(Traducción)
Hablar de arte y cultura, en los tiempos que corren, puede parecer casi una insolencia. Nos vemos privados de libertades políticas y civiles fundamentales con la excusa de la crisis sanitaria, mediante un paquete de medidas que obedecen plenamente a los intereses de la oligarquía financiera y de los grandes empresarios. Si no, no es posible explicar que hayan dejado intactas la esfera del salario y de la circulación de mercancías y hayan restringido la movilidad y el derecho de reunión de los ciudadanos. Esta es la gestión de una crisis económica bajo el disfraz de gestión de la pandemia, pues las medidas responden directamente a la necesidad de adaptarse a una nueva fase de acumulación del capital. A falta de un sujeto revolucionario que pueda disputar la hegemonía política, todo el espectro parlamentario acepta esta situación dictatorial y rechaza, además, toda posibilidad de resistencia. La distopía, por tanto, ha quedado plasmado en el nivel de sumisión de la sociedad, tanto como en el contexto económico y político. Así pues, entendería que alguien preguntase: ¿quién y cómo puede hablar hoy día sobre arte y cultura? En la desesperación que nos produce la barbarie, ¿quién se atreve a mencionar cuestiones como la elevación estética del espíritu? En este mundo horrendo, ¿quién podría hablar de belleza?
Entendería esas preguntas si la cultura estuviera ligada únicamente a la estética y a la belleza, si se tratase de un ámbito abstracto y externo a la sociedad, de un conjunto de productos escritos y hechos por unos pocos. Sin embargo, nosotros hemos querido desde el principio alejarnos de estas concepciones demasiado elitistas y hemos propuesto una concepción distinta de la cultura, más ligada con la forma en que grupos sociales comprenden el mundo y actúan en él en la sociedad de clases. Una concepción más operativa, en nuestra opinión, para comprender y transformar la realidad actual. Hablar de cultura, en ese sentido, no sería una insolencia, sino más bien una necesidad para responder a la coyuntura política. Estamos viendo, por ejemplo, cómo los medios de comunicación y la ideología clasemedianista intervienen el proletariado culturalmente para que este se adapte al contexto de crisis y acepte dócilmente las medidas totalitarias. En contraposición, la campaña política que acaba de emprender Gazte Koordinadora Sozialista, hace frente al marco de comprensión socialdemócrata que predica la responsabilidad individual y la sumisión. La organización comunista, en cambio, define esta situación como dictadura y señala a los responsables, poniendo el foco en la defensa de las libertades y el horizonte en la sociedad comunista. En este sentido, la propia campaña puede ser un intento de intervenir la clase obrera culturalmente, esta vez desde la política socialista.
Por lo tanto, nuestra concepción de la cultura querría alejarse del significado que a menudo se le ha dado; y también la concepción del arte, ese ámbito que las capas más empobrecidas de la sociedad ven tan lejano. En el artículo anterior, basado en el conocido ejemplo de Aresti, quise defender que la producción artística, en manos del proletariado revolucionario, podría ser un instrumento político. Intentaré desarrollar esa idea en las siguientes líneas.
El artículo titulado «Tresna» («Herramienta») del escritor Iban Zaldua, publicado hace unas semanas en su blog, podría considerarse una crítica anticipada de lo que yo vengo a defender. El artículo comenta las presentaciones de dos novelas enmarcadas en el contexto del conflicto político de Euskal Herria, en las que al parecer se hizo hincapié en el uso de la ficción literaria como herramienta para la difusión de la historia; en este caso, difusión del punto de vista españolista, por supuesto. A Zaldua le preocupa la idea misma de utilizar la literatura como herramienta, lo considera un problema, «porque ello supone poner la literatura al servicio de una causa determinada y, en consecuencia, convertirla en medio, en vez de ser un fin». En su opinión, esa idea impone al escritor «implícitamente, una dirección ajena a la literatura». Critica ese mismo propósito al expresidente de Sortu, Hasier Arraiz, por haber atribuido a los escritores en euskera un papel activo en la construcción de un «nuev relato nacional», en su ensayo Maitasun keinu bat besterik ez (2019). Zaldua, amparándose en la afirmación del escritor Milan Kundera de que la ficción literaria es «salvajemente independiente de todo sistema de ideas preconcebido», opina que el arte «no tiene por qué cumplir una función».
