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Unai Vicente
@Unai_Vicente
2023/05/04

Desde la irrupción de la crisis internacional de los setenta se ha asistido a una desindustrialización en Europa. El texto trata de estudiar este proceso y la posterior reestructuración del aparato productivo en el Estado español y la CAV hasta finales del siglo XX. Si bien la desindustrialización no ha finalizado, es necesario detenerse en este período de estancamiento para tratar de entender los factores claves sobre los que se sostuvo la acumulación y los principales cambios acontecidos para lograr dicho objetivo. A su vez, se abordarán las principales consecuencias sociales y políticas.

En la década de los setenta emergieron en el centro imperialista los males de un capitalismo en crisis cuyos límites de acumulación empezaron a asomarse a finales de los sesenta. El crecimiento ilimitado en Europa tras la guerra fue sobrepasado por las enormes inversiones en capital fijo, el aumento significativo de los costes de la energía, un proceso inflacionista, la saturación nacional de la demanda y el crecimiento de la competencia capitalista, lo que conllevó un descenso de la tasa de ganancia. Además, esto coincidió con una ofensiva del movimiento obrero organizado en torno a la gran industria, que exigió la mejora de las condiciones de vida de estos.

Las políticas keynesianas anticrisis de la época, dirigidas a sostener la demanda y el consumo, no hicieron más que contribuir a la inflación y al desempleo en un periodo de escaso crecimiento productivo. Asimismo, el proletariado se negó a que sus condiciones de vida disminuyesen y la burguesía a ceder más ganancia. Entonces, comenzaron a implementarse una serie de políticas orientadas a la represión de la demanda a través de una embestida contra los salarios y una socialización de los costes originados por la crisis. Esto dio lugar a una intervención masiva de los Estados en favor de la acumulación capitalista, la cual mostraba dificultades por sí misma (Piqueras, 2015). A su vez, arremeter contra la presión obrera y aumentar la tasa de plusvalía fueron necesidades de primer orden para la burguesía. En Europa, la desarticulación del movimiento obrero se logró mediante la violencia y el sindicalismo clásico, que aseguró la rentabilidad del capital a costa de un empeoramiento de las condiciones laborales y de vida del proletariado. 

Comenzaron a implementarse una serie de políticas orientadas a la represión de la demanda a través de una embestida contra los salarios y una socialización de los costes originados por la crisis

Aun así, no se alcanzaron las tasas de crecimiento precedentes. Si bien se experimentaron ligeras mejoras a mediados de los ochenta, estas arrastraron problemas estructurales como la caída de la demanda, derivada del estancamiento del salario real y el exceso de capacidad industrial. Los diferentes Estados trataron de conservar y modernizar los sectores productivos principales. En cambio, en las regiones europeas especializadas en industrias obsoletas tuvo lugar una fuerte desindustrialización. El capital, por su parte, encontró una vía de salida en el desplazamiento espacial de la producción hacia lugares donde su composición técnica era menor, lo que reducía el riesgo de sobreacumulación y permitía la incorporación de más mano de obra. Esta situación generó en Europa una gran cantidad de trabajadores industriales excedentes.

Ante salarios estancados y altas tasas de desempleo, los principales países industriales se vieron obligados a buscar el crecimiento en las exportaciones para compensar la debilidad del mercado interior. Esto incrementó la competencia capitalista y el exceso de capacidad productiva, agravando la saturación internacional de los mercados, especialmente con la entrada de nuevos países como China, Corea del Sur, los países del Sureste Asiático e India. Estos países lograron ganar cuota de mercado, primero, en las ramas de producción de baja intensidad de crecimiento y luego, en las de alto contenido tecnológico. Un dato que refleja este desplazamiento de la producción es que la construcción naval pasó de producir en Europa Occidental 13 millones de toneladas brutas en 1975 a sólo 4 en 2001. En cambio, los astilleros asiáticos aumentaron su producción de 17 a 26 millones de toneladas (Alonso, 2013). 

Durante los años noventa, la producción y distribución capitalista alcanzó la escala global. Para ello fue necesario romper las barreras estatales de control y regulación que prevalecían hasta entonces. Como resultado, se produjo una importante liberalización de la economía. De todos modos, no se abandonó la necesidad del Estado y las transferencias públicas como garantes de estabilidad y estímulo para el capital.

