERENCIAS
[1] Doménech Sampere, X. (2022). Lucha de clases, franquismo y democracia: Obreros y empresarios (1939-1979). Akal.
[2] Satrustegi, I. (2022). Beste mundu bat nahi genuen. Nafarroako Gobernua; Wilhelmi, G. (2016). Romper el consenso: La izquierda radical en la Transición (1975-1982). Siglo XXI; Satrustegi, I. (2025). Atreverse a luchar. La izquierda revolucionaria y la Transición en Navarra. Txalaparta.
[3] Ansa Goicoechea, E. (2019). Mayo del 68 vasco: Oteiza y la cultura política de los sesenta. Editorial Pamiela; Almeida Díez, A. (2022). El pueblo trabajador vasco: Breve historia de la formación de un concepto y sus consecuencias estratégicas en ETA. El Futuro del Pasado: Revista Electrónica de Historia, 13, 543–582.
[4] Jiménez de Aberasturi Corta, J. C., & López Adan, E. (1989). Organizaciones, sindicatos y partidos políticos ante la transición: Euskadi 1976. Eusko Ikaskuntza.
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