Mario Aguiriano
@AguirianoMario
2023/05/03

El objetivo del análisis de la lucha de clases, de las tensiones y potencias del presente, debe ser la identificación de las mediaciones necesarias para hacer efectivo un salto cualitativo en su desarrollo. En otras palabras: los comunistas confrontan la lucha de clases desde la perspectiva de su desenlace revolucionario. Desligado de este fin, todo análisis acaba reduciéndose a una forma de contemplación, a una observación de un objeto presuntamente externo, como sucede en los ejercicios de sociología académica. 

Pocos pueden dudar de que la coyuntura actual tiene connotaciones realmente trágicas, en el sentido estricto del término. A primera vista, parecemos encontrarnos con una crisis total del capitalismo, entendido como el conjunto de nuestras relaciones sociales, que sin embargo no se ve acompañada por la existencia de un sujeto antagonista capaz de organizar políticamente el derrumbe del capital. Ante esta realidad, hay quien se consuela con fantasear con un derrumbe automático e inevitable, que podría prescindir de la mediación de la agencia revolucionaria de la clase obrera. Otros, por el contrario, prefieren apelar a una abstracta voluntad revolucionaria, desligada de las condiciones objetivas del presente.

En rigor, ambas perspectivas son igualmente abstractas. Su error de base es el mismo: separar las dinámicas del capitalismo del desarrollo de la lucha de clases, escindir estructura y agencia, de modo que la ausencia de un sujeto revolucionario organizado pasa a explicarse apelando a cuestiones meramente subjetivas, de carencias ideológicas o falta de voluntad. Este es el caso de cierto marxismo-leninismo trasnochado. El error inverso consiste en ignorar por completo la cuestión subjetiva, abundando así en un evolucionismo plenamente impotente. El resultado es una caída inevitable en los pecados gemelos del voluntarismo y el fatalismo. 

Una vía aparentemente intermedia, pero igualmente impotente, es aquella que convierte las limitaciones del presente en límites infranqueables. Esto es habitual entre quienes disfrazan la renuncia de realismo e invocan la correlación de fuerzas para justificar su absoluta sumisión a lo existente. La participación en los sindicatos del Estado o en las sucursales izquierdistas del Partido de la Reforma pasa a justificarse por su supuesta inevitabilidad. 

De nuevo, esta postura tiene su reverso en el falso optimismo de quienes ignorar estas limitaciones o incluso las convierten en bondades, vistiendo la incapacidad de potencia y escondiendo la nulidad política bajo la máscara de la virtud. Aquí podemos ubicar a las falsas «autonomías», las autonomías desclasadas que aspiran únicamente a la independencia formal de su colectivo aislado. 

En líneas generales, quien se ciega a la impotencia de su proyecto, quien se niega a evaluar racionalmente su práctica, quien rehúye la autocrítica y trata de vender lo que son síntomas y formas de una derrota absoluta como símbolos de una victoria, debe ser considerado un adversario. La crítica debe ser implacable tanto con aquellos que abundan en fórmulas fracasadas como con quienes fabrican falsas alternativas, pues ambos forman parte del peso muerto de la historia. 

La crítica debe ser implacable tanto con aquellos que abundan en fórmulas fracasadas como con quienes fabrican falsas alternativas, pues ambos forman parte del peso muerto de la historia

