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«Los gigantescos cuerpos inmóviles de las serpientes relucían como si fueran de un metal desconocido, negro como la noche el uno, blanco como la plata el otro, y la catástrofe que podían provocar solo se evitaba porque, mutuamente, se mantenían sujetas. Si una de las dos se soltase, el mundo se hundiría. Eso era indudable.» Michael Ende, La Historia Interminable.


En el ocaso de la historia el horizonte se teñirá de rojo. Las fortalezas del enemigo comenzarán a derrumbarse irremediablemente, cedidas en sus grietas, cansados sus pilares de aguantar el peso de tanto dolor, tanta tristeza, tanta miseria, impregnados en sus paredes. Uno a uno veremos caer los mausoleos en los que descansan los vencedores que en su mera existencia homenajean todas las victorias del pasado, para que en sus ruinas comience por vez primera el homenaje a todas las derrotas del pasado, a todas aquellas que por cansancio se quedaron en el tintero de la historia, rellenando bibliotecas enteras de una historia por escribir. El ejército de gólems que cuidaba de la historia, despojado de su chispa, se deshará en barro, donde a la luz del nuevo día florezca libre la verdad, ahora que lo que se entendía como verdad habrá muerto, y se entierre en la caja de la que provenía, donde al borde de la desesperación la esperanza lo esperaba. Las máquinas dejarán de producir, para que con las primeras luces del nuevo día empiecen a producir. Arrancado el velo que cubría los ojos de las personas y desprendidas sus legañas, estas mirarán por vez primera al final de sus brazos y admirarán sorprendidos que las manos han retornado, tras siglos en el extranjero, en patria ajena, al lugar al que siempre debieron pertenecer. El derecho a soñar se sentará a descansar al lado de la necesidad, abatido por el turno de noche, y mirará con envidia al poder, que madrugador, habrá comenzado a ejercer sin miedo, libremente, el derecho a hacer.

Ocurre no obstante que, visto desde la ventana del continuum de la historia, tren afanado en avanzar a toda máquina por las vías del desarrollo, todo atardecer se ve del mismo color. Los pasajeros miran al horizonte gris, con sus ojos grises y no alcanzan a discernir si el telón de fondo se alza rojo o por lo contrario se hunde negro, y apagan su tiempo en los restos fríos y húmedos del hielo ahogado en las copas que sujetan entre sus manos temblorosas. Esperan pacientes, aunque de tanto esperar, la verdad, la gran mayoría ha olvidado de qué era lo que cabía esperar o si se podía esperar, y como gatos alargan sus manos enguantadas para enseñar el pasaporte al controlador, que verifica, solo hace su trabajo, si todo está correcto. Por las horas que son el sol debe de estar poniéndose fuera, y las sombras en el interior del tren son cada vez más largas.

En un vagón dos personas hablan plácidamente sobre la longitud de las sombras, en otros vagones también. A una joven la han expulsado del tren a primera hora, no le llegaba para pagar el pasaje. Otro trabajador atropellado por el tren mientras trabajaba en las vías. Han encontrado a una mujer golpeada en los baños, cuatro girones tapaban lo poco que de vida agonizaba en ella. Otra se ha arrojado por la ventana, no sé qué del trabajo. Un niño respira pegamento a su lado, no entiende nada entre tanto fragmento inconexo. Ningún acento en sus palabras, nada que indique preocupación. Nada que indique nada. Ningún gesto en sus caras, ningún aspaviento que altere el flujo de las partículas de polvo en el aire. Nada que altere nada. Puede que en realidad sea lo mejor, y que no deba importarles, ¿Acaso se puede hacer algo contra el alargamiento de las sombras? ¿Acaso alguien tiene la culpa de que así ocurra? ¿Acaso cambia algo el hecho de que el horizonte sea rojo o sea negro? Ícaro intentó acercarse demasiado al sol y acabó perdiendo las alas. El vagón restaurante no da abasto, se han vuelto a quedar sin botellas de eutanasia. Nada nuevo.

La magia ocurre en la sala de máquinas, ajena a las miradas curiosas de las preocupaciones mundanas. De acceso libre, cualquiera puede entrar en ella, aunque, el descanso, de naturaleza débil, apenas se atreve a pasar. Concentrado, el fogonero, alimenta la máquina. A su derecha un saco, rebosante de carbón. Es importante que así sea. Cuanto más se vacía más lleno parece. Toda serie de pecadores aguardan su final. Combustible de distintos pesos, tamaños y formas, formando para un conflicto que, sin haberlo elegido, los agotará sin escapatoria aparente. No importa, en el corazón de la bestia todo arde por igual, todo se derrite cuando esta pasa su lengua de fuego, todo explota, cada cual con lo que tiene. Una niña mira por el ventanuco de la puerta, las lágrimas apenas le dejan entender la escena. Por un momento le ha perecido ver un rostro sucio asomando en la bolsa, entumecido por el tratamiento recibido, reducido a un estado de barbarie. ¿Para qué llorar?, a las puertas del infierno es tarde para llorar, paradójicamente frio, no ha nacido lágrima que lo pueda apagar. Si al menos pudiese decir algo… Tampoco se entenderían, no hablan el mismo idioma.

A pocos kilómetros de allí el guardagujas se frota las manos impaciente, azotado por las inclemencias del tiempo. Su jornada debería haber acabado ya, hace un par de cigarros, aunque cansado de esperar, con el tren avanzando, no puede abandonar su puesto. Que se le va a hacer, es un trabajo muy esclavo. Es curioso el funcionamiento del tren. Imparable en apariencia, no se deja detener por las pequeñas piedras que encuentra en las vías. No obstante, en su tremenda complicación el destino del coloso depende en parte de la precisión en cada uno de sus mecanismos, en cada una de sus piezas, en la labor de cada uno de los actores del reparto. Imparable en apariencia, esconde su vulnerabilidad ante cualquier fallo del sistema, cualquier resto de carbón al que fuera de lugar se le ocurra bloquear algún engranaje, algún trabajador que por pereza o incapacidad no vaya a trabajar ese día también. Aunque, bueno, a decir verdad, puede que la cosa no sea tan sencilla. Puede que no sea suficiente con esperar. Puede que la historia, terca, no nos llegue a dar la razón nunca.

En el ocaso de la historia, el horizonte se teñirá de rojo, y bañará en rojo el cielo de cemento, nube a nube. El presente dejará de contarse en pretérito perfecto simple para que ésta empiece a conjugarse en un imperfecto presente. Y el agua comience a mover los molinos. Pero para poder llegar a verlo no es suficiente con que los pasajeros miren a través de las ventanas o hablen de la longitud de las sombras. El burdel del historicismo debe cerrar para siempre sus puertas, apagar las luces. No es momento para fábulas. La historia luce mejor despeinada. Hacen falta hechos ¡y orillas!, que permitan al agua correr libre.

Por ahora la historia sigue su curso. Otro año que acaba en punto y seguido.

El guardagujas está cansado de esperar.

HAY UN COMENTARIO
  1. I
    imanol 2022/01/09

    IKARAGARRIA! ZORIONAK!
    PD: Itzuli duenak, meritu ederra.

    IKARAGARRIA! ZORIONAK!
    PD: Itzuli duenak, meritu ederra.