CRISIS ECONÓMICA Y POLÍTICA EN EL ESTADO ESPAÑOL

En la década de los setenta, en el Estado español coincidieron, por un lado, la crisis de acumulación y por el otro, la debilidad política del franquismo y posterior muerte del dictador. Estos dos procesos son fundamentales para comprender el desarrollo de la crisis y su impacto, así como las decisiones tomadas para seguir garantizando la ganancia frente a la deteriorada estructura productiva e ímpetu del movimiento obrero.

A pesar del importante crecimiento de la economía española desde finales de la década de los cincuenta, esta ocultaba una serie de problemas que estallaron con la crisis. El sector industrial estaba especializado en la producción de bienes intensivos, lo que generó una enorme dependencia energética y de materias primas de las cuales se carecía, así como una importación masiva de bienes de capital y maquinaria. Además, el aparato productivo estaba dividido entre un grupo de grandes empresas situadas en los sectores estratégicos y un amplio grupo de pequeñas y medianas empresas de escaso contenido tecnológico que obligaban a un mercado altamente protegido y poco expuesto a la competencia internacional.

A principios de los años setenta, el deterioro de las condiciones de producción se reflejó en el aumento del desempleo y de la inflación debido a las primeras subidas en los precios de las materias primas. A su vez, aumentó la población ocupada en el sector servicios, que actuó como un primer amortiguador para la mano de obra excedente de la industria. Para contrarrestar estos problemas, se recurrió al endeudamiento interno y externo y a una mayor inflación, lo que conllevó nuevas demandas salariales de los trabajadores.

En torno a 1975, a pesar de lo evidente de la crisis, que hizo descender la inversión productiva y aumentar la capacidad productiva inutilizada, los salarios reales no dejaron de crecer gracias a la fuerza del proletariado y a la pérdida de legitimidad del Estado franquista. Este recurrió a la transferencia de recursos públicos a la burguesía mediante nacionalizaciones de empresas en crisis a través del Instituto Nacional de Industria, subvenciones a fondo perdido u otro tipo de medidas ad hoc para calmar la situación. Esto incrementó significativamente la deuda y disparó definitivamente los precios.

El principal ajuste frente a la crisis se concretó en los Pactos de la Moncloa de 1977. Los Pactos permitieron a la burguesía imponer una política de rentas y monetaria duras que ralentizaron la inflación, ya que los salarios se desaceleraron más rápido que los precios. Todo ello fue envuelto en un discurso compartido que apelaba a la «solidaridad ante la crisis», sentando así las bases para futuras políticas en las que los trabajadores asumirían los costes de la crisis a cambio de democracia parlamentaria.

Todo ello fue envuelto en un discurso compartido que apelaba a la «solidaridad ante la crisis», sentando así las bases para futuras políticas en las que los trabajadores asumirían los costes de la crisis a cambio de democracia parlamentaria

Pero sin recuperarse de este primer estancamiento, a finales de los setenta la economía española tuvo que enfrentarse a una nueva recesión. Las empresas industriales mostraban grandes problemas financieros, existía un sobredimensionamiento de la capacidad productiva y el mercado era cada vez más competitivo. El Plan Económico a Medio Plazo de 1979 señaló por primera vez la necesidad de una reconversión industrial y entre 1980 y 1982 se declararon once sectores en reconversión como la siderurgia integral, los aceros especiales, la construcción naval y el textil. A su vez, en junio de 1981 se publicó la primera Ley de Reconversión. No obstante, las acciones fueron encaminadas a solucionar las urgencias financieras y al aumento de la productividad por trabajador reduciendo plantillas. La creación de sociedades en reconversión, como Aceriales en el sector de los aceros especiales, fue una de las novedades en este proceso.

Las transferencias de dinero público a las empresas y las prestaciones logradas por la presión obrera para mitigar los golpes de la crisis supusieron un elevado gasto para el Estado. Este trató de trasladar los costes a los trabajadores junto con la patronal y los sindicatos por medio de pactos sociales que redujeron el salario real y modificaron las relaciones laborales (Estatuto de los Trabajadores de 1980) para disminuir gastos y limitar el poder de negociación de los trabajadores. Asimismo, se asistió a una mayor liberalización de la economía y penetración de capital extranjero.

