Marina Segovia
2024/10/06

Si bien a lo largo de la historia los desplazamientos migratorios han sido un fenómeno habitual, fue a comienzos del siglo XIX cuando, con el auge de la industrialización y el desarrollo capitalista, se produjeron migraciones masivas de proletarios. Desde su génesis, con la expulsión violenta del campesinado ligado a la tierra y al artesanado, las fuerzas del capital han generado una clase social desarraigada, carente de hogar y obligada, por su condición de asalariada, a desplazarse allí donde se requiere su fuerza de trabajo.

Para rastrear el origen de las oleadas migratorias de los siglos XIX y XX habría que retrotraerse al periodo de transición del sistema feudal al capitalismo, en el que tuvo lugar el proceso de acumulación originaria a través del cual grandes masas de población fueron despojadas repentina y violentamente de sus medios de subsistencia y lanzadas al mercado de trabajo como proletarios libres y desheredados. En palabras de Marx, “estos trabajadores recién emancipados sólo pueden convertirse en vendedores de sí mismos, una vez que se vean despojados de todos sus medios de producción y de todas las garantías de vida que las viejas instituciones feudales les aseguraban. Y esta expropiación queda inscrita en los anales de la historia con trazos indelebles de sangre y fuego.” [1]

La desarticulación de los gremios y la proletarización de los jornaleros procedentes del campo convivieron con la tradicional inestabilidad de los trabajos agrícolas. En este contexto de inseguridad laboral, figuras presentes en las economías preindustriales europeas, como la del artesano ambulante que recurría al trabajo migratorio y se pluriempleaba, se hicieron cada vez más habituales. Como afirmaba Eric Hobsbawm en su Era del Capital: “si hubo un factor que determinó la vida de los obreros del siglo XIX ese fue la inseguridad” [2]. 

Desde sus inicios, la movilidad de la fuerza de trabajo, preferentemente barata, ha sido crucial para la expansión capitalista, aspecto señalado por Lenin: “El capitalismo crea forzosamente la movilidad de la población, que no se requería con los sistemas anteriores de economía social y era imposible en ellas en proporciones más o menos grandes” [3]. Para la crítica marxista de la economía política, las migraciones masivas, esencialmente forzosas, constituyen parte del proceso de formación del modo de producción capitalista. A su vez, es importante señalar que la división internacional del trabajo y las relaciones de dominación capitalistas actuales tienen su precedente histórico en la consolidación de las potencias económicas occidentales que generaron su acumulación originaria y emprendieron su industrialización mediante procesos de colonización e imperialismo que incluyeron las migraciones económicas forzosas y el tráfico de esclavos. El saqueo de materias primas y metales preciosos, que siguió al exterminio de gran parte de la población originaria de las colonias, hizo necesaria la importación de mano de obra esclava a gran escala. Entre los siglos XVI-XIX, se estima que en torno a 10 y 20 millones de personas fueron trasladadas desde África a América como mano de obra esclava. Al mismo tiempo, las clases dirigentes, temerosas ante la conformación de una clase proletaria cada vez más numerosa y el incremento de los estallidos revolucionarios, incentivaron las migraciones europeas hacia las colonias. Los análisis de Marx en torno a la migración forzosa muestran cómo ya desde las etapas más tempranas de desarrollo capitalista los trabajadores del centro imperialista se vieron expulsados del mercado de trabajo a causa de la maquinización del proceso de producción. Por tanto, el desarrollo industrial y la acumulación capitalista precisaron de la creación de masas de obreros sobrantes, generando una amplia superpoblación. 