Este mantra de que el arte no debe responder a ninguna causa –lo que podría considerase una versión torpe de la autonomía del arte– está totalmente extendido en el ámbito artístico actual, tanto en ambientes de izquierda como en los más fachas. No hay más que ver el caso del paradigmático escritor españolista reaccionario Arturo Pérez-Reverte. La misma semana que publicó Zaldua su artículo, me llegó un video de presentación de la novela situada en la Guerra del 36 que acaba de publicar Pérez-Reverte. Con la excusa de la novela, el escritor predicaba, blanqueando el discurso fascista, la típica palabrería sobre la reparación de ambos bandos, seguramente anticipando, por cierto, el contenido de la novela. El final del vídeo, sin embargo, sorprende: «yo sólo soy un novelista» dice, «únicamente quiero contar una cosa, una cosa que quizás pueda ser útil a algunos, pero es una novela, y la he escrito con la libertad del novelista». Similar sensación producen las declaraciones de Fernando Aramburu, escritor de la novela Patria (2016) y exponente literario de la propaganda contemporánea contra el movimiento de liberación de Euskal Herria, cuando afirma a la prensa que su novela «no debe ser utilizada con propósitos ideológicos».
Pérez-Reverte no es sólo «un novelista» y Patria de Aramburu por supuesto que puede ser utilizada con propósitos ideológicos. Es más, nadie duda de que está escrito con propósitos ideológicos. Toda obra literaria, toda producción artística, parte de una posición de clase y política concretas, y este hecho, aunque se vea claramente en la palabrería sobre la libertad creativa de los ultraderechistas, es igualmente aplicable a la obra del propio Zaldua. Opino totalmente lo contrario a Kundera: la ficción literaria es salvajemente dependiente a todo sistema de ideas preconcebido. Una obra literaria puede abordar unos temas u otros, reproducir unos valores u otros, utilizar esta u otra técnica formal, y en ese sentido la literatura cumple necesariamente una función política, sea el escritor consciente o no.
Quienes rechazan una posible función política del arte justifican a menudo su opinión constatando que es «por la calidad literaria». La literatura de verdad, dicen, debería tratar de los sentimientos humanos y los temas universales, el compromiso primero del escritor debería ser con su obra y no con una u otra política. La escritora Belén Gopegui, en su memorable artículo «Literatura y política bajo el capitalismo» (2005), habla sobre esta cuestión y muchas otras mencionadas en este texto. El artículo defiende a los escritores revolucionarios –también a aquellos y aquellas que han sido silenciados y olvidados, aquellos que decidieron apartar la literatura por la militancia política– y entre otras cosas critica la falsa idea de rechazar los principios políticos por hacer «alta literatura», ya que no cuestiona «al legislador que había dictado las leyes por las que se regía el ingreso en la alta literatura». Es decir, el arte revolucionario no debería aceptar acríticamente las reglas fijadas, sabiendo que estas están históricamente determinadas, cumplen funciones sociales concretas y, por lo tanto, podrían ser de otra manera. Gopegui apunta que es curioso cómo, para muchos, la literatura sólo pierde valor artístico al pretender responder al socialismo, «cuando el capitalismo diariamente la somete» y nadie lo cuestiona.
Estoy convencido de que aquellos que niegan el arte revolucionario, la idea misma de la función política del arte, también niegan la opción política de la revolución socialista. Sin embargo, el momento histórico exige actuar de otro modo. Es cada vez más evidente que sólo existen dos opciones políticas: la decadencia y la sumisión total bajo el capitalismo o la organización por una sociedad comunista. Los y las que han optado por la segunda, ponen sus capacidades a disposición de esa causa, con compromiso y disciplina. Lo mismo en el ámbito artístico. Al artista revolucionario no se le «impone» nada «desde fuera», sino que él o ella misma pone sus capacidades artísticas a disposición del proyecto. Si la denominación de «artista revolucionario» tiene sentido alguno, es en el sentido militante, siendo un artista que más allá de sus propios intereses, que cree en la función política consciente de su trabajo. Cómo cumplir esa función, sin embargo, no está establecido. Dice Gopegui que «la escritura que tiende a la revolución, la que se escribió, la que se escribirá, no está hecha, está siempre por hacer». Hoy día, sigue siendo así. Adoptando ese ideal, que investiguen los y las artistas sobre la función política de sus obras, que conozcan y critiquen mutuamente sus propuestas, que participen en el proceso de construcción de un arte revolucionario, para aportar con su trabajo al proyecto de la revolución.