La realidad no debe endulzarse sin que la crudeza se convierta en una excusa para la recaída en la contemplación fatalista. Esto es, en sentido más elemental, lo que implica analizar la realidad desde la perspectiva de su superación, pues tanto quien minimiza las dificultades del presente como quien las convierte en obstáculos insalvables participa de una forma de conciencia falsa. Nuestro punto de partida, por lo tanto, debe ser la completa impotencia presente del programa revolucionario de la clase obrera. A día de hoy, el proletariado está políticamente descompuesto. No constituye un poder independiente, un partido histórico con un programa y objetivos diferenciados, irreductibles a los de las demás clases sociales. Y sin embargo los estallidos se multiplican desde Francia hasta Chile, desde Sri Lanka a Irán, como indicios de un mundo burgués que se resquebraja. Se generalizan el disturbio y la revuelta espontánea, que irrumpen con fuerza durante días o semanas para pasar después a apagarse. Ante ellos, el Partido de la Reforma despliega hábilmente la fuerza combinada de la represión y la cooptación. Cuando, preso de sus propios límites y confrontado por unas fuerzas del Estado crecientemente autoritarias, el estallido comienza a demostrar síntomas de agotamiento, los partidos de la burguesía, que desde el principio han tratado de mutilar sus demandas para poder acomodarlas al orden existente, vuelven a aparecer como los únicos jugadores en el terreno. 

Pero solo la miopía política puede llevar a un desprecio absoluto de estas experiencias. Quien se conforma con subrayar su derrota no entiende que precisamente su valía es indisociable de su fracaso, que su principal potencia reside en hacer explícitas sus limitaciones. Pues lo que todas ellas revelan progresivamente son no solo las crecientes grietas del orden social burgués, sino la necesidad objetiva de la organización política. 

A la hora de fundamentar esta necesidad y exponer qué tendencias del presente conducen a ella conviene pararse a hacer un breve esbozo histórico. En cierto sentido, nuestro contexto parece guardar similitudes con el de la Europa de antes de 1848, donde un proletariado políticamente inmaduro comenzó a levantarse, de forma inicialmente caótica, contra un mundo sostenido sobre su dominación (1). El resultado fue la subordinación de sus luchas al programa de una burguesía que todavía trataba de conquistar el poder político frente a las fuerzas del Antiguo Régimen. Los objetivos del proletariado, y sus tareas –necesariamente internacionales– se subyugaban así a los proyectos de sus propias burguesías nacionales, en un estadio en que las relaciones de producción capitalistas todavía estaban expandiéndose globalmente. Se trataba por lo tanto de un proletariado en proceso de formación, formado en su mayoría por artesanos organizados en pequeños talleres urbanos, y notoriamente atomizado. En toda Europa solo Inglaterra contaba con un desarrollo industrial mínimamente notable. La Liga de los Comunistas nació en respuesta a esta coyuntura, para pronto disolverse ante la derrota de las fuerzas revolucionarias. 

En las revoluciones del 48 se hizo palpable el antagonismo de intereses entre proletariado y burguesía. En unas líneas célebres de El 18 de Brumario de Luis Bonaparte, Marx señala cómo llegada la hora decisiva «todas las clases y todos los partidos se habían unido en un partido del orden frente a la clase proletaria, como partido de la anarquía, del socialismo, del comunismo» (2). El Partido del Orden resultó victorioso en Francia y en toda Europa. 

La lección que Marx y sus seguidores extrajeron de 1848, lección que subyace a la creación de la Primera Internacional 16 años después, es la necesidad de la acción política de la clase obrera (3). El partido del comunismo debía tomar una forma política definida, convertirse en órgano de organización y dirección del obrero colectivo. Habría de pasar casi medio siglo hasta que el Partido tomara su forma política más acabada, al consumarse durante la Gran Guerra la ruptura con la socialdemocracia. Esta lección, quizás aparentemente remota, es fundamental para el presente. De su actualización depende el futuro del socialismo como única alternativa a la barbarie. 

Por supuesto, la actualización no es la sujeción del movimiento real a un ideal abstracto, sino el intento de empujar este movimiento hacia su desenlace revolucionario. Esto pasa por confrontar un contexto histórico cuya característica más decisiva es el creciente anacronismo de las relaciones de producción capitalistas. 