Es importante señalar que la división internacional del trabajo y las relaciones de dominación capitalistas actuales tienen su precedente histórico en la consolidación de las potencias económicas occidentales que generaron su acumulación originaria y emprendieron su industrialización mediante procesos de colonización e imperialismo que incluyeron las migraciones económicas forzosas y el tráfico de esclavos

Entre las diversas formas de movimiento espacial de la fuerza de trabajo destacaron dos variantes: las migraciones internas e internacionales. Estos fenómenos se diferencian únicamente por la delimitación de las fronteras de los estados nacionales que el Capital crea para impulsar su desarrollo. La forma de migración más simple englobaba los desplazamientos del campo a la ciudad, motivados por la privatización y expropiación de las tierras comunales, el desarrollo industrial y las oportunidades laborales que ofrecía la ciudad. La acelerada acumulación capitalista y un dinámico crecimiento del tejido industrial convirtieron a las grandes ciudades portuarias y a las cuencas mineras en focos receptores de inmigración. Inicialmente predominó una modalidad de migración estacional. En épocas de carestía, los jornaleros desprovistos de tierras se desplazaban a las zonas mineras durante los periodos de descanso agrícola. Marx consideraba a esta “población nómada” de origen rural que se desplazaba en busca de trabajo y se empleaba indistintamente en la construcción o el tendido de vías de ferrocarril como el sector de los trabajadores más precario. Las mujeres del mundo rural también se trasladaban en solitario hacia las capitales de provincia, donde pasaban a formar parte del servicio doméstico. Posteriormente, las migraciones hacia las conurbaciones urbanas se diversificaron, dando lugar a una enorme variedad de tipologías, entre las que destaca la preeminencia del modelo de migración en familia. Habitualmente se desplazaba un único miembro de la familia, que, una vez instalado, trasladaba al resto. Las ciudades receptoras se saturaron de barriadas obreras, que, alejadas de los ensanches y espacios urbanos ocupados por la burguesía, se prolongaban alternados con industrias. El ferrocarril permitía el desplazamiento de trabajadores y mercancía, lo cual facilitaba los movimientos del campo hacia la ciudad. 

Durante esta primera fase de la industrialización temprana, en la que los jornaleros desplazados por las reformas agrarias se trasladaron hasta los centros industriales europeos, predominaron las distancias cortas. Por ejemplo, en 1851, la localidad algodonera de Preston, situada en Lancashire (Inglaterra), arrojaba unos datos muy significativos que pueden extrapolarse a otras regiones manufactureras. Cerca de más de la mitad de la población eran inmigrante, y alrededor del 40% provenía de un radio de apenas 18 kilómetros, mientras que únicamente un 30% de los inmigrantes se había desplazado más de 45 kilómetros. Tan solo un 14% de los foráneos eran de origen irlandés y habían llegado a la localidad como consecuencia de la oleada migratoria de 1840 [4]. La cercanía a la localidad de origen permitía a los trabajadores eventuales trabajar como braceros durante la cosecha y la siembra, mantenía las relaciones comunitarias y dejaba abierta la posibilidad de volver. 

Dentro de la segunda tipología, pueden diferenciarse los movimientos migratorios entre países vecinos y las grandes migraciones transatlánticas, que se sumaron a los tradicionales movimientos entre metrópoli y colonias. Cuantificar con precisión las dinámicas demográficas y los flujos migratorios en fechas tan tempranas resulta complejo. La estadística, que nació como un instrumento al servicio de las clases dominantes que permitía establecer un control más exhaustivo de la población, es una ciencia relativamente moderna. A mediados del siglo XVIII, junto con el nacimiento del Estado moderno y el desarrollo capitalista, las herramientas estadísticas y la organización de la población en censos permitieron a los gobiernos conocer, contar y registrar cada vez con mayor exactitud el número de habitantes, su sexo, edad, estado de salud y ocupación. Esta práctica resultaba útil para conocer el número de hombres en edad militar y los recursos demográficos con los que contaba cada país, pero habría que esperar hasta bien entrado el siglo XIX para que los países europeos estableciesen un control sistemático de la población y su movilidad. Por tanto, las cifras oscilan dependiendo de las fuentes consultadas, aunque, a grandes rasgos, dentro de las migraciones masivas europeas se distinguen dos oleadas: la primera, a inicios del siglo XIX, cuando entre 1820 y 1920, en torno a 60 millones de europeos emigraron hacia América del Norte, y una segunda oleada, después de la Segunda Guerra Mundial. 

