Les Cribleuses de blé (1854) FOTOGRAFÍA / Gustave Courbet
EKIDA kultur ekimen sozialista
@ekidatzen
2021/05/04

Probablemente una de las cosas más relevantes de su 150 aniversario es lo poco que conocemos la Comuna. Y si de ella desconocemos tanto, no hay más que hablar de su importancia artística-cultural. Sin embargo, para nosotros y nosotras, los comunistas, es de vital importancia la Comuna de París, aquel asombroso gobierno del proletariado que se mantuvo durante 71 días, del cual debemos acordarnos continuamente para seguir adelante. Entre estas lecciones también se encuentran aquellas vinculadas al arte y la cultura: las posiciones de los artistas, las disputas mantenidas o las decisiones políticas adoptadas, todas deben ser contempladas por aquellas personas que deseen mirar al arte desde una perspectiva revolucionaria. De hecho, la experiencia de la Comuna también conforma un episodio importante de la historia social del arte, el cual nos aporta claves para comprender dicho episodio. En este artículo, trataremos de hacer un breve repaso de todo esto.

LOS OBREROS DE LUJO: ARTISTAS CONTRA LA REVOLUCIÓN

Las revoluciones radicales hacen aflorar los antagonismos políticos de la forma más clara, lo cual repercute por defecto en todos los aspectos de la vida social, incluso en los ámbitos artísticos y culturales. Además, la situación sociopolítica de Francia fue especialmente confusa a partir de mediados del siglo XIX y hubo un marcado ambiente revolucionario. Las revueltas republicanas de 1848 y su posterior restauración monárquica bonapartista habían dejado huella en las ideas y opiniones políticas de diversos artistas, que se habían unido a las ideas de la República y del progreso social en aquellas primeras décadas del siglo XIX, para ser exactos en los tiempos de la constitución social y política del proletariado. Fueron muchos –varios de ellos de los nombres más significativos de la historia moderna de la literatura– los que se posicionaron a favor de la revolución republicana: Gustave Flaubert, George Sand, Alphonse Lamartine, Víctor Hugo y Charles Baudelaire, por ejemplo.

Sin embargo, a partir de aquel momento la situación cambió sustancialmente. Una de las mayores enseñanzas extraídas de las revoluciones de 1848 fue que la siguiente revolución tendría un carácter proletario, tal como lo había formulado Marx. Evidencia de ello fueron Comuna de París y la actitud que adoptaron varios artistas ante ella.

A partir del 18 de marzo de 1871, el proletariado revolucionario proclamó la toma de poder sobre París con la aprobación y el establecimiento de la Comuna. Con la instauración de la Comuna, muchos artistas que hasta entonces habían mantenido opiniones políticas progresistas cambiaron radicalmente su posición. Gustave Flaubert, autor de la obra maestra Madame Bovary y exrepublicano, por ejemplo, desarrolló un odio extremo hacia los miembros de la Comuna. Así escribió a George Sand en una carta, en el mismo año 1871: «Pienso que debiera haberse condenado a las galeras a toda la Comuna y forzar a esos imbéciles sangrientos a quitar los escombros de las ruinas de París con cadena en el cuello como simples prisioneros forzados». También el joven y entonces conservador Émile Zola ­­–que luego se convertiría en paradigma de autor comprometido y escritor de conocidas novelas que reflejaban la lucha obrera– se posicionó en contra de la Comuna, burlándose públicamente del artista revolucionario Gustave Courbet.

Tal vez pueda resultar sorprendente que semejante cambio se hubiera producido en tan corto espacio de tiempo, pero la explicación, como se ha dicho, deberíamos buscarla en el contenido de clase completamente distinto que tenían la revolución de 1848 y la de 1871: al principio, aquellos que estuvieron del lado de la II. República ocuparon una posición totalmente contrarrevolucionaria cuando el sujeto de la revolución pasó a ser el proletariado y la realidad a superar era el orden social burgués y la propia sociedad de clases. Con el estallido de la revolución, muchos de estos artistas vieron peligrar sus privilegios; incluso hubo quien los defendió con armas o se marchó de París. Es más, muchos artistas que se situaban cerca del romanticismo se asentaron en una ideología aristócrata: desde una concepción elitista de la civilización, creían que solo un gobierno de élites nobles podía garantizar el desarrollo estético e intelectual de la sociedad. En este sentido, la mayoría eran antiburgueses: rechazaban la sociedad industrial y el moralismo burgués, mas esto no los hacía posicionar a favor de la revolución proletaria. En contraposición, tomando una posición elitista, la mayoría desarrolló su odio al pueblo trabajador frente a la politización del proletariado. De aquí debe entenderse que al proletariado revolucionario se le llame «bárbaro» o «animal» o «loco». El caso del poeta francés Charles Leconte de Lisle puede resultar ilustrativo. Además de ser poeta, actuaba de pueblo en pueblo como orador revolucionario, hasta que un día los ciudadanos lo cogieron a pedradas. Dijo: «¡Qué estúpido es el pueblo! Es una raza eterna de esclavos que no puede vivir sin albarda y sin yugo. No será, pues, por él por quien sigamos combatiendo, sino por nuestro sagrado ideal».