Este anacronismo no es un hecho fortuito, sino que se deriva de la contradicción intrínseca a las mismas. Las relaciones de producción capitalistas se sostienen sobre la explotación del trabajo vivo y sin embargo no pueden sino disminuir progresivamente su papel en la producción. La misma ley del valor, que dicta que el valor de cada producto debe venir determinado por el tiempo de trabajo necesario para reproducirlo, acaba redundando en la compulsión de reducir cada vez más el tiempo de trabajo incorporado en cada mercancía a través de la introducción de nuevos avances tecnológicos. El capital no cesa de acumularse, pero en este mismo proceso relega crecientemente al único factor que hace posible la acumulación (por ser el que produce plusvalor): el trabajo vivo. Esta tendencia contradictoria se expresa en la forma de una creciente sobreacumulación de capital, con la consiguiente caída de las tasas de ganancia. Lo que en la superficie económica aparecen como crisis puntuales no son sino expresiones de la profunda crisis de las relaciones sociales capitalistas. Es una crisis de la misma forma capitalista de la riqueza (el valor), cuyo medio de medida –el tiempo de trabajo socialmente necesario– se vuelve crecientemente obsoleto ante el estadio actual de las fuerzas productivas (que hacen del trabajo vivo un factor cada vez más redundante). En la mediación de esta contradicción por la acción política de la clase obrera se funda la posibilidad objetiva del paso a un orden social superior, donde la riqueza se produzca en función de la necesidad, bajo el control de la asociación de productores libres, y en la que la medida de esta última sea el tiempo socialmente disponible para el desarrollo pleno de todas las facultades humanas. 

En la mediación de esta contradicción por la acción política de la clase obrera se funda la posibilidad objetiva del paso a un orden social superior, donde la riqueza se produzca en función de la necesidad, bajo el control de la asociación de productores libres, y en la que la medida de esta última sea el tiempo socialmente disponible para el desarrollo pleno de todas las facultades humanas

Volvamos, sin embargo, a la caracterización de nuestro presente. El despliegue de la tendencia histórica que Marx llamara «Ley General de la Acumulación» (4) da lugar a una contradicción creciente entre, por un lado, el aumento de las potencias del trabajo social cristalizado en el capital y, por otro, un trabajo vivo que se demuestra cada vez más redundante. El desarrollo de la gran industria (5), donde el trabajo es realmente subsumido por el capital y la ciencia y la tecnología se convierte en fuerzas productivas por derecho propio, tiene su reverso necesario en el recrudecimiento de las contradicciones de la acumulación, con la creciente sustitución de trabajo vivo por trabajo muerto. Esto conduce a la creación de una masa cada vez mayor de desposeídos sin función, que vagan entre el desempleo y las formas más variadas de subempleo. Se consolida así un inmenso proletariado informal, que personifica la fuerza de trabajo y sigue dependiendo del salario (directo o indirecto) para su subsistencia, pero cuyo vínculo con el trabajo es cada vez más inestable, y se da en su mayoría en forma de trabajo improductivo en el sector servicios. Este proletariado informal, cuya forma de acción política espontánea es el disturbio antes que la huelga (6), es el protagonista de los grandes estallidos de nuestro tiempo. Su crecimiento viene acompañado por una fragmentación creciente del obrero colectivo a nivel internacional (7), cuyo resultado más inmediato es la creciente incapacidad de la clase trabajadora a la hora de ejercer poder local (como sucedía cuando la huelga en una fábrica concreta, como la General Motors de Detroit o la SEAT de Barcelona, podía tener efectos inmediatos en la economía mundial). 

