El debate sobre la relación que guardan la música y la política está a la orden del día en Euskal Herria, ya sea por el agotamiento o la defensa del modelo de arte político vinculado al anterior ciclo de lucha, por la sofisticación del aparato industrial vinculado a la música, por las inquietudes de las nuevas generaciones, por la aparición de nuevos géneros musicales, o por la estigmatización de estos. La elevada cifra de jornadas convocadas para discutir sobre este tema en los últimos años es buena muestra de la actualidad del debate, así como los debates públicos que se dan en redes sociales y medios de comunicación en línea. Mi intención a través de este texto es: 1) ofrecer elementos para hacerse una idea de la relación que han guardado la música y la política en Euskal Herria, y 2) vista la potencialidad política que ha demostrado el arte en general, y la música en particular, plantear hipótesis de trabajo para explotarla.
Habrá quien ponga en duda la razón de ser del debate sobre esta conexión, sobre todo si sus oídos se han acostumbrado a las palabras vacías del mainstream que suenan en la radio, o si los conciertos a los que acude son aquellos que programan los ayuntamientos que pueden asumir el coste de los cachés de los grupos con capacidad de llenar plazas. Pero hace no tanto tiempo, la música política logró ser hegemónica entre la mayoría de los jóvenes, como lo son hoy grupos endulzados con retórica buen rollista y una indiferencia preocupante respecto al estado de las cosas.
Hace no tanto tiempo, la música política logró ser hegemónica entre la mayoría de los jóvenes, como lo son hoy grupos endulzados con retórica buen rollista y una indiferencia preocupante respecto al estado de las cosas
Empecemos por la Nueva Canción Vasca: aquel movimiento nacido en las últimas décadas del franquismo tuvo la capacidad de llegar a las plazas, teatros y casas de la mayoría de los pueblos de Euskal Herria, además de ser portador de la cultura política que estaba germinándose. Esta fue la respuesta dada por Joxean Artze, en el número 4 de la revista Jakin, cuando se le preguntaba cuáles eran los motivos por los que nació la Nueva Canción Vasca:
“Perder otra guerra, ser los descendientes de los que lucharon en esta guerra, la opresión que imponen el fascismo y el imperio, la situación desesperada de nuestra lengua y de nuestra cultura, vivir en este tiempo, en este mundo… Y la necesidad de responder a esto, de alguna manera, es lo que nos ha llevado a construir este movimiento”. [1]
Vivir bajo una dictadura (en el caso de Hego Euskal Herria), ver cómo la cultura vasca tendía a la desaparición, los ecos de los procesos revolucionarios en América Latina, el norte de África y Asia, las guerras imperialistas y la resistencia organizada hacia estas fueron algunos de los motivos que impulsaron el deseo de una transformación social. El clima político efervescente que vivía Euskal Herria en la década de los 60 (inicios de ETA, auge de las ikastolas…) tuvo a su vez un correlato cultural a la altura. El surgimiento del colectivo Ez Dok Amairu marcaría un antes y un después en lo que a la relación entre la música y la política se refiere. Los cantantes vascos que cantaban por su cuenta y que tenían inquietudes parecidas confluyeron en ese colectivo, dando lugar a debates sobre la autonomía del arte o sobre la validez estratégica de un frente cultural y el papel del arte en todo esto. No había una línea política clara, pero sí existía un ambiente indudablemente marcado por el compromiso político.
