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«Plenamente consciente de su misión histórica y heroicamente resuelta a obrar con arreglo a ella, la clase obrera puede mofarse de las burdas invectivas de los lacayos de la pluma y de la protección pedantesca de los doctrinarios burgueses bien intencionados, que vierten sus ignorantes vulgaridades y sus fantasías sectarias con un tono sibilino de infalibilidad científica»

K. Marx, 1871, La Guerra Civil en Francia

Es costumbre afrontar fechas tan señaladas como la del aniversario del establecimiento de la comuna de París, allá en el 1871, abrazándolas con toda una serie de publicaciones, conferencias, tweets y demás. No es para menos. El eco de las apasionadas proclamas por la libertad aún resuena (aunque de muy distintas formas) en nuestras conciencias, lo que nos hace (por lo que parece) estar más sensibles y receptivos. Esta sensibilidad no es asunto baladí, todo aquel que habiendo reflexionado sobre el estado de cosas haya tratado de avanzar hacía su transformación se dará cuenta inmediatamente de ello. Puede que a estas alturas alguno haya arrancado a tratar de adivinar cuál de los diferentes e imprescindibles elementos que conforman la experiencia de la comuna voy a tratar de desarrollar y presentar hoy. No obstante, en este caso me propongo una tarea diferente. Resulta ridículo pensar que una persona de mi altura pueda realizar algún tipo de aportación que no haya sido recogida previamente por algún especialista o experto. Por ello, me abstendré de realizar un resumen demasiado breve y burdo para ser bueno. Alguno dejó por escrito una vez que existe una cita secreta entre las generaciones que fueron y la nuestra, aludiendo a una pesada losa, un compromiso, que pesa sobre nuestros hombros y sobre el que el pasado exige derechos. Trataré de no despachar este compromiso a la ligera.

El terreno de la política es un terreno árido y lleno de obstáculos. La voluntad que ansía respirar aire fresco y en libertad tiene que luchar día a día con uñas y dientes para avanzar en el tortuoso camino que se nos ha impuesto para recorrer. La práctica política necesita ser pensada, y a ese pensamiento no le queda otra que ser político. Partimos de la premisa de que la sociedad en la que vivimos se encuentra profundamente, estructuralmente, dividida en clases que representando un programa (más o menos) concreto pugnan en el campo de batalla histórico determinados por su relación antagónica. A pesar de la desnudez de este presupuesto, las cosas empiezan a complicarse a medida que profundizamos en la realidad concreta, y, el ejercicio de hacer memoria también se halla mediado, atravesado por estas complicaciones. Por ello, surge la siguiente duda a aquel que con su mejor voluntad se presenta a afrontar el ejercicio en cuestión: ¿Cómo debería hacerlo?

El enemigo se esconde detrás de cada tecla, esperando el momento oportuno para penetrar nuestras reflexiones, para encontrar su sitio en ellas, para anular la potencialidad del pensamiento antagónico. La solución no es sencilla, qué duda cabe. El enemigo es sabio y viejo y tiene por lo demás un variado arsenal de capacidades para engatusarnos y llevarnos por sus senderos. Sin embargo, blindar nuestras posiciones en el campo de batallas ideológico representa para nosotros una imperiosa necesidad, el pasado también es un espacio en pugna. Tratemos de profundizar más en esta preocupación. Si partimos de la premisa de que la lucha de clases descansa sobre el antagonismo que subyace a la sociedad capitalista, podremos aceptar que el antagonismo encierra en sí la clave para avanzar en la reflexión que nos ocupa.

Por otro lado, tratemos de despejar en cierta medida de qué hablamos cuando hablamos de producir teoría. Ya he dejado por escrito que la acción necesita ser pensada, necesita ser organizada, planificada, dirigida, entendida. Una necesidad que nace de la pretensión de actuar, pero de actuar en un sentido, en una dirección concreta. El pensamiento es por ello fruto y, sustrato de la acción, la cama en la que, tras ser construida por la acción, esta descansa. La otra cara de la acción, acción de otra índole.

Entonces, ¿cómo debe ser la acción que pretende superar la sociedad de clases y la miseria a la que hemos sido condenados? Está claro que en primer lugar debe tener un sentido, un sentido concreto, apoyado en los intereses concretos a los que trata de responder. Debe actuar de manera consecuente con el antagonismo, debe ser antagónico, una herramienta para la lucha, un arma. Y en cualquier caso debe ser político, estar volcado a la actividad política, posibilitarla y alimentarla. El ámbito de la historia no es excepcional en ese sentido.

La ecuación se despeja paulatinamente, ¿Cómo recordar? ¿Para qué recordar? Recordar para hacer, recordar para hacer la revolución, recordar para organizar la revolución. Basta ya de simples conmemoraciones, reflexiones nostálgicas, ejercicios de auto referencialidad o autocomplacencia. Basta de caraduras insensibles que pretenden engalanarse vistiéndose de rojo. Nosotros recordamos para aprender, apropiarnos de los aciertos y no repetir los errores del pasado. De nada sirve lamentarse. Que los papeles dejen de servir para relamernos las heridas y que la vida deje de ser puro marketing.

Es por ello por lo que el análisis del pasado debe efectuarse en unos parámetros militantes o políticos. La historia no debe ser tomada como una serie de relatos que rellenen nuestra estantería o ideario, simples complementos que adornen nuestra posición y la hagan más atractiva. Tampoco como una reliquia a la que admirar a través del grueso cristal de un museo, que pudiendo ser mirado y comentado, escapa a las atrevidas manos que pretendan cogerla, tocarla, entenderla, utilizarla. Pese a la dificultad que esto pueda entrañar a la hora de ser ejecutado, las demás elecciones, por ser fáciles pero superficiales, carecen de interés. Alguien postuló hace ya algunos años que los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero que, de lo que se trata es de transformarlo. Y, en lo que a la cuestión de fondo se refiere las cosas no han cambiado demasiado. La historia debe ser interpretada, pero interpretada de tal manera que logre avivar la potencialidad de la voluntad de liberación encarnada en el programa comunista. Vivir debe querer decir tomar partido, sentir en la conciencia de los de nuestra parte el pulso de la actividad del futuro que estamos tratando de construir. Ese debe ser el punto de partida a la hora de coger entre nuestras manos tal o cual obra o pensador, tal o cual suceso histórico. Un punto de partida del cual partir y desarrollar los diferentes aspectos que rodean el objeto al que nos enfrentamos, señalar la verdad allí donde duela, señalarla siempre que sea necesario. ¿De qué sirven las inmaculadas representaciones que de las experiencias pasadas podríamos llegar a hacer? ¿Acaso hay belleza en la derrota histórica a la que nos enfrentamos? ¿En la despiadada dominación a la que nos hallamos sometidos? Estudiar significa por ello, estudiar con compromiso y no indiferencia.

No quisiera terminar mi corta y posiblemente coja reflexión sin hacer una última referencia. El estudio sistemático y organizado de la historia es un quehacer ineludible en el momento histórico en el que nos encontramos encerrados, ya que el pasado encierra en su interior algunas de las llaves que nos serán útiles, si no imprescindibles para avanzar en el camino que nos hemos propuesto recorrer. Por ello, afrontemos la tarea de manera apasionada y minuciosa, nos sobran los motivos. Y recordemos que en última instancia el mejor de los homenajes por hacer es la construcción de la sociedad sin clases, la abolición de toda forma de dominación, llevar a término el testigo de la lucha por la liberación, que innumerables veces la humanidad sostuvo entre sus manos. Puede que nunca la haya dejado caer. En cualquier caso… ¡Que viva la comuna! Tenía que decirlo.