Todos los factores anteriores –fragmentación internacional del obrero colectivo, aumento del desempleo estructural y del subempleo, auge del sector servicios– han contribuido a la desarticulación social y política de la clase obrera. Ante un contexto como este, hay quien afirma la necesidad absoluta de apostar por la vía reformista. Desde esta perspectiva, solo la introducción de mejoras graduales y la organización en torno a un programa de mínimos, todo ello estructurado en torno a grandes organizaciones reformistas y «bloques democráticos», puede volver a reactivar políticamente a la clase. Tal proyecto se movería en torno a dos polos: la lucha sindical por mejorar las condiciones de la compraventa de la fuerza de trabajo (aumento del salario directo y mejora de las condiciones de trabajo) y la lucha parlamentaria por la redistribución del producto social en forma de bienes y servicios públicos (salario indirecto). Dada la crisis del trabajo antes descrita, la segunda vía gozará necesariamente de preeminencia. Este es el núcleo económico del proyecto del ala izquierda del Partido de la Reforma, de la que participan, a menudo sin saberlo, muchos supuestos «anticapitalistas». 

A los defensores de esta postura les suele gustar disfrazarla de sobrio realismo, argumentando que es lo único posible en el aquí y ahora, y por lo tanto la única vía para que la revolución fuera posible en un futuro indeterminado. Sin embargo, esta indeterminación esconde un error de base. De por sí, la lucha por el salario enmarcada bajo una estrategia reformista, es únicamente capaz de perpetuar la relación de clase (8), en lugar de abolirla. Tratan de mejorar las condiciones de la clase explotada, no de abolirla junto al resto de las clases. En otras palabras: no existe un vínculo convincente entre la lucha por reformas y el objetivo final de la abolición relación de clase, no se hace explícito el modo en que la lucha por el salario, la lucha de clases como contradicción en movimiento, puede devenir en la lucha contra el salario. Pero la tarea de los comunistas es precisamente esta: no renunciar a la lucha por el salario para refugiarse en una pureza impotente, sino establecer las mediaciones para que esta pueda convertirse en la lucha por la abolición de la relación salarial. 

No renunciar a la lucha por el salario para refugiarse en una pureza impotente, sino establecer las mediaciones para que esta pueda convertirse en la lucha por la abolición de la relación salarial

Por supuesto, muchos que toman la postura que critico son simples mamporreros del capital, u obreristas para los que el objetivo de la emancipación ha desaparecido del horizonte para sustituirse por una mera lucha por mejoras parciales, por la conquista de una mejor posición negociadora para el trabajo en un mundo construido sobre su explotación. Quiero creer, sin embargo, en la intención honesta de algunos otros. Por ello, trataré de exponer la incompatibilidad de esta postura y la del proyecto de superación del capital, y de argumentar, además, que aunque esta política se haga en nombre de «los de abajo» (eufemismo para «proletariado») posee un contenido de clase muy definido (y en absoluto proletario). 

En líneas generales, el problema más evidente de este proyecto es que replica el viejo error de Kautsky y la primera ortodoxia socialdemócrata: la ausencia de una mediación coherente entre los medios y los fines, entre una táctica reformista y un objetivo final declaradamente revolucionario (9). En consecuencia, el objetivo final acaba convirtiéndose en mera ideología, una pantalla para justificar la subordinación presente. La paradójica consecuencia consiste en defender que la superación del capital requeriría antes que nada salvar al capital de sí mismo: conseguir una vía de acumulación «sana» que permita mejorar las condiciones de vida de la clase trabajadora. Esta idea subyace al proyecto de un Green New Deal (10). 

Tal mediación entre los medios y los fines solo puede proveerla la organización revolucionaria. Y, sin embargo, este proyecto aboga por la inclusión de las fuerzas que se autodenominan revolucionarias en el Partido de la Reforma. El objetivo de la independencia política pasa a sepultarse bajo la afirmación de la necesidad de sancionar políticamente la dependencia de la clase. Esto solo puede dar lugar a la mayor de las confusiones: la canalización de las fuerzas del presente hacia las trampas gemelas del sindicato corporativo y el cretinismo parlamentario. 