Empezaron organizando pequeños festivales, y fue tal la repercusión que tuvieron, que, junto a la paralela creación de medios de distribución como radios y editoriales discográficas, llegaron a llenar estadios. Los conciertos se convirtieron en una reivindicación amplificada. Supieron convertir la canción en una herramienta comunicativa masiva; supieron transformar la función de la cultura vasca en general, y del euskera en concreto, convirtiéndolos en instrumentos para atajar los problemas cotidianos. Al principio, eran cantantes acompañados de forma rudimentaria por una guitarra e instrumentos tradicionales que estaban a punto de desaparecer, como la txalaparta. Después, fueron explorando e importando nuevas formas musicales, llegando a estilos experimentales. No fueron pocos los debates sobre lo meramente musical, pero más allá del consenso estético, fue el compromiso político y la capacidad de adecuar sus obras artísticas al contexto social general lo que generó el éxito entre el público. También son de gran interés los debates que se dieron en torno a la profesionalización del artista y las condiciones técnicas de los festivales. Había posturas encontradas. Existía la pretensión de racionalizar la música política, destacándose, eso sí, la idea de defender el carácter profesional de ésta. [2]
No fueron pocos los debates sobre lo meramente musical, pero más allá del consenso estético, fue el compromiso político y la capacidad de adecuar sus obras artísticas al contexto social general lo que generó el éxito entre el público
Así resumen en el editorial de la cuarta entrega de la mencionada revista cultural Jakin los primeros años de la Nueva Canción Vasca:
“(…) Gracias a la radio y a la movilidad de los artistas, la canción vasca ha llegado a todos los rincones de nuestro país (…) La canción ha sido, dentro de ese movimiento (cultural), el medio de comunicación más directo (… ) Solo ayudándose mutuamente han seguido hacia delante la política, la cultura, y la música (…) La canción surgió con la misma conciencia con la que nacieron las demás expresiones culturales y políticas de los 60 (…) Era periodo de posguerra, pero también de la Guerra Fría, de la política aplastante (…) Pareciera que todo nace a la vez en la década de los 1960: grupos políticos, libros y revistas, Ikastolas, alfabetización, el auge de los bertsolaris, radios populares, canciones… Todo esto es fruto del trabajo de muchos militantes, y todo ello sinónimo y motor de un movimiento popular poderoso (…) La historia de la nueva canción también tiene claras marcas de represión. Son incontables los festivales que se han prohibido (…) Y de ahora en adelante, ¿qué? (…)”. [3]
A esa pregunta le siguieron respuestas dispares: desde los que consideraban que había que profundizar en la instrumentalización política de la canción, unida ésta de manera más orgánica a las organizaciones revolucionarias del momento, hasta los que pretendían una mejora de condiciones en términos laborales, pues consideraban que su labor debía profesionalizarse.
Estas tensiones fueron volviéndose irresolubles. El nivel de profesionalización que exigían ciertos agentes dentro del movimiento recibió duras críticas [4]. A eso hay que sumarle los cambios políticos y sociales que se dieron en la segunda mitad de los 70, que fueron la antesala de la decadencia de la Nueva Canción Vasca. Un contexto político marcado por las promesas de una supuesta transición democrática en el Estado español y por las diversas respuestas planteadas respecto a esta por parte del Movimiento de Liberación Nacional Vasco (MLNV). Y un contexto social dominado por rápidos cambios económicos y culturales: la crisis del petróleo del 73 puso en jaque el modelo industrial en occidente, condenando a gran parte de las nuevas generaciones al desempleo, así como facilitando la desarticulación del movimiento obrero, que hasta aquel entonces se aglutinaba en torno a las grandes fábricas, junto al declive del ciclo de lucha de clases revolucionaria, la idea de una posible insurrección se alejaba a marchas forzadas, y la consecución paulatina de mínimos democráticos fue tomando poder como hoja de ruta programática.
La nueva generación de jóvenes trabajadores se vio condenada a la pérdida de cualquier nexo social. Sin empleo y sin capacidad de tomar parte en la sociedad de consumo que iba abriéndose camino, la marginalidad a la que fueron sometidos fue el caldo de cultivo de los cambios culturales que vendrían. Y ahí llegó el punk, negación de lo dado. Resultó ser un movimiento cultural capaz de canalizar la frustración de los jóvenes que vivían en la periferia de las ciudades europeas. Se convirtió en altavoz de la manera de ver el mundo de toda una generación. La creación de espacios autogestionados, fanzines, radios libres y demás medios de distribución “contra”-cultural facilitaron que nacieran cientos de grupos musicales.