La primera oleada, denominada por algunos historiadores como la época de las grandes migraciones internacionales, llegó a alcanzar en algunos países receptores tasas de inmigración del 10 al 20 por mil habitantes, superiores a las actuales. En 1880, la cifra de emigrantes europeos hacia Norteamérica sobrepasaría por primera vez la de los esclavos africanos. El periodo de mayor volumen migratorio corresponde al periodo comprendido entre 1870 y 1913. La mayor parte de los emigrantes procedían de las Islas Británicas (15 millones), Italia (10 millones), Alemania (5 millones) y España (5 millones), teniendo como principal destino Estados Unidos, Argentina, Canadá, Brasil y Cuba. La emigración afectó de forma desigual a las distintas potencias del centro imperialista, en las que encontramos grandes diferencias tanto en la tasa de emigración como en la elección de destinos. Los principales países de destino, caracterizados por la abundancia de recursos naturales y la escasez de mano de obra, no solo no pusieron trabas legales a la llegada de trabajadores extranjeros, sino que facilitaron la inmigración de fuerza de trabajo europea. La abolición de la esclavitud en colonias como Brasil hizo peligrar la explotación del café que sustentaba la riqueza de los terratenientes y la estabilidad económica del país. Como reacción, se emprendieron ambiciosas políticas de atracción de inmigrantes que incluían el transporte e incluso la estancia de familias europeas durante un periodo de cinco años. 

Los principales países de destino, caracterizados por la abundancia de recursos naturales y la escasez de mano de obra, no solo no pusieron trabas legales a la llegada de trabajadores extranjeros, sino que facilitaron la inmigración de fuerza de trabajo europea

Por lo general, irlandeses, británicos y escandinavos optaron por emigrar hacia Estados Unidos. En el caso español, la mayor parte de los migrantes se dirigió hacia el sur de América. En el caso de la emigración italiana, puede observarse un cambio de tendencia, ya que inicialmente se orientó hacia América Latina, siendo Brasil y Argentina los principales destinos. Esta tendencia se invirtió entre 1901 y 1915, cuando EEUU se convirtió en el principal receptor de emigración italiana transoceánica. 

Desde Irlanda, a causa de la gran hambruna que tuvo lugar entre 1845 y 1851, se embarcaron más de siete millones de personas rumbo a Estados Unidos. La causa principal, unida a la proliferación de un hongo que arruinó el cultivo de patata, fue el opresivo sistema agrario al que estaban sometidos los arrendatarios irlandeses dependientes de los colonos ingleses. En cuanto al perfil de los migrantes y las razones que los llevaron a abandonar sus países de origen, deben diferenciarse dos fases. A comienzos del XIX, los migrantes eran especialmente agricultores y artesanos que se vieron desplazados por la crisis agraria y la extinción de la artesanía gremial. A finales de siglo, varía el perfil de estos migrantes, entre los que abundaban jóvenes solteros sin formación. Como se observa en la tabla, desde la década de 1880, en la que se alcanzaron los máximos de migración en muchos países, las zonas de la Europa Mediterránea y del Este se situaron a la cabeza de los países emisores de emigrantes. Como se advierte en la tabla, cada oleada migratoria sería mayor que la anterior, hasta alcanzar un máximo poco antes del estallido de la I Guerra Mundial.

TASAS DE EMIGRACIÓN EUROPEAS (MEDIAS ANUALES POR 1000 HABITANTES)

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Fuentes: Ferenczi eta Willcox (1929)[5], Sánchez Alonso (1995)[6]

Durante el periodo de entreguerras, años caracterizados por el estancamiento, la inflación y los desequilibrios económicos, las fluctuaciones migratorias transatlánticas se ralentizaron. Los procesos de limpieza étnica y las persecuciones religiosas, como los pogromos en la Rusia zarista, provocaron el desplazamiento de amplios grupos población. El colapso económico de 1929 y la crisis de los años 30 frenaron notablemente la inmigración transoceánica. A pesar de la carencia legislativa en materia de inmigración, el brusco incremento del desempleo en Estados Unidos, que alcanzó tasas superiores al 20%, dio paso a una nueva era de endurecimiento de las fronteras y deportaciones. Los principales afectados fueron los trabajadores mexicanos, que, además de ocupar los trabajos menos cualificados, fueron forzados a abandonar EEUU, en muchos casos acompañados de sus hijos nacidos en territorio norteamericano. Se calcula que, entre 1929 a 1939, 469.000 ciudadanos mexicanos regresaron a su país de origen de forma voluntaria o forzada. Aunque la migración europea transoceánica fue la más cuantiosa del siglo XIX, hubo otros movimientos de población importantes. Destacan, por un lado, las migraciones internas rusas hacia la zona de Siberia tras la abolición de la servidumbre en 1861 y, por otro, los desplazamientos entre países europeos. El desequilibrio territorial entre regiones atrasadas y urbes sumidas en un acelerado proceso de urbanización intensificaron los flujos migratorios hacia Inglaterra y Centroeuropa. Muchos de los irlandeses que no se embarcaban rumbo a América, se instalaron en Inglaterra. Los italianos hacia Francia y los polacos hacia el territorio alemán.