La necesidad de la acción política en la que insistiera Marx solo puede ser la necesidad de la acción independiente, lo que requiere de la construcción de un Partido propio

La necesidad de la acción política en la que insistiera Marx solo puede ser la necesidad de la acción independiente, lo que requiere de la construcción de un Partido propio. En este, el objetivo del socialismo se concreta en una consciencia colectiva organizada como una fuerza social. Por descontado, este Partido ha de ser el partido del proletariado revolucionario, capaz de dar cuenta de la voluntad histórica concreta de la clase, y no una secta de iluminados que tome la forma de una vanguardia externa. Su construcción no estará acabada hasta poder dar cuenta de este objetivo, es decir, hasta que no cuente con un amplio respaldo de masas en un estadio de ofensiva. Pero este es el único medio para que nuestras acciones en el presente sean coherentes con el objetivo final de una sociedad sin clases. Todas las energías del presente –la organización de nuestros procesos de lucha y organización colectiva– deben orientarse en esta dirección estratégica, pues solo esta mediación puede hacer que las luchas inmediatas del presente tengan una orientación efectiva. Solo así las formas actuales de la lucha de clases pueden complementar el salto cualitativo que mencionábamos al comienzo del artículo: centralizando sus esfuerzos en torno a una estrategia unitaria y una organización centralizada de las capacidades, capaz de ejercer como síntesis política del movimiento real. 

Solo así las formas actuales de la lucha de clases pueden complementar el salto cualitativo que mencionábamos al comienzo del artículo: centralizando sus esfuerzos en torno a una estrategia unitaria y una organización centralizada de las capacidades, capaz de ejercer como síntesis política del movimiento real

De lo contrario, estamos condenados a seguir cayendo en la contradicción elemental de la política parlamentaria, en la que la canalización de las demandas obreras no viene acompañada por la construcción de un poder social capaz de imponerlas (11), o en los errores clásicos de su reverso tradeunionista. En ambos casos, las demandas distributivas de la clase obrera se presentan bajo la forma contradictoria de un imperativo por aumentar la explotación de la propia clase, única vía para aumentar el pastel a repartir (12). Este fue el núcleo de la política socialdemócrata en el periodo del Estado social. Este proyecto, sin embargo, requiere de aquello para lo que el capitalismo se demuestra crecientemente incapaz: el despliegue de la acumulación. En la actualidad, ante una crisis total, con un capitalismo donde el aumento de la tasa de explotación se ve acompañado por el saqueo generalizado de salarios como única vía para mantener a flote la rentabilidad, el contenido real de tales proclamas es muy diferente. Consiste, de hecho, en tratar de sostener, a través de las políticas redistributivas estatales, no ya las condiciones de vida del proletariado, sino las de una clase media en proceso de desintegración, necesario soporte social del orden del capital. Por último, en tanto que proyecto parlamentario, este se restringe necesariamente a un marco nacional desde que atacar la raíz del poder del global del capital resulta imposible. 

Aunque no es necesario recapitular aquí los errores y el carácter contrarrevolucionario de la estrategia reformista de una vía parlamentaria al socialismo (13), cabe señalar que este proyecto se enfrenta hoy a dos dificultades adicionales. Por un lado, a la clásica confusión socialdemócrata (para la que el poder último del enemigo reside en el Parlamento o el Estado, en lugar de en el mismo proceso de acumulación global (14) se le añade el creciente vaciamiento de poder de los parlamentos y ejecutivos nacionales en favor de los bancos centrales y agencias de regulación internacional, capaces de moverse con fluidez entre el ámbito público y el privado y esquivar así los constreñimientos del constitucionalismo liberal (15). Existe, sin embargo, un problema más fundamental: a día de hoy, la acción estatal se enfrenta a un dilema irresoluble derivado de la consolidación de tres dinámicas paralelas: el estancamiento económico (sobreacumulación), el aumento de la población sobrante y crisis ecológica (16). Dentro del marco de las relaciones de producción capitalistas, el dilema es realmente irresoluble: la necesidad de impulsar el crecimiento económico (estimulando la inversión y el aumento de la productividad) agrava la crisis climática y la superfluidad de millones de trabajadores; los planes públicos de creación de empleo aceleran la sobreacumulación de capital, al sostener artificialmente capitales improductivos y aumentar el gasto estatal, sin conseguir por ello lidiar con la cuestión ecológica; la inversión en tecnologías verdes se topa rápidamente con el problema de la sobreacumulación y la expulsión de trabajo vivo; las medidas severas contra la crisis climática chocan contra el imperativo de valorización del capital. En consecuencia, la vía estatal-parlamentaria es hoy una vía muerta. La gestión del Estado burgués no llevará a la emancipación, ni servirá para rearticular políticamente a la clase.