La Nueva Canción Vasca, que en un principio gozó de clara actualidad, había perdido peso entre las nuevas generaciones, siendo mediado este proceso por el cambio de ciclo económico y político que estaba sucediendo. Así lo relataba Xabier Montoia, fundador del grupo Hertzainak y de M-ak en el 81:
“A nuestros cantantes les ha llegado la hora de la autocrítica, o la de la jubilación. Ciertamente, la gente (o la juventud, mejor dicho) está cansada de su rollo (…) Desde que Franco murió han sucedido muchas cosas (por desgracia no tantas como hubiéramos querido…) en la sociedad vasca y en la música internacional. Aquellos que prometieron tanto, que eran partidos revolucionarios, no han cambiado nada y se sienten muy cómodos en sus cargos. El paro ha seguido creciendo, pero para qué seguir, no os quiero dar un mitin. Esta es la realidad, y esto es lo que hay que cantar” [5].
Hay mucha literatura al respecto de la genealogía del Rock Radical Vasco (RRV) y su relación con la Izquierda Abertzale, por lo que no me extenderé mucho más. Recomiendo la lectura del reportaje que hicieron los compañeros de Ekida, “Euskal Herriko gaur egungo musika politikoaren sustraiak” [6].
En resumidas cuentas, la función agitativa que cumplió la música en la politización de miles de jóvenes en la década de los 1980 solo puede entenderse a través de la mediación táctica y del intento de hegemonización cultural por parte de la Izquierda Abertzale. El grado de movilización juvenil que logró la música era algo que no podían dejar escapar; así, ya fuera organizando festivales o impulsando la creación de espacios y circuitos autogestionados, supieron capitalizar y redirigir toda la potencialidad política que estaba gestándose. Junto a esto, la creación de propuestas propias a principios de los 90 marcaría un antes y un después en lo que al modelo de arte político se refiere. Los ecos del arte político que estaba gestándose en el resto del mundo tuvieron una fuerte influencia en la creación tanto de Negu Gorriak como del sello discográfico autogestionado que impulsaron, Esan Ozenki. La influencia de estilos a priori reivindicativos como el hip hop y la música jamaicana confluían con el legado del punk y el rock del RRV. Además, la propuesta iba, claro está, más allá de lo musical, siendo altavoz y referente a la hora de propiciar el acercamiento de las nuevas generaciones al proceso de lucha. Durante los 90 fueron estableciéndose características estéticas y estilísticas que, de cierta manera, estandarizaron la música política en Euskal Herria. La situación política no dejaba indiferente a nadie, si algún grupo quería abrirse paso dentro de la escena, el posicionamiento era conditio sine qua non. Esta situación se extendió durante unos cuantos años, blindando así el modelo que se extendería hasta la década de los 2010.
La función agitativa que cumplió la música en la politización de miles de jóvenes en la década de los 1980 solo puede entenderse a través de la mediación táctica y del intento de hegemonización cultural por parte de la Izquierda Abertzale
Un modelo de arte político, que, junto a la derrota del ciclo político revolucionario, perdió su razón de ser. Su validez residía en la efectividad política del MLNV. A partir de este momento, toda reproducción del modelo solo atendía a la esfera artística-formal y a una especie de nostalgia acrítica, y así lo atestiguan decenas de los grupos que han surgido en las últimas décadas. Más allá de lo artístico, el entramado empresarial creado para dotar de capacidades técnicas y logísticas al circuito político también comenzó a sufrir cambios. El compromiso político y la unión prácticamente orgánica hacia organizaciones políticas son desplazadas por una actividad mercantil al uso. Las empresas de sonido e iluminación, de alquiler de material para eventos, las discográficas, las productoras, promotoras y agencias de management… El renacer (o la pérdida de oposición) de la industria cultural en Euskal Herria no puede entenderse sin la transformación de estos agentes. Y es que, el ciclo de lucha anterior, el grado de consenso social acerca de la necesidad del compromiso político del artista y la articulación real del modelo descrito han sido los elementos fundamentales por los que la industria cultural no ha desplegado mucho antes todas sus garras en nuestro país.