El colapso económico de 1929 y la crisis de los años 30 frenaron notablemente la inmigración transoceánica. A pesar de la carencia legislativa en materia de inmigración, el brusco incremento del desempleo en Estados Unidos, que alcanzó tasas superiores al 20%, dio paso a una nueva era de endurecimiento de las fronteras y deportaciones

Durante la II Guerra Mundial, mientras que las migraciones por razones económicas pasan a un segundo plano, las deportaciones y los éxodos masivos de refugiados desplazaron a miles de personas, muchas de las cuales no volverían a sus lugares de origen. Tras el fin del conflicto, la escasez de mano de obra en países que se habían visto afectados demográficamente por el conflicto pero que habían recuperado con rapidez su economía se solventó con el fomento de políticas migratorias. La reconstrucción de las ciudades devastadas por el conflicto y el despegue económico de las viejas metrópolis provocaron afluencias migratorias entre 1945 y 1974. En torno a quince millones de trabajadores procedentes del sur de Europa y el norte de África, destacando italianos, españoles, portugueses, marroquíes, turcos y argelinos, emigraron a Francia, la República Federal de Alemania, Suiza, Bélgica o Austria. Los estados, deseosos de establecer un control efectivo sobre los movimientos de población, crearon nuevos organismos gubernamentales que sustituyeron a las diversas agencias privadas encargadas del transporte de inmigrantes. No obstante, la mayor parte de los trabajadores viajaban con pasaporte de turista y trabajaban de forma irregular. Fregar casas o portales, vendimiar, reparaciones o trabajo en la construcción fueron algunas de las ocupaciones estacionales más habituales. En el caso de la emigración española, solo un 24% de los trabajadores que habían entrado en Francia con carácter permanente lo había hecho de forma regular y hasta el 70% de los reagrupamientos familiares eran irregulares. 

No todos los países que conforman el centro imperialista iniciaron el proceso de industrialización al mismo tiempo. El éxito industrializador se debía, fundamentalmente, a la coincidencia entre los intereses de la burguesía industrial y el centro político. En el caso del Estado español, el comienzo de la Revolución Industrial fue lento y tardío, a causa de un conjunto de factores estructurales que ralentizaron el proceso hasta el punto de que se haya manejado el término de (relativo) fracaso industrializador. Unido al desmoronamiento del imperio colonial, en el siglo XIX se agudizaron las contradicciones entre un centro agrario, más terrateniente-latifundista que capitalista, y la periferia industrializada. Los intereses de los grandes latifundistas y los industriales, especialmente de la burguesía textil catalana, eran dispares, aunque ambos bloques no dudaron en hacer causa común en los momentos en los que el movimiento obrero ponía en peligro la estabilidad social. La primera región en industrializarse, con la industria textil como motor de progreso, fue Cataluña, seguida por Bizkaia, algunos puntos de Gipuzkoa y la cuenca minera asturiana. La consolidación de estos primeros núcleos vino acompañada del tendido de redes de comunicación ferroviarias y de las reformas liberales agrarias, que expulsaron al campesinado de los entornos rurales.

