(Traducción)
En los últimos meses, Donostia está siendo testigo de presencia policial y acoso, la última vez este sábado. No es el único lugar que ha sufrido este tipo de actividad policial (Mungia, Lizarra, Ondarroa, Santurtzi...), pero sí el que, quizá por su intensidad y frecuencia, ha podido generar un contexto tensionado que los ha llevado a tomar un posicionamiento a los partidos políticos y a la sociedad en general. Aunque la extraordinaria actividad policial que se está dando en Donostia ha tenido algunas particularidades, sobre todo las que han hecho que esta actuación se intensificará en esta zona, debemos situarla en una realidad más general. De hecho, existe una lógica general que explica todo acoso a la juventud trabajadora que se está dando en los diferentes rincones de Euskal Herria.
Hay que decir que la criminalización de la juventud es, hoy por hoy, una característica inherente a la subjetividad juvenil. Esta criminalización es, a la vez, causa y efecto de que la juventud sea un sujeto devaluado. Antes de la pandemia, la pobreza estructural, eje vertebrador en las vidas de la juventud trabajadora, determinaba políticamente a dicho sujeto, y así sigue siendo ahora. Es un sujeto cuya fuerza de trabajo no puede incorporarse a la esfera de la producción y que carece de capacidad de reproducirse a sí mismo. Esto determina totalmente las relaciones sociales de la juventud y, del mismo modo, su papel en la realidad. Aunque el origen de las dificultades para integrar la fuerza de trabajo juvenil en la producción se remonta a años atrás, la modernización de la producción, es decir, la revolución tecnológica que se está dando (automoción, inteligencia artificial...) ha provocado la expulsión de la producción de la fuerza laboral en general y de la juventud en particular. Esto genera tres consecuencias generales. La primera, que, a falta de ingresos mínimos, debido a la lógica del mercado que caracteriza a la sociedad capitalista, se niegan necesidades mínimas a la juventud (vivienda, alimentación, transporte...) condenándola a una situación miserable. Esto supone una enorme falta de cohesión para la juventud con el estado de bienestar en decadencia, ya que se da una división social que implica que la tendencia aspiracional propia de la clase media empieza a desaparecer en el seno de toda una subjetividad. La segunda conclusión es que, ahora que el tejido productivo se está desmantelando y el acceso al trabajo asalariado se ha convertido en un campo de minas, las condiciones nos son negadas, pero se mantienen las exigencias hacia la juventud. Por último, la tercera conclusión es que, al desplazarse de la producción, evita afincarse de una manera integral en la dinámica burguesa.
Estas consecuencias afectan directamente al funcionamiento normalizado de la sociedad capitalista. Por un lado, a medida que las tendencias aspiracionales de los jóvenes obreros van desapareciendo exponencialmente, se toma conciencia de las condiciones de vida que le espera al situarnos fuera del pacto social construido entre clase media y la burguesía. Así como esto hace que la burguesía no garantice a la juventud tanto los mínimos necesarios como una calidad de vida decentes, hace que la juventud no tenga que mantener una obediencia hacia el Estado burgués; de esta manera, esta situación puede ser catalizadora de protestas y actitudes espontáneas. Además, la frustración y la miseria causadas por toda esta situación provoca una desconfianza hacia el Estado burgués y sus administraciones, las instituciones burguesas y también sus representantes, medidas y decretos tienen cada vez menos legitimidad en la juventud. Por todas estas características, por la distancia con la administración y el Estado,por la disposición de condiciones para el desorden público y por la nula capacidad de compra (con todo lo que ello conlleva), lo convierten en sujeto no civilizado, por lo tanto, en una subjetividad fácil de criminalizar, ya que es un fragmento social con potencialidad para cuestionar el statu quo. Por lo tanto, se presenta en la sociedad la necesidad de disciplinar a la juventud proletaria.