Un modelo de arte político, que, junto a la derrota del ciclo político revolucionario, perdió su razón de ser. Su validez residía en la efectividad política del MLNV. A partir de este momento, toda reproducción del modelo solo atendía a la esfera artística-formal y a una especie de nostalgia acrítica, y así lo atestiguan decenas de los grupos que han surgido en las últimas décadas
En el contexto de la desintegración de la lucha armada y de la asimilación institucional del aparato político de la Izquierda Abertzale, los festivales de música con carácter político continuaron teniendo una gran afluencia de público. Los grupos que llenaban los carteles podrían clasificarse en dos estilos: o bien, aquellos que empezaron a finales de los 90 y mantenían cierto carácter combativo, ya fuera a través de sus letras o con una estética que recordaba al modelo anterior, o aquellos que, con un carácter mucho más festivo, comenzaron su andadura pública en los 2010. Todos ellos, ligados a lo que podemos llamar la escena política. A su vez, el declive de los espacios autogestionados (y en consecuencia, del circuito autogestionado) que se dio a inicios de la década es difícil de entender sin tener en cuenta la dependencia que estos tenían respecto a la Izquierda Abertzale, política y logísticamente hablando. Esto trajo una división drástica en lo musical: por un lado, el circuito “contra”-cultural, que estaba condenado al olvido sin espacios ni infraestructura para organizarlo, y por el otro, el mainstream de Euskal Herria, que tenía su circuito propio, unido a salas de conciertos, licitaciones de ayuntamientos y festivales vestidos de retórica política que estaban en manos de la Izquierda Abertzale.
Paralelamente, y como he mencionado antes, la articulación de los agentes que acabarán definiendo la rama musical de la industria cultural en nuestro país se acelera en estos momentos. A partir de aquí la mercantilización encontrará las puertas abiertas de par en par, otorgando los rasgos característicos que imprime la industria cultural a todo aquello que dinamiza bajo sus reglas. Por un lado, objetivos económicos unidos a la sofisticación de la producción, de la distribución y del consumo, como cualquier otra rama industrial, unidos a los objetivos ideológicos que la caracterizan: imposición de la ideología dominante a través de contenidos artísticos y de entretenimiento. Formalmente hablando, asunción de las tendencias artísticas dominantes, con clichés y fórmulas fáciles, junto a discursos vacíos y dejando de lado cualquier atisbo de crítica real. Y es esta dicotomía, la de un modelo de música política que se muere, enfrentado a una industria musical que acelera su capacidad de acción y su alcance, la que propició no pocos debates en la segunda mitad de los años 2010 y una ruptura generacional evidente en los siguientes años.
Y es esta dicotomía, la de un modelo de música política que se muere, enfrentado a una industria musical que acelera su capacidad de acción y su alcance, la que propició no pocos debates en la segunda mitad de los años 2010 y una ruptura generacional evidente en los siguientes años
El mainstream en Euskal Herria ha ido mutando de carácter hasta llegar a lo que es hoy. Todavía queda algún atisbo de la influencia que tuvo la música política, ya sea porque algunos de los protagonistas de estas agrupaciones fueron parte de la escena durante el periodo decadente de esta, o bien porque utilizan económicamente la nostalgia y folclorizan el ideario simbólico que se gestó en tiempos pasados. Otros han sabido identificar los huecos que el catálogo omnipotente de la industria cultural necesitaba llenar en nuestro país, valiéndose de fórmulas exitosas en otras partes del mundo y reformulándolas con cierto exotismo cultural otorgado por el euskera y los instrumentos tradicionales vascos. La necesidad de expansión y apertura de nuevos mercados lleva a estos artistas a abandonar su lengua sin titubear, pudiendo suponer que el uso de nuestro idioma es circunstancial a la posición que consiguen ocupar en los mercados más competitivos. Podríamos hablar de elementos formales, como progresiones armónicas que hastían debido a su recurrencia, o de las letras stock: fórmulas baratas (o no tanto; que pregunten a letristas profesionales como Jon Maia cuánto genera en derechos de autor al año por todas las letras de este tipo que ha escrito) que hablan de lo bien que están las cosas (sic) y que posiblemente se enfocan en que un público acostumbrado a lo banal y a lo efímero viva un momento catártico.
