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Supongamos que estás con tus colegas, un viernes por la tarde, tomando un trago. O con tus compañeras, en el café de sobremesa. O reunido con tus familiares en la comida del fin de semana. Será alguna conversación, pedazos de la realidad en palabras: quejas del amigo que no encuentra trabajo, al que le han hecho el enésimo contrato en prácticas; se comenta aquello que supuestamente se hará en la enésima campaña política, las largas jornadas laborales de Grecia, guerras por un lado, guerras por otro lado, la sequía, que mata, y la jarra de agua sobre la mesa, que sacia la sed; o se dice lo rico que está la comida de hoy. Fragmentos de realidad que, colocados uno junto al otro, forman un mosaico de lo que es el mundo.

La puesta en común de estos fragmentos de realidad y la comprensión del mundo que se nos presenta son dos cosas distintas. Lo fácil es hacer una lectura superficial al primer golpe, una explicación inmediata de lo que pasa: el tweet de aquí y el meme de allá, una noticia por un lado y lo que me han contado por la otra calle por otro. Si los contertulios tienen ganas de discutir, quizá pongáis sobre la mesa argumentos más desarrollados, susurrados al oído por el sentido común. En la mayoría de los casos, la conclusión unánime al terminar el trago, el café o la comida es que el mundo está mal, pero que "si hubiera personas adecuadas en los puestos de poder, ¡ay!, entonces sería otra cosa."

Día tras día, se repiten los debates. Parecidos son los argumentos y los mismos los límites de los argumentos. Porque cabe muy poco en los límites del sentido común: es una casa con paredes invisibles. De ellas dependen los pensamientos, los razonamientos, las discusiones, las concepciones del mundo, las formas de actuar. Como mucho puedes moverte de un lado a otro de la casa, pero inevitablemente chocarán contra las paredes los posibles mundos que puedas imaginar. Sin embargo, puedes pasar tranquilamente el resto de tu vida dentro de ella sin que te des cuenta de que está ahí. Y si las paredes de la casa son invisibles, más invisibles son aún los cimientos de la casa. Tiene soterrados los cimientos, es decir, la sociedad burguesa; la condición previa para construir la casa. Ellos mismos definen la cualidad de las paredes: anchura y altura, cuándo conviene que sean más estrechas y cuándo más holgadas, cuándo afiladas, cuándo vagas. Pero aun cuando alguien percibe de algún modo los muros de la casa, apenas es capaz de ver los cimientos inferiores y la conexión inevitable entre ambos. Porque, paradójicamente, las paredes invisibles no dejan ver lo que está a la vista. No dejan ver lo crudo de la realidad, la gravedad de la injusticia, la urgencia y la posibilidad del cambio.

Avanzando con la metáfora, estos muros invisibles se construyen, consolidan y moldean activamente y sin cesar. Constan de miles de elementos que impiden ver y hacer visible lo obvio, entre ellos la mentira, la tergiversación y la intoxicación. De esto hemos podido ver algo en las últimas semanas con el Topagune. Después de intentar prohibir el Topagune con cuatro excusas baratas, hay que ser sinvergüenza para difundir negligentemente un relato falso e hipócrita de los sucesos. Incluso, cuando se ha puesto el foco ahí y han salido a la superficie las mentiras, la falta de sentido de los argumentos, las verdaderas razones para la prohibición y, por tanto, las responsabilidades de cada uno, han empezado a exaltarse. Sin embargo, esto no es tranquilizador. Dice el refrán que la mentira tiene las patas cortas, pero creerla sería una gran inocentada. Tener razón no es suficiente. Cuando los argumentos están completamente envenenados y distorsionados, cuando se ha legitimado la irracionalidad y la incoherencia, cuando las palabras ya no tienen significado ni rigor, es difícil deducir nada claro del debate. Más difícil es aún ganarlo.

Las paredes tienen que ser invisibles para ser eficaces. En el momento en que te das cuenta de que están ahí, les ves las grietas: haz un recorrido con la mirada desde el techo hasta los cimientos. Observa de qué está hecha su base, por qué las paredes son estables. El Topagune también ha servido para eso: para enfocar, golpear y abrir grietas en esas paredes invisibles cuando las razones no se escuchaban y no eran suficientes, actuando con ellas con responsabilidad y coherencia. Cierra un ojo y mira hacia afuera: cae lluvia que limpia el aire.

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