Una canción es una ejecución pública. Pero es un executio in effigie: una ejecución que solo tiene valor simbólico. No se mata a nadie: se emite un mensaje. Como cuando se guillotinaban las imágenes de las personas que huían de la inquisición. O como cuando, en un carnaval popular, se prende fuego al personaje de Marquitos, representante de todos los males y perjuicios.
La plaza está a reventar. Los niños y niñas en brazos de sus padres: nadie se quiere perder el espectáculo. Todos son conscientes de que no se mata al malhechor real (si es que lo hay), sino que es un acto simbólico, pero les sirve igual. Para repasar las normas, enumerar los males, para la catarsis.
Con las canciones ocurre algo parecido. Sabemos que una canción que habla del amor no es amor en sí. Una canción sobre el desamor no es desamor en sí, claro está. Lo mismo ocurre con la libertad, o con la revolución. Pero nos sirve (también a la industria cultural del enemigo de clase): hace bailar nuestros deseos, ideas, recuerdos e inquietudes. Nos hace sentir que algo más es posible más allá de la miserable realidad. Es emocionante.
Sin embargo, desde una perspectiva política, este executio in effigie es un arma de doble filo. Su ventaja: la plaza está a reventar (a saber: la radio, el gaztetxe, un story de Instagram, un festival, una playlist…), y en ella se hace posible una intervención cultural mediante la eliminación de unos símbolos y el ensalzamiento de otros. Es más, tenemos que ser buenos verdugos. La desventaja es: siempre será in effigie.
Justamente, es eso lo que tenemos que tener presente como creadores y oyentes de música. No podemos pensar que el mero hecho de cantar sobre la revolución es hacer la revolución. No podemos aceptar saciar nuestra sed de libertad con canciones que hablen sobre la libertad. No podemos dejar que las dosis de las vías de escape nos hagan creer que la realidad es aceptable. No podemos conformarnos con –ni mediante– canciones..
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