FOTOGRAFÍA / Asier Nuñez eta Lander Moreno
Karla Pisano Berrojalbiz
@PisanoKarla
2022/06/04

«En la casa de los Maheu, en el número 16 del segundo cuerpo, no se había movido nadie. Espesas tinieblas envolvían la única habitación del primer piso, como abrumando bajo su peso el sueño de los seres que se adivinaban allí, amontonados, con la boca abierta, destrozados por el cansancio. A pesar del frío intenso del exterior, el aire enrarecido tenía un calor vivo, ese aliento caluroso de los cuartos que huelen a ganado humano» — (Germinal. Zola, 2017:24)

Émile Zola publicaría su conocida novela Germinal (1885) tan sólo una década después de que Engels escribiera en tres partes su Contribución al problema de la vivienda (Engels, 2006). Con sumo detalle, el novelista nos presenta a la clase obrera francesa de 1860; sus condiciones de vida y trabajo, sus costumbres y progresivo grado de politización. «Ganado humano» que había sido forzosamente desarraigado y se instalaba ahora en aquellos centros productivos en los que el capital demandara mano de obra. Engels trataría la cuestión de la vivienda desde el análisis de las condiciones que la novela social de Zola nos narra, y lo haría con el objetivo de polemizar con las soluciones reformistas de la burguesía, así como con las posiciones pequeño-burguesas de anarquistas seguidores de Proudhon. Su aportación principal es de fácil resumen, pero tiene serias implicaciones: el problema de la vivienda no es un accidente, sino un problema intrínseco al modo de producción capitalista. Por ende, la dinámica de explotación capitalista –que tiende a la reducción del peso del salario– reproduce la escasez de vivienda de forma constante. Engels analizó el problema de la vivienda desde la perspectiva del proceso histórico por el cual, millones de personas eran arrastradas a los centros urbanos, y la escasez de viviendas –así como el hacinamiento y la carestía derivados de ella– iba de la mano de una profunda dinámica demográfica. Sin embargo, podríamos tomar sus observaciones y aplicarlas de igual modo al análisis contemporáneo del problema de la vivienda.

La vivienda, además de ser un bien básico para la subsistencia –y por lo tanto, parte del fondo de consumo de la clase trabajadora– es un jugoso activo para la captación de rentas. La composición de la renta urbana es compleja y para el objeto de este texto valdrá con decir que se compone de plusganancias; es decir, depende de la producción de plusvalía, del capital aplicado a la tierra, o dicho de otro modo, del proceso de valorización sobre el espacio (Harvey, 2007). Una casa adquiere más valor si hay un transporte cómodo que te acerque a ella, aún más si tras ella se construye un parque ajardinado, y no digamos si al lado acaban de abrir un spa y gimnasio del Club Metropolitan. Todo este trabajo acumulado influye en la renta y, en consecuencia, en el precio final. Estos procesos de valorización –o desvalorización en caso de entornos degradados– necesitan de la labor coordinada del capital financiero y del Estado burgués. El primero, facilita las grandes masas de capital que deben ser adelantadas y, el segundo, es el encargado de regular el uso del suelo y el espacio urbano según las necesidades de valorización. En definitiva, la propiedad privada de una vivienda permite a su poseedor captar parte de las rentas, ya sea mediante la venta o el alquiler del inmueble. En el caso del alquiler, los propietarios, como compensación por renunciar al pago inmediato del capital adelantado, y a la ganancia obtenida sobre él, reciben un precio incrementado, el interés (Astarita, 2010). Por último, al tratarse de una mercancía que puede monopolizarse, su precio puede aumentar drásticamente y los rentistas pueden obtener plusganancias que muchos burgueses industriales calificarían de «ilícitas».

