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(Traducción)

Podemos situar la razón de ser y las responsabilidades de la opresión hacia la mujer trabajadora sobre diversos agentes externos, bien en el insaciable afán de acumulación de la burguesía, bien en la corrupción de la política capitalista o en cualquiera de las formas que adopta la ideología machista. Sin embargo, las posibilidades o imposibilidades cara a una emancipación real responden más a factores internos que a otros externos. Los factores externos, independientemente de dónde los situemos, contribuyen al mantenimiento de la sociedad actual, es decir, responden precisamente a esta forma de realidad. En consecuencia, lo que está claro es que no serán estos agentes los que se encargan de mantener la sociedad tal cual está ahora, los que desarrollen las condiciones para superar dicha situación, y por lo tanto, que nos corresponde a nosotras el desarrollo de las condiciones subjetivas para superar este marco social que es la realidad y, asimismo, para que se dé la liberación de la mujer. Y este nudo de la libertad universal, en la sociedad de clases, no significa otra cosa que la toma del poder, por lo que la cuestión principal sería la siguiente: ¿cómo desarrollar un movimiento femenino revolucionario que dé pasos efectivos en ese sentido?

Con el fin de hacer una aportación cara a responder esta pregunta, en este texto abordaré varios elementos que considero importantes para una nueva cultura política femenina: 1) la recuperación del espíritu de emancipación; 2) el análisis de la totalidad; y 3) la construcción de una cultura organizativa.

Para empezar, quisiera mencionar la recuperación del espíritu emancipador, que parece haberse dado por perdido. Para articular la revolución es necesario entroncar en el imaginario social la idea de la posibilidad real de superación del capitalismo; esto, aunque parezca absurdo, es una premisa fundamental. Pero, si por algo se puede definir la posmodernidad, es por la decadencia de los grandes relatos o por la carencia de sujetos universales. Por lo tanto, se define por la negación de las oportunidades de emancipación universal y de los sujetos revolucionarios. También la cultura femenina de lucha, en general, ha sido impregnada por esas características de la posmodernidad, atrincherándose así en programas reformistas o en reivindicaciones de libertades individuales, ante la imposibilidad de la libertad universal. Por lo tanto, a las que creemos en la posibilidad de dicha libertad universal, en contra de las que nos ven ancladas en el pasado, nos corresponde rescatar de los márgenes los retales de ese espíritu emancipador que alguna vez llegó a ocupar el imaginario social. Rescatarlo, completarlo con nuevos elementos, y proclamar el resurgimiento del espíritu de liberación.

Ello conlleva, a su vez, un tratamiento diferente en torno a los análisis objetivos de la realidad y de la razón. Es obvio que el objetivismo está en crisis; se han impuesto los relatos como método de conocimiento de la realidad y la razón ha sido relegado y los defensores del posmodernismo se han ocupado de anunciar que «no existe la verdad objetiva». La idea de que la realidad solo puede ser observada de manera subjetiva se traduce en la negación de la historia, y por lo tanto, distorsiona el horizonte emancipador. Por el contrario, el desarrollo de una ciencia propia que nos lleve a analizar la realidad tal y como es y nos aporte elementos que nos ayuden a superarla será el misil más efectivo que podamos lanzar contra las cabezas de la burguesía.

El nuevo movimiento emergente deberá caracterizar la estrategia de la emancipación de las mujeres en conexión con la realidad en su totalidad. Para ello, deberá desarrollar la cuestión de la mujer en el contexto de la cuestión social general y, del mismo modo, entender que la única forma política que puede superar la totalidad capitalista es la organización comunista. En efecto, nos puede parecer que las diversas manifestaciones del capitalismo –por ejemplo, la opresión de la mujer trabajadora–, si las tomamos de manera aislada e independiente del propio proceso social, son categorías inherentes y comunes a toda forma de sociedad, es decir, que son ahistóricas, y hay que combatirlas como tal. Sin embargo, si realizamos este análisis partiendo de la totalidad, observaremos que las partes no son anteriores al todo, y que son como son precisamente porque son parte de esa totalidad. De la misma manera, no podemos captar la totalidad como mera suma de sus partes, y así, no se puede explicar la opresión de las mujeres como un tema aislado.

De la misma manera, las posibilidades de libertad y la estrategia revolucionaria para alcanzarlas requieren de la construcción del sujeto. La articulación de clase se ha convertido en premisa, ahora que las identidades construidas en base a diversas subjetividades quieren sustituir el espacio que alguna vez ocupó. Y es que hemos sido testigos de una división dentro de la clase trabajadora, y no ha sido porque dicha clase haya dejado de existir, sino porque la reproducción de la conciencia colectiva está en crisis. Asimismo, es de mencionar que diversas organizaciones, con el fin de darle un aire de «clase» a sus programas interclasistas, han empezado a emplear la «mujer trabajadora» como una identidad más dentro de la diversidad de identidades entre mujeres; sin embargo, esta no es una identidad más a reivindicar. De hecho, son las condiciones históricas las que hacen de las mujeres proletarias un sujeto social, y las necesidades y opciones para superar su condición, piden su construcción como sujeto político –y no su construcción como identidad. Y es en la articulación del proletariado donde lo hallará, pues, es el proletariado, como venimos afirmando, el sujeto capaz de cambiar el mundo a través, precisamente, de la anulación de esas condiciones sociales que la convierten en sujeto.

Desde esta idea llegamos al último elemento: el de la normalización de la cultura organizativa ante el conformismo normalizado que predomina. Y aquí encontramos, a mi entender, una cuestión central: la organización de la solidaridad. Desde diversos sectores posmodernos, las luchas se han parcializado sin cesar, construyendo sujetos a partir de subjetividades y basando la solidaridad en la no implicación en las luchas ajenas. Sin embargo, y respetando siempre la diversidad, lo que corresponde a este nuevo movimiento socialista es organizar la solidaridad basándola en el compromiso hacia las luchas del prójimo y, por lo tanto, implicarse en los problemas de su época. La solidaridad como principio ha de materializarse en la articulación de la voluntad revolucionaria y en el desarrollo de formas organizativas eficaces. Dejarse de mirar al ombligo y convertir en norma la educación de las nuevas generaciones en la cultura de la organización, así como promover la organización de las mujeres de generaciones mayores.

Se puede afirmar que la segunda ola del feminismo, desarrollada en conexión al pensamiento posmoderno, dio lugar a una cultura femenina propia, implantando en la base del movimiento feminista los mitos hoy en día hegemónicos de la «diversidad» interna, la alabanza de la libertad individual y la organización informal horizontal y descentralizada. El programa revolucionario, si está encaminado hacia la libertad, tiene como objetivo la toma del poder político del proletariado, la cual precisa de una organización formal y centralizada, de unidad estratégica y subordinación a la revolución. Y esto requiere enfrentarse a la autoridad moral que se ha impuesto por la fuerza de los años en la conciencia espontanea, es decir, poner en duda ideas «no criticables». Un ejercicio de valentía, y sobre todo, de clarificación de voluntades.

Puede haber sobre la mesa muchas propuestas que se definen como socialistas, o muchas voces que se alzan haciendo referencia a la mujer trabajadora, pero, tal y como advertía Clara Zetkin, tenemos que recibir con tiento este tipo de propuestas. Y es que, la cuestión determinante no se basa en las denominaciones o en las voluntades, sino en la estrategia. Y por eso, el movimiento femenino comunista, si quiere ser agente de transformación del mundo, se encuentra ante el deber de construir una nueva cultura política.