Llaman la atención los números que mueven estos grupos. Por poner un ejemplo, en 2020 un ayuntamiento como el de Eibar estaba dispuesto a pagar 10.000 euros más IVA por un concierto de Izaro; en 2024 la contrataron por 30.000. Y ocurre más de lo mismo con otros nombres como Gatibu, Zetak, En tol Sarmiento, o Bulego. A esto hay que sumarle las partidas destinadas a las grandes empresas de sonido e iluminación, que, tras movimientos naturales del mercado, como lo es la tendencia a la monopolización [7], se vuelven más competitivas y consiguen copar gran parte del mercado. Las licitaciones de los grandes festivales y eventos quedan en manos de multinacionales como Fluge Audiovisuales S.L. y su absorbida ABS iluminación [8]. El grado de sofisticación técnica y la tendencia al alza de los cachés tienen como consecuencia la elitización de la escena en general. Las agencias de management se enriquecen con las comisiones de los directos, cobrando de media un 20% del total del caché. Es por ello por lo que exprimen al máximo el precio derivado del grado de competitividad de cada uno de los artistas de su roster, sin importar la procedencia de la propuesta del concierto, generando que asociaciones de fiestas y de barrios, espacios autogestionados y movimientos políticos reciban el mismo trato que las instituciones públicas o las promotoras privadas. El acceso a la música en directo se convierte en algo exclusivo mediante grandes cantidades de dinero. Esto, junto a que la mayoría de los grupos con un mínimo de relevancia mediática deciden buscar cobijo bajo estas agencias, provoca una mayor distancia entre la escena oficial y la autogestionada.
Existe otro fenómeno indispensable a tener en cuenta para entender la escena actual y, con ello, el estado del debate: la ruptura que se dio a principios de esta década [9] y su rápida asimilación por parte de la industria cultural, principalmente protagonizada por el grupo Chill Mafia.
Esta ruptura de aparente carácter generacional tenía dos fundamentos principales. Por un lado, la reacción crítica hacia toda la esfera cultural de la clase media en Euskal Herria: sus valores descafeinados, su carácter buenrollista, sus propuestas artísticas “juveniles” que siempre resultan artificiales… Por el otro, el señalamiento de la anacronía del modelo de arte político del anterior ciclo de lucha: una nueva generación encontraba desfasado el modelo musical congelado desde el ciclo político anterior. El grupo Chill Mafia, con una actitud provocadora, genuina y afilada, actuó como verdadera punta de lanza de las nuevas tendencias (estilos de vestimenta, géneros y estilos musicales, uso de las redes sociales …) cada vez más extendidas entre la juventud, y dejó en shock a algunas esferas de la cultura en Euskal Herria. El público general y los medios de comunicación no terminaban de entender que se había abierto paso a una nueva forma de hacer y escuchar música. El autotune, el chándal, los memes, la irreverencia, el hablar abiertamente de las drogas etc. se habían hecho un hueco a codazos.
Esta ruptura de aparente carácter generacional tenía dos fundamentos principales. Por un lado, la reacción crítica hacia toda la esfera cultural de la clase media en Euskal Herria: sus valores descafeinados, su carácter buenrollista, sus propuestas artísticas “juveniles” que siempre resultan artificiales
Tras el caos inicial, esa ruptura no tardó en incorporarse a la perfección en el catálogo de aquella industria cultural que prometía venir a dinamitar. Y no solo eso: las nuevas propuestas musicales ayudaron a modernizarla, aportando al circuito comercial una oferta que, por fin, respondía a las inquietudes de una gran parte del público joven que estaba hastiada de la escena vasca. Y eso tiene que ver directamente con la forma de entender la relación música-política de las nuevas generaciones: la decadencia artística tras la derrota del MLVN generó tal repulsa que acabaron negándose no solo los rasgos estéticos del modelo de música política anterior, sino la posibilidad de una música política, en general. Sin ningún proyecto revolucionario masivo a la vista, la música aparece como mera disciplina artística con grandes posibilidades laborales, que no tardan en ser celebradas por los protagonistas de la ruptura.