LA LEY SOBRE RECONVERSIÓN Y REINDUSTRIALIZACIÓN Y LA CREACIÓN DE LA SPRI

El nuevo Gobierno del PSOE, tras su holgada victoria electoral en 1982, implementó un programa de ajuste y varias reformas para restaurar la tasa de ganancia. A corto plazo, continuó reduciendo salarios reales y aplicando políticas monetarias y fiscales restrictivas para controlar el déficit. Como resultado, entre 1982 y 1985 la participación de los salarios en el PIB se redujo del 53,2% al 49,7% (González Calvet, 1991). A medio y largo plazo, se establecieron las bases para la acumulación de capital y altos niveles de beneficios empresariales, a través de una mayor liberalización de la economía y una mayor desregulación del uso de la mano de obra.

A medio y largo plazo, se establecieron las bases para la acumulación de capital y altos niveles de beneficios empresariales, a través de una mayor liberalización de la economía y una mayor desregulación del uso de la mano de obra

A su vez, el medio para lograr la competitividad del sector industrial fue una nueva reconversión industrial que trató de reordenar los sectores en crisis, redimensionar la capacidad productiva, sanear las empresas y reducir aún más las plantillas. Fundamentalmente, el objetivo fue un incremento del grado de explotación de la fuerza de trabajo para atraer inversiones, en su mayoría extranjeras. Las políticas del Gobierno se plasmaron en la Ley sobre Reconversión y Reindustrialización de 1984, basada en las directrices establecidas en el Libro Blanco de la Reindustrialización de 1983.

El núcleo duro de la reconversión lo formaron la siderurgia integral, los aceros especiales y la construcción naval, pero también tuvo un notable impacto en los electrodomésticos de línea blanca o el textil entre otros. La siderurgia y la construcción naval contaban con una importancia estratégica, reflejada en la defensa nacional, el comercio interno y externo y su estrecha relación con sectores capitalistas con gran capacidad de presión, lo cual les hizo gozar de prioridad. Sin embargo, debido a las fuertes fluctuaciones cíclicas y a la baja rentabilidad de las inversiones –ya fuera por el gran volumen de recursos requeridos o el componente especulativo que implicaban (construcción naval)– estos sectores dependían de grandes transferencias públicas (Vega, 1998). De todos modos, el ajuste no se limitó exclusivamente a los sectores declarados en reconversión. Otros sectores como la minería sufrieron su particular ajuste mediante cierres y reducciones de plantillas.

En torno a 1984 se desataron numerosos conflictos tanto en los sectores declarados en reconversión como en otros que no lo estaban. En la siderurgia, tras intensas protestas, se produjo el cese de la actividad de la empresa Altos Hornos del Mediterráneo, y en Aceriales hubo una gran reducción de plantilla por medio de los Fondos de Promoción de Empleo, sin grandes esperanzas de recolocación. En la construcción naval, se generaron conflictos en Gijón, Ferrol, Vigo y Cádiz. Pero el principal enfrentamiento tuvo lugar en los Astilleros Euskalduna, que experimentó una primera fase de ajuste tras duras jornadas de protesta en otoño de 1984, que dieron lugar a una importante reducción de plantilla. Finalmente, el cierre se concretó en 1988. Además, el sector textil también registró disputas en varias ciudades catalanas como Sabadell o Terrassa. En la minería, las principales protestas ocurrieron en las Cuencas Mineras de Asturias, y en Nafarroa se registraron protestas en las minas de Potasas. Asimismo, en la automoción y en el transporte público también se desencadenaron conflictos. Todo ello agitó un clima político ya de por sí cargado de intensidad.

Las Zonas de Urgente Reindustrialización (ZUR) y los Fondos de Promoción de Empleo (FPE) fueron las medidas centrales de reindustrialización del Gobierno en las principales zonas afectadas. Se constituyeron seis ZUR: Madrid, Barcelona, Asturias, Vigo-Ferrol, la Bahía de Cádiz y la ría del Nervión (Bizkaia y Araba). Las ZUR tuvieron cierta incidencia en aquellos territorios que ya presentaban un mayor dinamismo como Madrid y Barcelona. En el resto, estuvieron lejos de solucionar los problemas preexistentes. Por otro lado, los FPE tampoco lograron su propósito. Estos fondos existieron hasta 1989 y durante ese tiempo fueron incapaces de recolocar a los trabajadores menores de 55 años. En un principio tuvieron una duración de tres años, pero viendo sus escasos resultados se prolongaron dieciocho meses más. Como en 1989 la situación no varió, se ampliaron las posibilidades de las jubilaciones anticipadas y a los trabajadores que no podían jubilarse se les forzó a decidirse por las bajas incentivadas.