Este sagrado ideal no era, desde luego, el mismo que el de la Comuna: los artistas aristócratas vieron que sus intereses y los del sujeto de la Comuna no coincidían. La sociedad a la que aspiraban estos primeros era regida por las élites, que poseyeran el saber intelectual y el gusto estético para que los artistas garantizaran que dedicaran su vida al arte sin problemas materiales, posibilidad que contraponían al pueblo llano. Decía Baudelaire: «En un pueblo sin aristocracia, el culto de lo bello solo puede corromperse, aminorarse y desaparecer». Es precisamente esa época en la que los artistas anteriormente románticos buscaron hacer su práctica artística lo más alejada posible de la sociedad para que el arte actuara según sus propias reglas. Eran los tiempos de arte por el arte. Sin embargo, el origen de esta idea estaba plenamente arraigado en la posición aristocrática elitista y, por consiguiente, en la perpetuación de la sociedad de clases. «Nosotros somos obreros de lujo», dijo Flaubert, «Hay que amar el Arte por el Arte en sí mismo; de lo contrario, vale más el oficio más humilde». Como se ha dicho anteriormente, sí que se posicionarían en contra de la burguesía, pero al mismo tiempo mostrarían un menosprecio evidente hacia el pueblo obrero y el deseo de mantener el arte como privilegio.

Las posiciones de la Comuna y del socialismo revolucionario eran bien distintas. El artista socialista británico William Morris –que, por cierto, vivió desde cerca la Comuna de París, experiencia que impregnó su pensamiento– alzó la voz en contra de tales ideas. A su juicio, la escuela que predicaba el arte por el arte reivindicaba, en fin, un arte «cultivado por unos pocos para unos pocos» y que «tenía la necesidad de –era un deber, de aceptar alguno– desacreditar a la multitud vulgar». Morris pensaba justamente lo contrario: «La causa del arte es la causa del pueblo. (...) Algún día recuperaremos el arte, es decir, el placer de vivir, recuperaremos de nuevo el arte para nuestro trabajo diario Un día recobraremos el arte, es decir, el placer de la vida; devolveremos el Arte a nuestro trabajo diario».

POEMAS Y ZAPATOS: ARTISTAS A FAVOR DE LA REVOLUCIÓN

La Comuna de París dio un sentido práctico a las palabras de Morris. Marx, en su lectura de los hechos, dijo que la Comuna había sido «la forma política al fin descubierta para llevar a cabo la emancipación económica del trabajo». ¿Qué sentido podía tener esta forma política en los ámbitos de la cultura y del arte? Precisamente eso: que en aquel intento de abolir la explotación del trabajo y la propia sociedad de clases, el arte y la cultura tenían que dejar necesariamente de ser privilegios de clase, que el proletariado tenía que devolverlo «al trabajo diario».

En aquel intento de abolir la explotación del trabajo y la propia sociedad de clases, el arte y la cultura tenían que dejar necesariamente de ser privilegios de clase, el proletariado tenía que devolverlo «al trabajo diario»