De este modo, pasan a formar parte del panorama comercial (la radio Gaztea, las salas de conciertos, festivales, contratos con agencias y promotoras como Last Tour…), y los efectos traumáticos del shock inicial quedan neutralizados. Esto da forma a un nuevo paradigma en el que los géneros llamados “urbanos” ocupan un amplio espacio y la pretensión de vivir de la música es reivindicada por muchos, y realizada por algunos, al mismo tiempo que se ridiculiza la pretensión política mediante la música e incluso se insertan elementos políticos pertenecientes a la cultura política del MLNV de forma estetizada e ironizada. Dicho de otra forma: la industria cultural se moderniza de forma efectiva y, a falta de un modelo que le haga frente, se muestra a sí misma como única forma realista de hacer música. Gracias a la incorporación de esta ruptura, la dinámica capitalista se abre paso en la escena musical como nunca antes: es materialmente aplastante y culturalmente hegemónica.
Entonces, y por ordenar el debate, ¿qué lugar guarda lo político aquí? ¿Cuáles son las posiciones principales?
Todavía hay quien piensa que la manera de hacer las cosas que se gestó en las últimas décadas del siglo pasado es la única forma de dotar a la música de funciones políticas: géneros como el punk, el ska-punk o la trikitixa, unidos al imaginario de la época. A parte de ser una posición anacrónica, en el peor de los casos deviene reaccionaria [10], ya que desecha otros géneros a través de justificaciones racistas y clasistas. El desarrollo como subcultura (con rasgos mayormente estéticos y conceptuales: nacionalismo, obrerismo, apología acrítica de procesos políticos anteriores) trae que una cuota pequeña del mercado todavía le pertenezca, aunque sea marginal. Es evidente que intentar retomar aquel modelo resulta artificial, y fruto de no tomar en cuenta el agotamiento del anterior ciclo político.
Hay quien abiertamente reniega de ello. La reproducción de la cosmovisión capitalista los lleva a declarar que “esto es lo que hay”. Niegan la posible función política del arte, porque niegan la política. En algunos casos, como en el mainstream, lo harán de manera consciente con intereses comerciales, tratando de que no exista ningún tipo de interferencia en las relaciones que guardan con los agentes de la industria cultural, sean estos afines a una u otra tendencia política. La supuesta neutralidad los lleva, en casos extremos, a no tomar ninguna posición respecto a genocidios y masacres, demostrando una bajeza ética imperdonable. Esta disposición también se deja ver en los discursos y prácticas aspiracionistas de no pocos artistas poco competitivos faltos de referentes. La tendencia a la despolitización general de la sociedad encuentra en la industria cultural agentes y ofertas que la reivindican.
También hay quien justifica que la función política de su música reside en reflejar una realidad dada, en contraposición al modo “panfletero” de lanzar consignas. Reflejan el modo vida de una generación marcada por la crisis, por la falta de esperanza en un futuro mejor, por una supuesta libertad que esconde represión y censura, por una disposición nihilista fruto de la escasez de referentes políticos, por la distancia irónica, por el culto al entretenimiento y a la inhibición, por las tendencias reaccionarias… La mera reproducción de lo dado no logra en ningún caso activar potencialidad política alguna, es evidente. Otra cosa sería plantear cuales son las causas de dicha situación, y la necesidad y modos de atajarla, o como diría Brecht sobre lo que debería ser el reflejo de la realidad:
“Realista es aquello que descubre el complejo causal social, desenmascara los puntos de vista dominantes como puntos de vista de los que dominan, escribe desde el punto de vista de la clase que dispone de las más amplias soluciones para las dificultades más apremiantes en que se halla la sociedad humana, acentúa el momento del desarrollo, posibilita lo concreto y la abstracción”. [11]
Por otro lado, están los que, criticando el blindaje estilístico del anterior modelo de música política, se centran en la liberación del aspecto formal y acaban dotando a éste de cierta potencialidad política. Esta defensa de la autonomía del arte, propia del discurso de la institución artística, de la academia, y en última instancia, necesaria para su dinamización capitalista, pretende que los problemas del arte sean solucionados por el propio arte, sin mediación de la organización política. La experiencia de las vanguardias del siglo XX nos demuestra que no es posible.
Estas posiciones y los géneros que las representan no son rígidas, claro está, pero creo que nos ayudan a comprender el estado actual del debate. Vemos cómo de alguna manera todas tienen relación con el modelo establecido en el anterior ciclo político, ya sea planteando un retorno hacia él o como reacción crítica. Es evidente que las posiciones críticas contienen un punto de verdad al señalar que el modelo de arte político anterior pierde sus razones históricas de ser y que hay que reformularlo, pero esto lleva en algunos casos a la negación de la posible función política que debiera tener el arte.