Las medidas de reconversión implementadas por el Gobierno español afectaron significativamente a sectores y empresas estratégicas de la CAV. Esto se debió, en parte, a que la economía de la CAV dependía en gran medida del hierro y sus derivados, los cuales fueron los sectores más perjudicados por el impacto de la crisis. Por otro lado, el tejido industrial de la CAV estaba compuesto mayoritariamente por pequeñas y medianas empresas que funcionaban como industria auxiliar de las grandes empresas, lo que las volvió vulnerables frente a la crisis.

El Gobierno Vasco emprendió su particular política industrial constituyendo en 1981 la Sociedad para la Promoción y Reconversión Industrial (SPRI) con el objetivo de impulsar medidas de reconversión y convertirse en el medio para llevar a cabo la política industrial del Gobierno Vasco. Las primeras actuaciones de la SPRI consistieron en otorgar ayudas a empresas en dificultades, sin implementar ninguna estrategia general. Estas ayudas se ofrecieron en forma de subvenciones y préstamos tanto para las empresas en dificultades, como para la promoción empresarial. Gran parte de los préstamos de promoción empresarial fueron destinaron a los daños causados por las fuertes inundaciones del río Nervión en agosto de 1983.

En 1985, el Gobierno Vasco trató de ampliar la reconversión para cubrir aquellos sectores económicos que no habían sido abarcados por la reconversión estatal. Así, presentó el Plan de Relanzamiento Excepcional centrado en la máquina-herramienta, muebles del hogar, artes gráficas, etc. No obstante, este plan reveló el grave deterioro económico y financiero de la pequeña y mediana empresa altamente endeudada. Además, la SPRI lanzó el Programa «Industrialdeak» para dar respuesta a la necesidad de suelo industrial y a la degradación de los polígonos industriales tradicionales. A su vez, mediante la creación de Parques Tecnológicos, encaró la necesidad de disponer de espacios para un nuevo tipo de empresas de marcado carácter tecnológico. 

LA ADHESIÓN A LA COMUNIDAD ECONÓMICA EUROPEA, NUEVAS RECONVERSIONES Y PRIVATIZACIONES

A mediados de la década de los ochenta, la actividad económica apreció un ligero repunte. Varios fueron los factores que contribuyeron en ello: la dura política salarial y el Acuerdo Social y Económico (AES) de 1984, las reducciones de plantilla y el saneamiento de las empresas, la socialización de los costes de la crisis, la reforma del Estatuto de los Trabajadores de 1984 que flexibilizó todavía más la fuerza de trabajo y la adhesión a la Comunidad Económica Europea en 1986 que trajo importantes transferencias públicas. Parte de esta mejora se apreció en el crecimiento anual medio del PIB de alrededor del 5% entre 1986 y 1989 (Gálvez, 2013).

La estabilidad política, debilidad obrera y transferencia de rentas del trabajo al capital generaron tranquilidad entre la burguesía. Durante este periodo, las inversiones productivas registraron una mejoría, lo que permitió una expansión a su vez del sector de la construcción y servicios. Esto se tradujo en unos elevados beneficios empresariales motivados por los bajos salarios, empleos precarios y la rápida recuperación de la inversión. Además, la integración aumentó aún más la liberalización de la economía y esto dio lugar a un incremento tanto de la demanda exterior como de la inversión extranjera en el Estado español. 

Pese a todo, esta euforia no se prolongó en exceso, ya que a finales de los ochenta y principios de los noventa la economía en el Estado Español sufrió un nuevo estancamiento. La continua moderación salarial no pudo sostener el escaso crecimiento productivo, por lo que se requirieron nuevos ajustes que necesitaban la aprobación europea. Sin embargo, esto evidenció el escaso interés europeo en modernizar y fomentar la industria española. En su lugar, se explotaron las finanzas y la construcción, con grandes transferencias destinadas a un ambicioso plan de infraestructuras (Rodríguez y López, 2010). En consecuencia, la estructura productiva española mantuvo su especialización en un conjunto de ramas industriales de demanda menos progresiva situándose en un lugar intermedio en la división internacional del trabajo, en donde ciertas producciones estratégicas no encontraron cabida. Por lo tanto, estas tuvieron que ser abastecidas a través del comercio internacional (Gómez Uranga, 1991). 