La recomposición de una estrategia revolucionaria de la clase obrera del presente requiere abandonar estos proyectos fracasados. Requiere, a día de hoy, del despliegue de la forma-movimiento como proceso de reconstrucción del Partido a través de la progresiva articulación política de la clase bajo un programa comunista actualizado (17). En este movimiento, organización de la clase y para la clase, surgido de la asimilación consciente y colectiva de las contradicciones y tareas del presente, se cristaliza el salto cualitativo con respecto a las limitaciones de las luchas de las últimas décadas. Así, su despliegue va dando lugar a formas organizativas y de conciencia cada vez más elevadas y totalizantes. En conexión con la discusión anterior, hay varios puntos se imponen como cruciales. No pretendo, por supuesto, ser exhaustivo, sino simplemente subrayar algunas consecuencias del análisis desarrollado hasta aquí. 

El primero punto es un estricto internacionalismo, cuya necesidad, central e ineludible para la política comunista, es hoy especialmente imperiosa. La fragmentación actual del obrero conlleva que su posibilidad de ejercer poder social requiera de niveles de organización inusitados, que transcienden por principio las fronteras nacionales (18). El Partido Comunista solo puede ser la Internacional, y su proceso de construcción pasa por la organización internacional del proletariado a escalas cada vez más amplias. Conviene recordar que nunca la clase obrera en su conjunto ha reunido mayores capacidades potenciales para someter la producción social a un control consciente y colectivo, y que, sin embargo, quizás nunca ha sido tan impotente si se mantiene como sujeto atomizado. El Partido no es, en rigor, sino obrero colectivo consciente. Solo en tanto que órganos conscientes del trabajo social, estructurado en torno a este, pueden las crecientes potencias científicas de los trabajadores individuales convertirse en medios para la socialización completa de la producción.

El Partido no es, en rigor, sino obrero colectivo consciente. Solo en tanto que órganos conscientes del trabajo social, estructurado en torno a este, pueden las crecientes potencias científicas de los trabajadores individuales convertirse en medios para la socialización completa de la producción.

El segundo punto es la necesidad de conectar ese proletariado informal masivo, políticamente disruptivo y sin embargo difícilmente capaz de ejercer en lo inmediato un poder social notable, dado su posición con respecto a la producción, con los trabajadores productivos cuyo vínculo con la producción es todavía más estable. Solo así el disturbio y la huelga pueden convertirse en tácticas complementarias dentro de una estrategia unificada. 

El tercer punto, de especial relevancia en el centro imperialista, consiste en el imperativo de subordinar a los sectores proletarizados de las clases medias a un programa político proletario, destruyendo toda tentativa de que la acción política se convierta para estos sectores en un medio para tratar de recuperar los privilegios perdidos entre cuyas promesas crecieron. Esto requiere de un análisis riguroso de las determinaciones sociales de este grupo (19), cuyas capacidades formativas y potencial radicalismo tienen su reverso en la tendencia al invidualismo y el aspiracionismo, y sobre el que pesa la tentación constante de abandonar el proyecto colectivo de la clase en pos de las prebendas que proporciona el ala izquierda del Partido de la Reforma. En este sentido, la disciplina consciente y la organización racional de la autoridad y el trabajo militante son medios necesarios para combatir la ideología del individualismo. El velo del fetichismo de la mercancía, que confronta al individuo privado con una sociedad constituida en un ente externo (20), solo comienza a rasgarse cuando las potencias del trabajo individual pasan a organizarse conscientemente, revelándose cada individuo como órgano del trabajo social. De este modo el Partido en construcción prefigura lo que solo podría completarse con la completa abolición del capital. 