Lo expuesto tiene una gran influencia en la técnica y la persecución policial para el control social de la burguesía, ya que no solo des-civiliza a ese sujeto socialmente, sino que también lo hace jurídica y administrativamente. De hecho, en algunas tendencias sociales juveniles se impone la carga violenta, así la valoración subjetiva emocional de los efectos de esas tendencias pasa a formar parte de la acción. Por ejemplo, que la intencionalidad de beber unas latas de cerveza en una plaza con los amigos sea en realidad la de la propagación de la COVID-19 y por tanto, el contagio de la sociedad civil. La consecuencia emocional, como el miedo a ser infectados, desde el Estado y con la ayuda de los medios de comunicación, se alimenta, criminalizando al causante de ese miedo. El miedo es una expresión que se forma ante algo que el individuo no puede controlar, algo que se convierte en una amenaza. Algo que el individuo no puede controlar, pero que podría hacer el Estado y por tanto su brazo armado.
En este momento en el que nos encontramos en la encrucijada de una pandemia y una crisis económica, la sociedad civil y sobre todo el proletariado, tiene dos temores: uno, la incertidumbre económica y dos, el causado por la pandemia, los infectados y los daños sanitarios que pueda ocasionar. El primero, el de la incertidumbre económica y miseria estructural, se controla con mecanismos de regularización por parte del Estado, mediante la propagación de sensaciones esperanzadoras, mecanismos de sostenibilidad social y cortinas de humo. La sensación esperanzadora la crea en la mayoría de los casos representando una recuperación económica a través de los medios de comunicación o con estímulos mediante subvenciones; el mecanismo de sostenibilidad social lo ha conseguido hasta ahora impulsando tendencias aspiracionales. En cuanto a la última cuestión, consiste en construir un «miedo oficial» de grandes dimensiones, eclipsar un miedo generalizado que pueda existir, no intervenir en ese miedo original (por falta de voluntad y capacidad) para intervenir en ese miedo que se ha propagado a posteriori. Sin embargo, en esta situación ambos miedos se han colocado a la par frente al Estado, la pandemia y la crisis. Pero ha conseguido que la crisis pase a un segundo plano porque se ha socializado como un problema generado por el virus. Ante el miedo generado por la pandemia y la deslegitimación del Estado que pudiera haberse generado por esta situación de descontrol, y con ello, ante el riesgo de que se cuestione la modalidad de poder democratico, se ha desplazado el paradigma del miedo: por un lado, hacia un elemento natural, el virus, como responsable de los cambios sociales y económicos, y por otro lado, hacia el criminal que aumenta la propagación y peligrosidad del virus, la juventud. La intervención ante este miedo alimentado por el propio Estado, se ha reducido, junto con la eliminación de otros derechos políticos y civiles, a mantener una asfixiante presencia policial en los entornos juveniles y a perseguir a la juventud, para así suprimir el criminal irresponsable. Es decir, la apuesta por neutralizar el miedo a la pandemia, la ha ejecutado con la imposición de un Estado policial. Digo para neutralizar el miedo a la pandemia, porque la única forma de neutralizar la pandemia en sí o el propio virus solo se puede conseguir invirtiendo en servicios sanitarios o poniendo condiciones reales para evitar la propagación del virus, medidas que, precisamente, no se han tomado.
En resumen, el Estado y a la vez la
policía, han planteado una serie de hipótesis de conflicto que no sólo tiene
una percepción determinada de los delitos, sino también una estrategia de
persecución. La policía está impulsando conductas de resistencia hacia la
juventud proletaria. Todas esas conductas se
están judicializando y están consiguiendo crear
un enemigo, la juventud. Con esto no quiero decir que los jóvenes cumplan siempre los criterios de salud, sino que han
querido generalizar y maximizar las actitudes
irresponsables, de tal modo que sólo se pudiera percibir la supuesta acción
criminal, para así se evitar que se perciban
la realidad del sujeto, las condiciones económicas y sociales de la situación y, en
general, lo distópica que está siendo la
realidad.