Se produjeron nuevos cierres, ajustes de plantillas y reducciones de la capacidad productiva. A su vez, se llevó a cabo la concentración de la producción mediante la creación de nuevos grupos empresariales como la Corporación de la Siderurgia Integral (Altos Hornos de Vizcaya y Ensidesa) o Acenor y posteriormente Sidenor en los aceros especiales. A pesar de ello, cabe destacar el cierre de AHV en 1996, sin obviar el resto de cierres y despidos que se produjeron en otros sectores industriales. Por otro lado, la Sociedad de Participaciones Industriales (SEPI), heredera del INI, privatizó los grupos empresariales saneados por el Estado a cambio de liquidez para seguir pagando la deuda. Esta tendencia se intensificó durante los gobiernos del Partido Popular a partir de 1996, motivada por la desregulación de la economía y aumento de la competencia internacional.

En el contexto de la CAV, la desindustrialización continuó afectando principalmente a la industria pesada y obsoleta, cuya especialización no se logró resolver. Las inversiones productivas en la ZUR del Nervión mostraban un alto coste por cada nuevo puesto de trabajo creado, mientras que la diversificación sectorial, la internacionalización de la producción y el desarrollo tecnológico eran limitados. Los municipios con un mayor grado de actividades industriales tradicionales sufrieron gravemente estas complicaciones, al mostrar menor capacidad para acoger nuevas actividades (Del Castillo, Esteban, Flores, 1989). 

Es entonces cuando el Gobierno Vasco priorizó en los noventa una política industrial centrada en el desarrollo tecnológico, la colaboración empresarial y la internacionalización de las empresas a través de los Marcos Generales de Actuación de Política Industrial. Buscó atraer inversión extranjera y aumentar la presencia de la industria de la CAV en el exterior, por medio de la libre competencia y la iniciativa privada mediante los clústeres. Además, los fondos FEDER europeos dieron lugar a importantes planes de infraestructuras. Aun así, debido a la nueva recesión de principio de los noventa, el Gobierno Vasco tuvo que recurrir de nuevo a fondos públicos para implementar el Programa 3R (rescate, reestructuración y reorientación laboral) para las empresas en crisis y garantizar así cierta estabilidad a corto y medio plazo en 1991.

De este modo, la economía de la CAV vivió una mejora en su situación al llegar a los años 2000. Esta se debió a un mayor desarrollo tecnológico, a la mejora de calidad de los productos y a la reducción de costes. Además, la diversificación de la producción contribuyó a reducir la dependencia en la industria pesada y aumentó la importancia de los sectores metálicos más dinámicos, de la construcción y de los servicios a empresas (IKEI, 2001). Sin embargo, para alcanzar esta situación fue necesario sustituir mano de obra por capital, aumentar la explotación laboral, transferir una gran cantidad de recursos públicos a las empresas y generar una polarización social en aquellos territorios industriales donde el proletariado se volvió excedente.

Para alcanzar esta situación fue necesario sustituir mano de obra por capital, aumentar la explotación laboral, transferir una gran cantidad de recursos públicos a las empresas y generar una polarización social en aquellos territorios industriales donde el proletariado se volvió excedente

LA LARGA SOMBRA DE LA PROLETARIZACIÓN

La crisis de acumulación de los setenta implicó una reorganización de la producción a nivel mundial con la intención de asegurar el orden social capitalista. Como resultado, el Estado español realizó su particular reestructuración por medio de la reconversión industrial, para así adaptarse a las exigencias del nuevo ciclo de acumulación definido por la desindustrialización y una mayor dominación de clase. 