En el caso de Euskal Herria, el proceso industrializador se debió sobre todo al desarrollo del transporte en ferrocarril y de vapor, que permitía trasladar con rapidez el mineral y a los trabajadores, lo cual abarataba los costes de la producción de acero. La zona de Bilbao y los márgenes de la ría responden a un modelo típicamente industrial. El establecimiento de las primeras estructuras productivas capitalistas y los primeros bancos durante el primer tercio del XIX dieron paso a un avance espectacular, asociado a la producción abaratada de acero, circunstancia que favoreció la concentración de capitales extranjeros, españoles y bilbaínos. A partir de 1876, con el crecimiento intensivo de las explotaciones mineras en el tramo Triano-Muskiz, seguido a partir de 1880 por la instalación de fábricas y talleres dedicados a la industria siderometalúrgica, el crecimiento demográfico se aceleró. A lo largo de estos años, la población de Bizkaia pasó de 168.659 a 485.205 habitantes, mientras que en la zona de la ría de Bilbao lo hizo de 44.681 a 304.365, un crecimiento del 187,7% y 581,2% respectivamente [7]. Los padrones de la zona minera de Trapaga, Ortuella, Zierbana y Muskiz, articulada en torno a la actividad minera del hierro, muestran una estructura social mayoritariamente proletaria y migrante. Algo similar ocurría en Bilbao, donde en 1900 hasta el 77% de la población era inmigrante, y en Barakaldo y Sestao, en las que en 1890 el 72,3% de la población era de origen inmigrante. Los datos confirman el peso de los flujos migratorios. Por lo general predominaron los puestos de trabajo poco cualificados, estacionales y precarios, con condiciones especialmente penosas, notablemente peores que las de los obreros de entornos fabriles, en el caso de los barracones de la zona minera. Hasta finales del siglo XIX, hubo mineros que residían parte del año en Castilla, donde trabajaban en el campo como jornaleros, y parte del año en las minas vizcaínas. 

A lo largo del siglo XX, los flujos migratorios experimentaron cambios importantes. Si bien durante los tres primeros cuartos del siglo XX predominó la emigración hacia el exterior (América durante la primera mitad del siglo y los países de Europa Occidental en las décadas de los sesenta y setenta), y hacia las áreas más industrializadas del Estado español (Madrid, Barcelona y Euskadi), durante las últimas décadas del siglo XX se redujo de forma drástica el flujo migratorio hacia el exterior y se produjo un aumento sustancial de la inmigración del exterior, que engloba el fenómeno del retorno de emigrantes que volvían a sus localidades de origen, así como de trabajadores procedentes del sur global. 

Los desplazamientos y migraciones masivos de los siglos XIX y XX, tanto internos como transoceánicos, se debieron a los cambios en el modo de producción, la sobrepoblación inherente a las lógicas de acumulación y a las contradicciones del Capital. Frente a la teoría liberal sobre la inmigración libre, herencia de una visión épica sobre el viaje al “Nuevo Mundo” como tierra de oportunidades, parece claro que los desplazamientos, lejos de obedecer a aspiraciones individuales, estuvieron determinados por los cambios en el modo de producción, las hambrunas y fueron esencialmente forzosas.

[...] los desplazamientos, lejos de obedecer a aspiraciones individuales, estuvieron determinados por los cambios en el modo de producción, las hambrunas y fueron esencialmente forzosas

REFERENCIAS

[1] Marx, K. El Capital. Capítulo XXIV. Disponible en: https://www.marxists.org/espanol/m e/1860s/eccx86s.htm.

[2] Hobsbawn, E. (2011) La era del capital, 1848-1875. Editorial Crítica.

[3] Lenin, V.I. (1975). El desarrollo del capitalismo en Rusia. El proceso de la formación del mercado interior para la gran industria. Disponible en: https://www.marxists.org/espanol/lenin/obras/1899/desarrollo/el desarrollo-del-capitalismo-en-rusia.pdf

[4] Datos estadísticos disponibles en: https://uapas2.bunam.unam.mx/sociales/migraciones_europeas_causas/ 

[5] Willcox, W. F (coord.) (1929) International Migrations, Volume I: Statistics. 1929

[6] Sánchez Alonso, B. (1995) “La emigración española a la Argentina. 1880-1930”. En Sánchez Albornoz, N. (coord.).

[7] Datos estadísticos extraidos de Pallol Trigueros, R., Abad García, R., Inmigrantes en la Ciudad.  Dinámicas demográficas, mercados de trabajo y desarrollo urbano de la España contemporánea.

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