El análisis de lo político en la música no se puede reducir ni a lo discursivo ni a lo técnico-formal: como proceso cultural, es la forma en la que está articulada en la sociedad lo que le otorga su carácter político concreto. Es decir: no son ni las letras de las canciones ni los rasgos de los géneros musicales por sí mismos lo que hacen que la música sea música política, ya que, por un lado, vemos cómo, en lo discursivo, la industria cultural es capaz de asimilar consignas en su contra, y en contra del sistema que la sustenta, neutralizándolas. Por el otro, las formas artísticas pueden contener peso histórico, pero por sí solas ni dicen nada ni otorgan funciones. La discusión sobre un nuevo modelo de arte político tiene más de político que de arte: la articulación de este como herramienta para transformar la realidad bajo un proyecto político capaz de lograrlo es lo único que puede cambiar el rumbo del propio arte y garantizar que se desarrolle de manera libre.
El análisis de lo político en la música no se puede reducir ni a lo discursivo ni a lo técnico-formal: como proceso cultural, es la forma en la que está articulada en la sociedad lo que le otorga su carácter político concreto
Por eso veo necesario que se avive el debate acerca de estas cuestiones y plantear ciertas hipótesis de trabajo para explotar la potencialidad política de la música:
1.- El contexto social y político y el nacimiento de agentes revolucionarios requieren que la música tome otras funciones, permiten y exigen una creación artística unida al momento político, requieren una repolitización de la escena musical: discursivamente, la crítica, la denuncia, la agitación, ser altavoz de una manera de ver el mundo y ser capaz de superarlo. En cuanto a su articulación, despojarse de las características de la industria cultural y transformar la motivación artística y económica en motivación política creadora.
2.- Repensar la música política desde un amplio abanico estético. No limitar la música política a los géneros que demostraron eficacia en cierto momento histórico. Mientras que la industria cultural apremia lo simple y lo homogéneo, es la tarea política la que dota al arte de la posibilidad y de la necesidad de ser original y de atender a la complejidad de la experiencia estética.
3.- En cuanto proceso cultural a organizar, repensar la producción y la distribución. Creación y socialización de estudios de grabación, locales de ensayo y todo tipo de infraestructura técnica bajo parámetros no mediados por el dinero. Impulsar los circuitos políticos colectivizados en contraposición al circuito oficial, no relacionándose con él como forma de hacer negocio.
Ah, qué bello es el arte cuando se vuelve fusil.
La discusión sobre un nuevo modelo de arte político tiene más de político que de arte: la articulación de este como herramienta para transformar la realidad bajo un proyecto político capaz de lograrlo es lo único que puede cambiar el rumbo del propio arte y garantizar que se desarrolle de manera libre
REFERENCIAS
[1] Artze, J. (1977). Kanta berria, erresistentzi abesti. Jakin (4).
[2] Lete, X. (1977). Kanta berria, erresistentzi abesti. Jakin (4).
[3] Editorial de “Kanta Berria, erresistentzi abesti”. Jakin (4).
[4] Saizarbitoria, R. e Izagirre, K. (1979). Musikeroak baraurik. Oh Euzkadi, Zeruko argia 833.
[5] Montoia, X. (1981). Euskal Abestia hil da, gora rock&rolla. Oh! Euzkadi (13).
[6] Ekida (2022). Euskal Herriko gaur egungo musika politikoaren sustraiak.
[7] Véase el vídeo “Pulse Extended”, 2022, Youtube.
[8] Para más información visita la web de Fluge.
[9] Véase entrevista a Chill Mafia por parte de Luis Soldevilla, 2021, El salto diario.
[10] La discusión pública que tuvo lugar en torno a una pancarta que reivindicaba la música popular frente al reggaetón sacó lo peor de algunos. Lo comenta Hedoi Etxarte en “Pikutara musika herrikoia” (Berria, 2022).
[11] Brecht, B. (1973). Carácter popular y realismo. Ediciones península.
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