Como se ha visto anteriormente, aunque muchos artistas se inclinaron en contra de la Comuna, la Comuna también tuvo otros muchos partidarios. Incluso hubo quien participó activamente en los sucesos de París. Víctor Hugo, autor de la gigantesca novela Les Misérables, por ejemplo, pese a no apoyarse en la Comuna, denunció duramente la violenta represión de la burguesía y mantuvo una estrecha relación con militantes comuneros revolucionarios como Louis Michel. Destaca también el escritor Auguste Villiers de l'Isle-Adam, hegeliano de izquierdas y autor de la colección excéntrica Cuentos crueles, que se situó desde el principio a favor del proletariado parisino. Por otra parte, tenemos casos curiosos de Paul Verlaine y Arthur Rimbaud, los cuales tuvieron una estrecha relación con la Comuna, aunque ambos fueron conocidos como grandes escritores modernistas: Verlaine participó activamente en la Comuna y luego tuvo que exiliarse, y Rimbaud, aunque no participó directamente, mostró en más de una ocasión una fuerte disposición a favor de la Comuna, tanto en sus poemas como en sus declaraciones. Aunque existe un intento constante de despolitizar su obra, en el breve periodo de tiempo que dedicó a la lectura, mostró a menudo su postura a favor de la emancipación del proletariado. Así decía en su poema «El Herrero» de 1870:

También Eugéne Pottier, obrero socialista y figura imprescindible de la presente crónica, empezó a escribir poemas en aquel tiempo anterior a la Comuna. Ya por aquel entonces formaba parte de la Primera Internacional, y más adelante, se convertiría en el escritor del himno La Internacional. Declaraba lo siguiente en un poema ya en el año 1870: «Nombremos una Comuna roja / ¡Roja como un sol naciente!»

Asimismo, el ambiente revolucionario también repercutió notablemente entre los artistas plásticos. Entre ellos cabe citar a Jules Dalou, James Tissot o al pintor, escultor y estampador Honoré Daumier. Recordamos a este último, además, como uno de los ejemplos más evidentes del artista revolucionario: en su participación en las revoluciones de 1830, 1848 y la Comuna, llevó hasta sus últimas consecuencias su voluntad de plasmar su compromiso con el proletariado socialista en su arte. Ya en la época anterior a la Comuna, había realizado trabajos que mostraban la lucha y la miseria de los obreros de su tiempo, así como la crueldad de la clase enemiga, especialmente de la «aristocracia de cuello blanco».

Gustave Coubert es, sin embargo, el más destacado entre los artistas plásticos, seguramente por su relevancia artística y política. Aunque sea conocido como paradigma del salto del romanticismo al realismo, Courbet siempre mostró sus ideas socialistas a través de la pintura. Él, artista autodidacta y también de origen obrero, ya a mediados del siglo XIX expresó de forma clara y original su adhesión al proletariado. Es del 1849, por ejemplo, pintó el conocido cuadro de Enterramiento en Ornans, en el que quiso reflejar con el uso de los colores la distinción social entre nobles y obreros. El bello cuadro El Taller del Pintor del 1855 también podría considerarse como una metáfora original del carácter social que Courbet reconocía a su autoría. Al fin y al cabo, antes de la instauración de la Comuna de París y de la puesta en marcha de la Federación de Artistas de París, de la que hablaremos más tarde, ya existía un ambiente en el mundo artístico, de la mano de artistas que participaban en el movimiento obrero revolucionario que se iba fortaleciendo.

Sin embargo, deberíamos trascender la apariencia e indagar algo más en el modo de vida que tenía el proletariado en aquella época. De hecho, se estaban levantando puentes entre la vida cotidiana de los trabajadores y las experiencias estéticas, puentes que podían dirigirse hacia otro tipo de producción artística. Por ejemplo, se ha mencionado que a lo largo del siglo XIX se desarrolló el fenómeno de los «poetas obreros» –poètes ouvriers–, formado por los proletarios que, después de pasar el día en la fábrica, dedicaban su tiempo libre a escribir poesía. En lugar de tomar la poesía como oficio, los poetas obreros dedicaban a la escritura las horas libres que les permitía su horario y el cansancio del oficio, y su obra podría leerse como un archivo de sus sueños. Eugéne Pottier, de quien hemos hablado anteriormente, fue uno de ellos. En su época de jornalero, panadero, oficinista o diseñador de imprenta, y mientras estaba dedicado al trabajo político, robando horas a la noche, escribió versos como este:

Así escribió Pottier varios de los poemas que se convertirían en himnos o lemas para los revolucionarios proletarios. Más allá del contenido, sin embargo, era de especial importancia el hecho de que los trabajadores asumieran también la actividad de la poesía. Esta misma acción constituía un precedente para superar el privilegio de clase de la poesía –y del arte en general–. En este sentido, cabe destacar también el curioso caso del parisino Napoléon Gaillard. Artesano y zapatero, Gaillard declaró con vehemencia como arte su labor de artesanía y zapatería, rompiendo con la distinción entre las Bellas Artes y artes industriales. «Me considero un trabajador, un “artista del calzado”», escribió, «Y, aunque haga zapatos, tengo derecho a tanto respeto como los que se creen a sí mismos trabajadores por blandir una pluma». Llevando la idea hasta el extremo, nombró la barricada que construyó en la época de la Comuna como «castillo Gaillard» y así declaró una barricada como obra de arte.