El cuarto punto pasa por identificar a los sectores más avanzados de la clase, aquellos que podrán ejercer de punta de lanza en el proceso de su recomposición en clave comunista. A día de hoy, existen buenos motivos para afirmar que este papel corresponde a la juventud proletaria. La agudeza de su desposesión, su socialización en un contexto de crisis perpetua, con el desmoronamiento creciente de la sociedad de las clases medias y su neutralización del antagonismo de clase (unida a las promesas ideológicas de ascenso social y estabilidad), el horizonte de inmiseración y redundancia social que se abre ante ellos son factores determinantes a este respecto. En rigor, esto no supone una anomalía histórica. La juventud proletaria fue, de hecho, el actor social determinante en la ruptura comunista con la socialdemocracia acaecida durante la Gran Guerra. La acción política de una generación de obreros que comenzaba ya a alzarse contra el reformismo de los Partidos Socialdemócratas (21) y fue después lanzada en masa a la picadora de carne humana de la guerra imperialista precipitó decisivamente la crisis del mundo burgués y la apertura de un ciclo revolucionario. Sirva como dato: la media de edad entre los participantes del Sexto Congreso (1917) del Partido Bolchevique era de 29 años (22). 

El quinto punto señala la necesidad de identificar a su vez los sectores estratégicos de la producción: aquellos en los que incluso niveles modestos de organización pueden redundar en la capacidad de ejercer un cierto poder social. A día de hoy, existen buenos motivos para afirmar que este rol corresponde de forma eminente (al menos en un centro imperialista crecientemente desindustrializado) a los sectores logísticos de cuyo desempeño depende el flujo internacional de mercancías (23). Planteados como luchas tácticas apoyadas por sectores más amplios de la clase, y bajo una medición correcta de la correlación de fuerzas, los conflictos que pueden desplegarse en estos sectores tienen la capacidad de tener efectos expansivos en la recomposición del poder social de los trabajadores. Aquí, como en todos los puntos anteriores, la organización política es la mediación social capaz de enmarcar esta construcción de poder dentro de un proyecto determinado por la necesidad de la ofensiva futura y el sometimiento de la producción social al control colectivo de los individuos asociados. 

Para concluir, me gustaría insistir en una cuestión central: la mediación política es la única vía para recomponer la clase en clave revolucionaria. Puede que hace cien años los socialistas fantasearan con la unificación espontánea de una clase en imparable crecimiento en torno al proletariado industrial como punta de lanza del socialismo. Hoy, ante una clase fragmentada y la extenuación de la dinámica de la acumulación, esta idea carece por completo de sentido. Todo proceso de recomposición de la clase requerirá de un grado notable de artificialidad, de ensamblaje de partes dispares, a través de los medios más variados (24). Confío en haber dado al menos algunos argumentos importantes de por qué esta construcción, si quiere ser efectiva, debe tener su centro en la organización política.

La mediación política es la única vía para recomponer la clase en clave revolucionaria

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

(1) Para un análisis detallado de las revoluciones del 48 véase Clark, Cristopher. Revolutionary Spring. Fighting for a New World 1848-1849, Penguin, Nueva York, 2023. 

(2) Marx, Karl. El 18 de Brumario de Luis Bonaparte, Fundación Federico Engels, Madrid, 2003, p. 23. 

(3) Véase Galcerán, Montserrat. La invención del marxismo, Traficantes de Sueños, Madrid, 2023, pp. 27-28.

