Incluso aquellas personas que llevan en sus venas el odio más vivo hacia Rusia se han preguntado si las sanciones impuestas realmente no perjudican más a sus propios bolsillos que a los de los oligarcas rusos. Las autoridades se han mostrado dispuestas a disfrazar esta miseria acarreada por la subida de precios de un deber obligatorio patriota: Borrell pide bajar la calefacción en nombre de los refugiados, Biden habla de la tercera guerra mundial, Ana Botín se muestra orgullosa por bajar la temperatura un par de grados en su palacio (aunque España apenas consuma gas proveniente de Rusia)… Un circo verdaderamente lamentable. Si bien no tuvimos capacidad de decisión alguna en promover un golpe de estado en Ucrania y atacar contra Rusia, ahora parece que todos y todas tenemos que apretar el cinturón y sufrir las consecuencias.
De una manera u otra, es innegable el carecimiento de la vida (el litro de gasolina a 2 euros, el precio del gas quintuplica o sextuplica sus anteriores precios…) y lo más fácil es reprocharle a un enemigo exterior. Se dice que una gran parte de la inflación (según algunas voces, hasta el % 90) se debe a la subida de la energía. Asimismo, es verdad que la tensión en la relación con Rusia también afecta al precio del gas, sobre todo desde julio, al que va ligado el precio de la luz. No obstante, los análisis de los noticiarios que muestran esta subida de precios como una decisión unilateral de Rusia son por lo general propaganda. La subida del precio de gas es una tendencia anterior, consecuencia de diversos factores: el descenso de la capacidad de producción de Noruega y Rusia, la escasez del carbón como alternativa, la subida de la demanda asiática... El pensamiento burgués, tanto en su forma callejera como en la académica, adscribe la subida de precios a un fenómeno puntual. Haciendo un poco de memoria, podemos recordar aquellos tiempos en los que se decía que la subida de precios era fruto de la crisis logística (el problema de los contenedores de los barcos, los cuellos de botella en la cadena de suministros) o de la escasez de los chips semiconductores.
Si estos sucesos puntuales (la guerra, el suministro, el transporte, la pandemia…) son la causa de la subida de precios, esta situación se convierte en un mal «externo». Al fin y al cabo, se presenta como un acontecimiento fatal similar a un desastre natural que perjudica igualmente a la burguesía y al proletariado, contra lo cual no podría organizarse ninguna denuncia ni lucha. No obstante, lo que yace detrás de este encarecimiento de la vida no es más que la reducción del salario directo e indirecto. Los capitalistas cargan la subida de los precios a las espaldas de la clase trabajadora. El encarecimiento de la vida no es la causa del conflicto, sino su consecuencia: es la penitencia que impone el capital a la clase trabajadora mediante su dominio del trabajo. Este mecanismo que hasta estos días no se había aplicado en los países desarrollados se vuelve de lo más actual, precisamente porque su tasa de ganancia es hoy más escasa que nunca. Las grandes oligarquías sumergidas en un conflicto eterno por robarse mutuamente las ganancias no piensan sacrificar estas migajas a favor de los trabajadores y las trabajadoras.
Ante esta situación, no nos queda más que luchar y organizarnos para que cada vez se una más gente contra la situación actual de las cosas. Esperemos que las movilizaciones que han convocado los Consejos Socialistas para el sábado por la tarde hagan su aportación en esta dirección. Pero sus resultados dependerán, en gran medida, del trabajo de la militancia.