Un esclavo de la época de Ramses II (XIX. Dinastía del Imperio Nuevo), un siervo del Sacro Imperio Romano Germánico y una proletaria se encontraron en el cielo y, a pesar de los obstáculos lingüísticos, ahí se plantaron, de tertulia.
Las preguntas iniciales fueron rutinarias. El esclavo murió por beber agua sucia, y la proletaria por un ataque al corazón, con 53 años. El siervo, con el semblante triste, les contó cuál había sido su destino:
—¡Qué plaga aquella! No creía que se podía llegar a tener tanta hambre. Era terrible... Se veía a las criaturas, todo piel y huesos; morían la misma semana en que nacían. Y, año tras año, cada cosecha era más escasa que la anterior.
Emocionado, le tembló la voz, pues haber pasado por tal desesperación deja en la persona una huella que no se borra ni después de morir.
—¿Vosotros habéis conocido algo así?
La proletaria, que era, casualmente, aficionada a la entomología, no se vio capaz de explicar al pobre siervo los avances que habían tenido lugar en agricultura y en sanidad.
Y es que el choque cultural era muy evidente. Los ojos de la proletaria se abrieron con asombro cuando el esclavo contó cómo lo atraparon siendo un niño para venderlo; el siervo, sin embargo, no parecía tan escandalizado. Pero, en cambio, el esclavo y el siervo miraron a la proletaria como si, además de haber perdido la vida, también hubiera perdido la cabeza, cuando intentó explicar que en su época era normal trabajar de noche.
El siervo:
—Había una chica muy guapa en mi pueblo... la pobre... Iba a casarse. Y entonces llegó el castigo. Ya sabéis, ius primae noctis. El señor hizo lo que quiso con ella. Y su novio ahí, sin poder hacer nada.
No fue eso lo más sorprendente que se contó en la tertulia entre estos tres amigos. También hubo historias sobre artefactos que sobrevolaban hasta los mares más inmensos; sobre máquinas que sustituían el trabajo que antes hacían entre cincuenta personas, y sobre otros objetos maravillosos. Al principio, el siervo y el esclavo pensaron que, por las cosas tan sorprendentes que contaba la proletaria, en esa época todas las personas debían vivir entre algodones. Pero cuando les hizo saber cómo eran realmente las cosas y lo triste y miserable que era la existencia para la mayoría de las personas, el siervo y el esclavo se pusieron muy serios, y dijeron que nunca habían conocido semejante crueldad.
Hablando y hablando, los tres amigos llegaron a varios acuerdos. Sus vidas habían sido muy diferentes, eso estaba claro. Los tres eran de los que habían tenido la mala suerte de trabajar no solo para mantenerse a sí mismos, sino también para sus superiores. Es verdad que a la proletaria le costó mucho convencer al esclavo de que Ramses II no era, de facto, un Dios, y que, por lo tanto, no le debía nada. Al siervo, por su parte, le parecía escandaloso confundir a Dios con un rey, y solo los ruegos de los otros dos amigos le frenaron en su disertación de hora y media sobre De Ecclesiastica Potestate, de Edigio Romano. Así y todo, consiguieron llegar a una conclusión.
—Solo queda la propiedad— le decía el esclavo a la proletaria.
—Una vez conquistada la propiedad...
Los ojos del siervo tenían un brillo risueño ahora. En un momento de la conversación que ahora resultaría largo de contar, la proletaria acabó explicando lo que es la entomología, y cómo funciona la agricultura moderna en general. El siervo no se podía ni creer las oportunidades que brindaba el mundo actual:
—Amigos, ¡ya no tienen excusas!
Aunque era difícil no contagiarse de la emoción de los otros dos, la proletaria intentó explicar las cosas tal y como eran:
—No es tan evidente. Hay mil caminos falsos. La gente se odia a sí misma y a quienes les rodean, o por lo menos actúa como si así fuera. Y el enemigo es muy poderoso...
Pero, para entonces, el optimismo del siervo y del esclavo era indomable:
—Bueno. Por lo que dices, será cada vez más evidente.
Y así siguieron durante un largo tiempo, hablando de cuestiones interesantes tales como los límites de las luchas salariales, o el crecimiento proporcional y el desarrollo de las contradicciones del capitalismo.
Mientras celebraban su recién hallada camaradería, apareció de repente en el cielo una cuarta figura. Giró su cuerpo, sonriendo, hacia los tres amigos que charlaban. Los tres se le acercaron con ilusión, a ver qué tenía para contar aquel cuarto amigo.
P. D. Ese día el comunismo primitivo se quedó dormido, pero he oído que hace poco hicieron una cena todos juntos.