Esta reestructuración del aparato productivo absorbió una elevada cantidad de recursos públicos que actuaron como salvavidas del capital. Se estima que hasta 1989 la reconversión industrial alcanzó las 2,9 billones de pesetas. Eso sin contar el coste de la reconversión de la banca, fuertemente endeudada al tener participación accionarial en las empresas en crisis y que no hubiera podido recuperar parte de la inversión sin la actuación estatal (Navarro, 1989). ¿Quién financió todo ello? El proletariado a través de un Estado que socializó costes actuando al servicio directo del capital a través del expolio de salarios y ahorros. Así, la baja eficiencia productiva española fue suplida distribuyendo las rentas del trabajo al capital y empobreciendo absoluta y relativamente al proletariado.

La tendencia hacia la destrucción de puestos de trabajo en la industria y la pérdida de peso relativo frente al emergente sector servicio fue una constante. La población ocupada en la industria en el Estado español pasó en 1975 de 3,5 millones de personas a 2,9 millones en 1990 y en la CAV de 355.000 a 240.000 (Torres, 1991). Es por ello que los proyectos de reindustrialización englobados en la reconversión no tuvieron recorrido. En primer lugar, por la tendencia reinante en Europa hacia la desindustrialización, y en segundo, por el interés del Gobierno y la CEE en fomentar la explotación de las finanzas y la construcción a través de grandes proyectos de infraestructuras. En la primera fase de la reconversión del PSOE (1982-1985) las ZUR solo contaron con el 2% del total de recursos destinados a la misma. Además, hasta 1986 tan solo el 16% de los trabajadores acogidos a los FPE logró salir de ellos (Marín, 2006). 

El conflicto, por tanto, se desplazó a la mejora de las condiciones de los trabajadores despedidos. No obstante, los sindicatos no dedicaron la misma energía a todos los sectores y la respuesta solidaria fue desigual. Mientras en la siderurgia y en la construcción naval el apoyo fue notable, el calzado y el textil, mayoritariamente compuestos por mujeres, contaron con menor apoyo. Lo mismo ocurrió con los trabajadores de la pequeña y mediana empresa, quienes fueron despedidos sin apenas reivindicaciones. A su vez, los sindicatos desempeñaron un papel decisivo para que el Gobierno llevará a cabo los cierres sin un conflicto mayor al renunciar a unificar movilizaciones de los distintos sectores en lucha y al enfrentarse con los núcleos de trabajadores más combativos (Wilhelmi, 2021).

En ciertos conflictos donde los trabajadores lograron desbordar los cauces legales impuestos para la negociación consiguieron arrancar mayores prestaciones que las ofrecidas por el Estado inicialmente. Sin embargo, a pesar del valor de las luchas, las victorias parciales no lograron compensar la derrota general sufrida por el movimiento obrero. Además, con el tiempo, estas victorias parciales se volvieron reversibles.

El desencanto de la Transición tuvo continuidad en los ochenta y noventa en la clase obrera, aunque su forma varió ligeramente. A la desafección hacia la política institucional se le sumó un carácter autodestructivo, especialmente presente en la juventud, pero sin limitarse a ella. En los barrios proletarios la heroína, el alcohol y los problemas de salud mental se cobraron numerosas vidas. La desolación era considerable en las calles de los antiguos enclaves industriales, con numerosas fábricas abandonadas y en ruinas como grandes telones de fondo.

Gran parte del proletariado no fue reabsorbido en el mercado laboral. Unos atrapados en los FPE, otros jubilados forzosamente y una gran mayoría condenada al desempleo. Por ende, surgió un enorme ejército industrial de reserva que presionó a la baja las condiciones de trabajo y esto tuvo un poderoso efecto disciplinador. La explotación de la fuerza de trabajo sumado a una distribución regresiva, la centralización del capital, la financiarización de la economía, el boom inmobiliario, el crecimiento del sector servicios y la transferencias obtenidas de los fondos europeos contribuyeron al espectacular aumento de los beneficios capitalistas. A pesar de ello, la ralentización de la acumulación se mantuvo como tendencia estructural estrechando aún más los márgenes para la ganancia, lo que desembocó en una nueva crisis económica y financiera mundial en 2008. La drástica disminución de la inversión y de la actividad industrial condujo a una nueva ola de cierres y despidos, lo que desató una nueva ofensiva contra el proletariado, cuyo final no se vislumbra.

Gran parte del proletariado no fue reabsorbido en el mercado laboral. Unos atrapados en los FPE, otros jubilados forzosamente y una gran mayoría condenada al desempleo

BIBLIOGRAFÍA

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