El ambiente revolucionario tuvo una notable influencia en el mundo artístico anterior a la Comuna: con sus obras, los artistas y poetas querían, con firme compromiso, dar cuenta de la vida y de la lucha del proletariado. Igualmente, ya para aquella época, empezó a materializarse en el propio modo de vida proletario el sentido que podía tener la consigna de la «emancipación económica del trabajo» en la labor artística. En el mismo se contemplaba acabar con la división entre artesanía y el arte: si hasta la época de la industrialización el «arte» se entendía en el sentido de la artesanía, a partir de entonces se convirtió en un ámbito aparte, junto con la división entre trabajo intelectual y trabajo manual. La idea de los años anteriores de la Comuna y de las políticas culturales de la misma era acabar con esta división, no como regresión conservadora, sino como un proyecto que iba en consonancia con el sentido del nuevo mundo y de la emancipación del proletariado.

LOS DÍAS DE LA COMUNA: LA FEDERACIÓN DE ARTISTAS DE PARÍS Y LA POLÍTICA CULTURAL

Es catorce de abril de 1871 y se han reunido más de cuatrocientas personas en la Facultad de Medicina de la Sorbona. En ella no se encuentra ahora ningún profesor; todo el profesorado se ha marchado a Versalles por temor a la amenaza del proletariado revolucionario. Ahora, escultores, pintores, poetas y artistas industriales se han reunido en respuesta al documento «llamamiento a los artistas» de Courbet y escuchan atentamente. Pottier lee en voz alta un manifiesto que, una vez aprobado, se publicará como manifiesto de la Federación de Artistas de París al día siguiente. Tal y como proclama el manifiesto, esta sala llena hasta arriba es «una asamblea de inteligencias artísticas», formada no solo por pintores y escultores, sino también por artesanos y similares.

En aquella reunión se formó la Federación de Artistas de París. Courbet fue el presidente electo y con él se nombró a 47 delegados –electos para un año y, como el resto de puestos de la Comuna, eran revocables– con gente de disciplinas diversas: arquitectos, escultores, impresores, críticos. El manifiesto, publicado el 15 de abril, dice claramente que «Los artistas de París, adherentes a los principios de la República Comunal, se constituyen en federación».

La Federación buscó desde el principio que los artistas gestionasen sus propios intereses y asumió ciertos quehaceres vinculados al arte y la cultura. Por un lado, tomó el compromiso de gestionar monumentos, museos, galerías y bibliotecas para que estuvieran disponibles para todos y no volvieran a ser organizados por intereses privados. Por otro, asumió tres deberes: «la conservación de los tesoros del pasado; la implementación y el realce de todos los elementos del presente; y la regeneración del futuro a través de la enseñanza». La federación, por su parte, también creó una tribuna llamada L'Officiel des Arts, en la que cualquier ciudadano interesado podía debatir sobre cuestiones estéticas y la relación entre el artista y el público.

No obstante, todos estos quehaceres yacían sobre unas bases, en las que se encuentra el mayor potencial de la Federación de Artistas de París. La primera consistía en la «libre expansión del arte, libre de toda tutela gubernamental». La segunda, fue la «igualdad de derechos entre todos los miembros de la federación». Por su parte, en la tercera constaba «la independencia y la dignidad de cada artista tomada bajo la salvaguarda de todos mediante la creación de un comité elegido por el sufragio universal de los artistas».

Es necesario observar las bases de una distancia más cercana. Por un lado, la Federación reconoce la «igualdad de derechos» a todos sus miembros, pero esta no es solo una cuestión formal. Como ya hemos mencionado, el comité y la propia Federación estaban formados por artistas de disciplinas diversas, tanto de las disciplinas que ya entonces se consideraban Bellas Artes como las relacionadas con las artes industriales o artesanales. En definitiva, la igualdad de todos estos miembros se traducía en la igualación de estas disciplinas: la condición de artista era reconocida a todos los miembros y, por tanto, todos podían aportar desde sus ámbitos. Fue una cuestión a la que el propio Pottier dio mucha importancia; consideró errónea la denominación de «arte industrial» e hizo un esfuerzo para que todos fueran considerados como verdaderos artistas. Esta posición y decisión lleva también consigo acabar con la distinción entre trabajo intelectual y mano de obra, así como no dar un carácter superior a los llamados Bellas Artes.