(4) Marx, Karl. El Capital, Crítica de la economía política. Vol 1. El proceso de producción del capital, Siglo XXI, Madrid, 2021, pp. 703-806. 

(5) Ibíd, pp. 447-588. 

(6) Véase Clover, Joshua. Riot. Strike. Riot. A New Era of Uprisings, Verso, Londres, 2019. 

(7) Véase Charnock, Greig y Starosta, Guido (eds.). The New International Division of Labour. Global Transformation and Uneven Development, Palgrave, Londres, 2016.

(8) Clare Roberts, William. “Class in Theory, Class in Practice”, Crisis & Critique, vol. 10, no. 1, pp. 256-257. 

(9) Sobre este punto véase Schorske, Carl E. German Social Democracy, 1905-1917. The Development of the Great Schism, Harvard University Press, Cambridge, 1983; Sassoon, Donald. Cien años de socialismo, Edhasa, Barcelona, 2001. 

(10) Véase, para una excelente crítica, Miasni. “En caso de incendio ¿Green New Deal?”, en Marx XXI. Contra la socialdemocracia, Contracultura, Madrid, 2023, pp. 195-212.

(11) Clarke, Simon. “Estado, lucha de clases y reproducción del capital” en Marx, Marginalismo y la Sociología Moderna, Dos Cuadrados, Madrid, 2023, p. 340. 

(12) Véase Clarke, Simon, “Estado, lucha de clases…” pp. 340-341 y Mattick, Paul. “The Limits of Reform”, en Marxism. The Last Refuge of the Bourgeoisie? The Merlin Press, Londres, 1983, pp. 186-195.

(13) Para un análisis más exhaustivo véanse los artículos recopilados en VVAA. MarxXXI. Contra la socialdemocracia, Contracultura, Madrid, 2023. 

(14) Véase Kolitza. “Constructivismo político y lucha de clases”, Gedar, 2019. 

(15) Callincos, Alex. A New Age of Catastrophe. Polity Press, Londres, 2023, pp. 71-72.

(16) Para un análisis detallado de esta cuestión véase Alami, Ilias; Copley, Jack; Moraitis, Alexis. “The ‘Wicked Trinity’ of Late Capitalism: Governing in an era of Stagnation, Surplus Humanity, and Environmental Breakdown”, Geoforum, 2023, pp. 1-13. 

(17) Véase Kolitza, “Articulación de Consejos y Estrategia Socialista”, Gedar, 2021.

(18) Véase Angry Workers, “Estrategia revolucionaria de la clase obrera para el siglo XXI – Parte 1”, en abwerten.noblogs.org

(19) A pesar de que difiero con el autor en cuestiones teóricas importantes y algunas de sus tesis centrales, puede encontrarse un análisis perspicaz de esta problemática en Evans, Dan. A Nation of Shopkeepers. The Unstoppable Rise of the Petty-Bourgeoisie, Repeater Books, Londres, 2023.

(20) Véase, sobre este punto, Carrera, Juan Iñigo. Usar críticamente el capital, Ed. Imago Mundi, Buenos Aires, 2007.

(21) Véase Schorske, Carl E. German Social Democracy 1905-1917

(22) Véase Davis, Mike. “Old Gods, New Enigmas: Notes on Revolutionary Agency”, en Old Gods, New Enigmas. Marx´s Lost Theory, Verso, Londres & Nueva York, 2018.

(23) Véase Vela, Corsino. Capitalismo terminal. Anotaciones a la sociedad implosiva, Traficantes de Sueños, Madrid, 2018. 

(24) Puede encontrarse un análisis detallado sobre la necesidad de esta artificialidad, aunque realizado desde una perspectiva política muy diferente a la desarrollada aquí, en Rodríguez, Emmanuel. “¿Cómo se hace una clase? en El efecto clase media. Crítica y crisis de la paz social, Traficantes de Sueños, Madrid, 2022, pp. 393-421.

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