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(Traducción)

Ha llegado septiembre y se han agotado los últimos restos del verano. Hemos visto la apertura de los colegios, los rostros medio cubiertos de los niños y jóvenes, que se han convertido en la imagen de normalidad de esta situación casi post-pandémica. Es general ya el cansancio para el inicio de curso y las medidas de este año están de nuevo en boca de todos: las mascarillas, la distancia entre alumnos, la presencialidad y las clases telemáticas... No se escucha otra cosa en los medios de comunicación. Sin embargo, conocer la situación de la educación exige una perspectiva más amplia. Para realizar un análisis serio, es imprescindible superar la coyuntura concreta del momento y observar los cambios estructurales que atraviesan la educación.

Las últimas décadas se han caracterizado por las crisis capitalistas y el declive del estado de bienestar. Se agotó la llamada «edad de oro del capitalismo» y, desde entonces, se está generalizando la miseria. Este proceso también ha tenido un impacto significativo en la educación, que se está transformando constantemente en función de las necesidades de readaptación del capital. Esto se traduce, por un lado, en la disminución de la calidad de la educación y, por otro, en la expulsión de la clase trabajadora del proceso de aprendizaje.

Existe una cierta convicción de que los niños y jóvenes de hoy tienen garantizada una educación universal y de calidad. Podría parecer que un sistema público de educación posibilita el acceso gratuito del conjunto de la población, pero el acceso a los servicios públicos varía en función de la posición de clase. Los sectores más pobres de la sociedad no tienen garantías de poder terminar la educación obligatoria y menos aún de poder cursar estudios superiores. Este fenómeno suele adornarse llamando «fracaso» o «abandono» escolar, pero hay que tener en cuenta que en esta cuestión la brecha de clase es notable. Por ejemplo, entre los hijos de padres con estudios superiores en el Estado español el abandono escolar es del 3,6 %, mientras que entre los de primer nivel o sin estudios es del 39,2 %[1].

La interrupción del proceso educativo no se elige libremente. En la mayoría de los casos se debe a la imposibilidad de hacer frente a los gastos de estudios y a la necesidad de incorporarse temprano al trabajo asalariado. Por lo tanto, más que hablar de «fracaso» o «abandono», lo correcto sería hablar de «expulsión». Para analizar las tendencias de los últimos años, la financiación pública de la educación ha descendido en los últimos 10 años (de 53.895 millones a 53.053 millones), mientras que la de las privadas ha crecido (de 5418 millones a 6339 millones). Por ende, las familias tienen que pagar cada vez más parte de los gastos educativos; se calcula que desde 2004 ha crecido un 50 % el dinero que las familias deben gastar en la educación de sus hijos[2]. Se enfrentan a los gastos de comedores, transporte, libros de texto, material escolar, etc. En caso de cursar estudios universitarios, a menudo hay que añadir el coste de vivir fuera a las matrículas de cientos (o miles) de euros. Esto, sencillamente, es imposible para muchas familias.

Llegados hasta aquí, pueden formarse muchas preguntas. Siendo la educación una herramienta para la producción fuerza de trabajo para la explotación capitalista y para expansión de la ideología burguesa, por qué expulsa de ella una parte de la población? Esto no es más que una muestra de las contradicciones históricas de la burguesía en el ámbito de la educación. Por un lado, necesita educar y formar a las masas trabajadoras; por otro, le preocupa que este aprendizaje dé valentía y autonomía a los trabajadores. En El Capital de Marx se recoge la cita de un productor de vidrio: «a mi juicio, la mayor suma de educación de que ha disfrutado gran parte de la clase trabajadora en los últimos años es perjudicial y peligrosa, porque la hace demasiado independiente». Por lo tanto, sí, el trabajador asalariado necesita formación básica para satisfacer las necesidades de su patrón. Sin embargo, que no aprenda más de lo necesario, por si acaso eso puede hacerle peligroso.

En varias ocasiones se ha dicho que la educación se transforma en función de las necesidades de acumulación del capital. Es decir, si analizamos las características del ciclo productivo que viene, seremos capaces de entender en gran medida los cambios educativos. Lo anterior está directamente relacionado con la segunda idea que quiero tratar: la calidad de la educación ha disminuido en general, a la vez que se han reforzado algunas ramas estratégicas.

Por un lado, se realizan grandes inversiones en ingeniería y otras ciencias con el fin de producir una fuerza de trabajo que impulse el desarrollo de las fuerzas productivas, con un alto grado de especialización. Por dar algunos datos, las inversiones empresariales suponen entre el 10 y el 15 % del presupuesto de las universidades públicas del Estado español; en el caso de UPV/EHU, el 11,72 % (51,3 millones de euros). La Formación Profesional también ha cobrado gran importancia en los últimos años, ya que cumplen una función de creación de personal cualificado para los sectores más rentables. En este sentido hay que entender también el proyecto de nueva ley de FP, que aumenta la intervención de las empresas en la misma. De este modo, la educación se flexibiliza según las necesidades de producción, y así, mediante prácticas, adquieren una fuerza de trabajo barata (o gratuita) y generalizan la idea de salarios bajos y trabajos temporales en las generaciones jóvenes de trabajadores. En resumen, se puede observar un aumento del control de la burguesía sobre la educación, en su búsqueda constante de plusvalor.

Mientras tanto, quienes cursamos estudios de humanidades y ciencias sociales conocemos bien el estado decadente de nuestros grados. Más que recibir conocimientos en profundidad, tenemos que tragarnos las ideas superficiales y la basura (salvo excepciones) que se produce en la academia. Luego, además, la mayoría terminamos en trabajos que no tienen nada que ver con lo aprendido o en el paro. No hay rentabilidad ahí, más allá de tener a los jóvenes ocupados durante cuatro años.

Después de analizar varias cuestiones, no pretendo, en ningún caso, sugerir que se puedan afrontar los asuntos tratados a través de diferentes reformas. Los problemas mencionados no son errores de la educación, anomalías corregibles, sino tendencias propias del capitalismo en tiempos de crisis. Aclaro esto porque últimamente se está hablando en todas partes del tema de un posible Convenio Educativo. Pello Otxandiano (EH Bildu), por ejemplo, ha subrayado la necesidad de un acuerdo «integrador», que se centrará en «una transformación profunda» y en «situar la educación vasca en la huella de los países más avanzados de Europa»[3]. La verdad es que esta supuesta transformación parece estar más cerca de las necesidades de modernización del capital que de los intereses de la clase trabajadora.

En este tipo de propuestas hay un hecho que no se menciona adrede: mientras el control de la producción y de las instituciones sociales esté en manos de la burguesía, la educación también dependerá de la valorización del capital. Es decir, es imposible una educación que satisfaga los intereses generales de la humanidad –una educación universal, gratuita y de calidad– si no se supera la organización social capitalista. Lo que realmente urge aquí es la organización de un movimiento político que articule el control de la clase trabajadora en todos los ámbitos de la sociedad, incluida la educación.

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