De ahí también el deseo de liberar el arte de «todo privilegio»: el artista no tiene ningún derecho adicional respecto al artesano, ni respecto a ningún otro trabajador o ciudadano. Tampoco puede entenderse la cuestión de la «independencia» y de la «libre expansión» exenta a las demás cuestiones: no exigen una autonomía abstracta y privilegiada ­–en el sentido de la idea de arte por arte que hemos visto al principio, por ejemplo–, sino la emancipación total del trabajo artístico, liberado de los límites impuestos por la sociedad burguesa. Porque esta independencia no se concibe como un privilegio, sino como una aplicación artística de la consigna «emancipación económica del trabajo». Todos ellos son artistas «adherentes a los principios de la República Comunal»: conciben su trabajo y el proyecto revolucionario de la Comuna en una estrecha vinculación.

La cuestión de la independencia [del arte] exenta a las demás cuestiones: no exigen una autonomía abstracta y privilegiada, sino la emancipación total del trabajo artístico, liberado de los límites impuestos por la sociedad burguesa

La Federación de Artistas de París tiene, sin duda, una gran importancia en el tema que nos ocupa. Sin embargo, en los días de la Comuna hubo otras actividades relacionadas con la cultura, que no se puede dejar de mencionar. La experiencia de la Comuna realizó importantes aportaciones relacionadas con la educación, abordando la cuestión metodológica hacia una educación libre, decretando una escuela pública universal y verdaderamente laica, etc. En cuanto a la cuestión de los monumentos, aunque en general buscaron conservar los «tesoros del pasado», también se tomaron decisiones políticas para lo contrario. En los últimos días de la Comuna, fue derribada la Columna de la Plaza de la Vêndome levantada en honor de Napoleón, acción planificada por el propio Courbet, por considerarla un símbolo de la guerra patriótica entre el viejo mundo y los pueblos.

PEREGRINOS DE LA ESPERANZA: EL FRACASO Y EL EXILIO

Los comuneros no tuvieron tiempo de hacer mucho más. Hay un cuadro de Maximilien Luce, en la que aparecen cinco comuneros, muertos en la calle, empuñando todavía sus armas, todos los portales de la calle tapiados con tablas. El cuadro se titula Una calle de París en mayo de 1871 o La Comuna y no podría describir mejor la situación del proletariado revolucionario parisino en aquella fecha. En efecto, el 28 de mayo de 1871, después de haber mantenido el control en París durante setenta y un días, fueron derrotados con una represión de lo más violenta. Rimbaud, quien según dicen marchó hacia París pero nunca llegó, escribió así en su memorable poema La orgía parisina o París se repuebla:

El ejército de Thiers, a las órdenes de los fortificados en Versalles, atacó París fuertemente y derrotó con sangre al gobierno del proletariado revolucionario. Miles y miles de comuneros fueron fusilados, formando el que es sin duda uno de los episodios más sangrientos de la historia del movimiento obrero. Otros muchos no tuvieron otra que marcharse al exilio, huir de la represión y enraizar su vida en otra parte. Courbet fue condenado una pena de prisión y le interpusieron una sanción por organizar el derribo de la Columna de la Plaza Vêndome y, una vez cumplida su condena, murió exiliado en Suiza. De la misma manera, el propio Pottier tuvo que huir a Estados Unidos, país desde donde continuó su trabajo político y escritura de poemas; entre esos poemas, La Internacional, escrita en 1871, la cual se convertiría en canción e himno inmortal del movimiento obrero revolucionario. Por su parte, Louis Michel, miembro importante de la Comuna y también poeta, también tuvo que exiliarse. Desde allí escribió a Víctor Hugo, haciéndole partícipe de la derrota: «Si nos dejan vivir, que nos destierren los que hemos sido tenaces partidarios de las ideas; que todos los demás, pobres víctimas que han topado inesperadamente con nosotros, sean puestos en libertad». Justamente porque fueron «tenaces partidarios de las ideas», muchos y muchas no se rindieron y siguieron trabajando por la revolución, y, así, el exilio sirvió también a los comuneros para difundir las ideas de la Comuna. William Morris escribiría en su honor el largo poema Los peregrinos de la Esperanza:

