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(Traducción)

La palabra crisis proviene del griego y significa «decidir». En las siguientes líneas, hablaremos de la crisis del sentido, de la necesidad de analizar los fundamentos materiales de las representaciones e ideologías.

Durante mucho tiempo, la comunidad ha sido el modelo de vida dominante, y de su mano ha ido el gran relato: la religión. Las cosas se explicaban mediante el dios o los dioses, y el gran relato religioso daba sentido a la dirección que tomaban las personas. Desde la Edad Antigua hasta el siglo XV, estos grandes relatos no han sido del todo iguales, pero la idea base era la misma. El que prevalecía no era el individuo.

La disputa de que el interés individual debe prevalecer sobre el interés colectivo no ha tenido sentido por mucho tiempo, pues para ello debe existir la representación del individuo. Sin embargo, la potencialidad del individuo no ha existido por sí misma en el transcurso de la historia hasta muy tarde. Lo peor que podía ocurrir en la ciudad griega no era estar preso, sino ser expulsado de la ciudad. Ser expulsado significaba no ser parte, y si no eras parte de un colectivo, no eras nada, estabas muerto. Recordemos cómo se presentaban nuestros bisabuelos y bisabuelas: «de tal caserío, de tal pueblo», lo que era decisivo era la comunidad. Y eso es lo interesante: qué es lo que le da sentido a lo que soy.

Se debe al desarrollo de las fuerzas productivas el hecho de que una clase social reflexione sobre sí misma. En ese sentido, el salto desde la literatura épica a la novela psicológica es significativo, así como el pensamiento de Descartes: «pienso, luego existo». Cuestionando todo lo demás, Descartes se basa en la convicción de que existe un yo antes que un todo. Coloca el yo por delante de la comunidad, mostrando claramente que su subjetividad, es decir, su modo de pensarse, es una consecuencia histórica y no un punto de partida. Las que se consideran cuestiones individuales y subjetivas son siempre cuestiones intersubjetivas, cuestiones relativas a las relaciones sociales, y es esa la razón por la que cualquier psicología también es sociología.

En la comunidad el dios o los dioses lo explicaban todo, y se supone que el poder de los que lo tenían provenía de él. Así que las cosas eran como eran. Pero después, en el humanismo, se pone en el centro al ser humano, que tiene la capacidad de comprenderse por sí mismo. Es el progreso del individualismo, el cual se da gracias al desarrollo de las fuerzas productivas.

Pero ese individualismo tiende a caer en el egoísmo, olvidando que ese individualismo es posible, porque tiene como base el interés colectivo y el trabajo común. Si hoy me aburro en mi apartamento es gracias a los recursos que tengo, el piso, la salud, la televisión, la ropa... Sobrevivo gracias a los demás, tan claramente que ya no me doy ni cuenta de ello. Niego, sin querer, que tengo la necesidad del trabajo de los demás, hasta el punto de pensar que puedo existir por mí misma.

Por eso, el filósofo marxista francés Loic Chaigneau habla, en el contexto actual, de la crisis del sentido común. En dos acepciones del sentido: la dirección y el significado. Por una parte, habla del sentido entendido como dirección: ¿qué objetivo le doy a mi vida? ¿Qué dirección elijo? Es cada vez más habitual caer en el nihilismo, en la ideología de la nada, la vida es absurda y no hay sentido que le podamos dar. Esto, inevitablemente, tiene como consecuencia la inelección. Por otra parte, nos habla del sentido entendido como significado: no entendemos el significado de las cosas, se nos presentan sin ningún significado. ¿Qué significado podríamos darle a lo que da valor a lo que soy, individualmente y colectivamente?

Se nos presenta todo como si fuera autónomo, como si todo fuera así. Sin comprender cómo ni por qué, los juicios superficiales nos llevan a prácticas superficiales, y, por lo tanto, los cambios sólo pueden ser superficiales. Vemos a la izquierda lanzando la pelota a la derecha, olvidando el campo de juego. Algunos plantean volver a los de antes, pero esta es una falsa opción, porque es imposible. Hay quien reivindica –el islamismo, por ejemplo­– la necesidad de volver a un gran relato, como volver a la monarquía y a la religión, lo cual sería, en cierto modo, volver al espiritualismo. Otros muchos solo plantean un cambio en ese relato, sin superarlo ni transformarlo. Por otra parte, una ideología extendida dice el mundo es así y que sólo podemos hacer lo que esté en nuestras manos, es decir, que los cambios deben tener lugar en pequeñas cosas de nuestra vida. A menudo, no se contempla ninguna transformación colectiva de la totalidad, sino un cambio en el individuo. Por último, hay quienes plantean una ruptura, la insurrección, como si fuera posible destruirlo todo de repente y empezar de nuevo.

Puede que esta sea una clasificación fácil y distorsionadora, pero creo que sirve para tomar conciencia de la debilidad de algunas ideologías que predominan actualmente. Una vez más, se nos pone de manifiesto la necesidad de la teoría, pues el único modo de superar dichas ideologías es comprender los logros históricos que nos han traído hasta hoy y darles continuidad. La teoría es una cuestión práctica que, contextualizada en un proceso histórico global, nos saca de nuestra individualidad, y además, nos ofrece al mismo tiempo la posibilidad de comprenderla y de reubicarnos en el seno del colectivo.

Las palabras tienen un sentido, brindan un sentido. Entender eso es fundamental, pues de otro modo, es imposible el problema de la ideología dominante que estructura nuestro pensamiento. Pensamos según las categorías que la ideología dominante ha predeterminado. Afirmar que las palabras no tienen sentido es olvidar hasta qué punto es crucial la representación y el simbolismo, pues es justamente eso lo que impulsa a las personas a actuar colectivamente. Las palabras tienen un sentido. Y es justamente la disputa de la crisis del sentido trata de dar a las palabras de nuevo un significado y un rumbo.

Por lo tanto, podemos optar por aventurarnos en conceptos difusos y en prácticas que a largo plazo no tienen ninguna capacidad de transformación o por hacer un análisis riguroso de la realidad, entendiendo la historia como una transformación y situándola en el proceso hacia una transformación todavía mejor. La teoría permite dar una práctica lógica analizando lo posible, una práctica política e histórica, y, al mismo tiempo, una práctica que delimita lo cotidiano. El objetivo no es aquí un objetivo ya fijado, sino un fin que construimos, que es inmanente a lo que producimos. Son nuestras acciones las que nos hacen tomar consciencia del objetivo. No construimos lo que somos, somos lo que construimos.

La palabra crisis proviene del griego y significa «escoger».