Se acabaron los días de la Comuna, el gobierno obrero parisino, el proyecto de la Federación de Artistas; todo: quedarían sepultados entre los escombros y la sangre, muertos en la calle, esperando a que un día fueran descubiertos por las inquietudes revolucionarias del proletariado. Prueba de ello pueden ser los trabajos hechos unas décadas después por una nueva generación de artistas revolucionarios: Reunión anual en el Muro de los Comuneros de Ilya Repin o los cuadros La llamada o Esperando del francés Devambez. Efectivamente, como cantaría Pottier, la Comuna no estaba muerta mientras el proletariado revolucionario seguía en su lucha de llevar a cabo su proyecto histórico:

A MODO DE CONCLUSIÓN

Marx decía que la importancia de la comuna yacía en su «existencia fáctica», a saber, en el mismo hecho, y no tanto en el desarrollo de un programa o unos ideales concretos. También es así para aquellos que quieran analizar el arte y la cultura desde una perspectiva socialista. La experiencia enriquecedora de la Comuna de París, empezando desde su propio sentido político general y hasta las políticas de cultura de la Federación de Artistas, guarda aún numerosas lecciones. Es por eso que es imprescindible analizar todos factores que repercuten en la Comuna de París, tal y como se ha hecho anteriormente. Nosotros, en este artículo, nos hemos ocupado de tratar los temas relacionados con el arte y la cultura.

La experiencia enriquecedora de la Comuna de París, empezando desde su propio sentido político general y hasta las políticas de cultura de la Federación de Artistas, guarda aún numerosas lecciones. Es por eso que es imprescindible analizar todos factores que repercuten en aquella experiencia

Ciertamente, creemos que el tiempo que duró la Comuna y la aportación que hizo a su época conforman un episodio significativo de la historia del arte. Hemos mencionado primero de los artistas que se posicionaron en contra del proletariado revolucionario, también de su posición de clase y su proyecto artístico-social. Por otra parte, hemos hablado de la revolucionaria época anterior a la Comuna, de la experiencia comunera y la política artístico-cultural. Es el conflicto real de estos dos proyectos reales la evidencia de que también el arte es atravesado por la lucha de clases: ni uno ni otro son susceptibles de entender independientemente a la composición de clase de la época y los intereses políticos ligados a ella. Hemos de tener en cuenta, entre otras cosas, las comprensiones contrapuestas de la labor artística; un proyecto interpretaba el arte como una identidad privilegiada, cuando el otro lo concebía como una rama de la producción social que estaría al servicio de toda la ciudadanía. En los proyectos encontramos interpretaciones muy dispares respecto a la independencia del are: la independencia podría entenderse como un privilegio de clase, o justo al contrario, podría entenderse en relación con la función social del arte.

El proyecto histórico del socialismo, la constitución de la emancipación económica del trabajo, lleva también consigo la emancipación total del trabajo artístico. El arte debe librarse de toda condición impuesta por la sociedad burguesa –mercantilización y salarización, acceso limitado, separación de la sociedad, etcétera– para poder desarrollarse libre y plenamente, lo cual únicamente será posible conseguir por medio de la superación del capitalismo. En la experiencia de la Comuna encontramos evidencias de ello, como también claves para el futuro: la no-separación entre las llamadas Bellas Artes y los demás trabajos, el acceso universal al conocimiento cultural y artístico y el desarrollo de la función social del arte en conjunto con el de los demás trabajos.

Finalmente, hemos tratado de aprovechar el artículo para rememorar obras artísticas de la época comunera o ligadas a su lucha. Ya que la experiencia de la Comuna nos aporta un extraordinario corpus de las expresiones de arte relacionadas con la estrategia revolucionaria del proletariado, algunos admirables ejemplos del arte socialista, una lista de artistas revolucionarios que concibieron el arte como una herramienta para la lucha política y junto con todo esto, también unas lecciones. Al fin y al cabo, la Comuna de París es para los comunistas un pasado que se ha de recordar una y otra vez, también por su aspecto artístico-cultural, como acabamos de ver. En definitiva, cualquiera que asuma la labor de reactivar la potencia revolucionaria del arte deberá echar la vista atrás hacia esta experiencia.

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