La vivienda es, ante todo, un valor financiero. Hasta tal punto que ni siquiera se tiene en cuenta dentro del cálculo del IPC (Índice de Precios al Consumo). En vez de tratarse de un bien de primera necesidad cuyo aumento de precio supondría la devaluación del salario, la economía burguesa lo concibe como una manifestación del aumento de la riqueza patrimonial (Del Rosal, 2022). En consecuencia, cuando se crean burbujas inmobiliarias, se omite la inflación y el efecto que ésta tiene sobre los salarios, para celebrar sin interrupciones el incremento de la riqueza. Es cierto que los contratos de alquiler tienen una clausula por la cual regulan su precio en base al IPC, pero la realidad es que prima la arbitrariedad del propietario.

Lo dicho hasta ahora explica, en parte, la escasez de vivienda a la que Engels hacía referencia: la presión de los capitalistas por reducir el salario junto con la tendencia alcista de los precios convierten el acceso de la clase trabajadora a una vivienda en un camino atravesado por alambre de espino. Aun así, Engels habla desde un contexto en el que la escasez de viviendas era una realidad autoevidente. Es decir, no se producían suficientes viviendas para la demanda del nuevo proletariado porque no resultaba un negocio nada rentable. El reto actual reside en explicar de qué manera persiste el problema de la vivienda en un contexto de abundancia material y tras unas décadas en las que la propiedad se generalizó entre ciertas capas de la clase trabajadora. Mi intención en el presente artículo será explicar este proceso histórico, centrándome en el marco del Estado español y analizando paralelamente las tres principales dimensiones de la propiedad de la vivienda: como adquisición de un medio de subsistencia, como activo para la captación de rentas y como potente herramienta cultural. Haré un recorrido desde el Franquismo hasta la creación de la última burbuja inmobiliaria y el período de crisis tras su pinchazo. A continuación, analizaré brevemente las implicaciones culturales de la implantación de una «sociedad de propietarios» y su consiguiente resquebrajamiento para, finalmente, centrarme en el estudio de las condiciones actuales.

DE LA ESCASEZ A LA ABUNDANCIA

Historia de una escalera (1949) es un ejemplo clásico del teatro de posguerra. Antonio Buero Vallejo nos cuenta, mediante un coro de personajes, la fatídica vida de tres generaciones agrupadas en un mismo edificio. Las historias cambian, los personajes vienen y van, pero la escalera, permanece. Esta escalera, inmóvil a lo largo del tiempo, es el símbolo de la imposibilidad de medrar socialmente, de la desesperanza y pobreza generalizadas en los primeros años de la dictadura. Creo que un buen contraste a esta obra se encuentra en la novela experimental de los años sesenta. En pleno desarrollismo, Miguel Delibes escribió Cinco horas con Mario (1966), novela que trata el debate existencial de una mujer de familia burguesa, quien, entre otras cosas, reprocha a su marido no haber hecho lo suficiente por comprar una casa más amplia y un Seat 600. Delibes nos habla de las aspiraciones y complejos de una nueva clase media que se abre ante un mundo de posibilidades. La pobreza ya no es la escalera ineludible a la que uno se ve avocado, sino una oportunidad desaprovechada; la inutilidad de un necio que no alarga el brazo para tomar aquello que le es ofrecido en bandeja de plata. Este es uno de los reflejos que genera el paso de la escasez a la abundancia.

Durante buena parte del siglo XIX, la construcción de viviendas era una empresa cara y engorrosa. Apenas unos pocos se dedicaban en exclusiva a esa tarea y en la mayoría de los casos se trataba de burgueses que invertían parte de sus ganancias, provenientes de la industria en el negocio de los bienes raíces. Con el desarrollo de las finanzas, el negocio inmobiliario fue convirtiéndose en un negocio cada vez más lucrativo, ya que grandes sumas de dinero podían ser movilizadas. Haciendo referencia a la creciente producción de viviendas, así como a la concentración de las propiedades en manos de algunos promotores particulares que valorizarían sus inversiones en tiempo récord, Marx diría que «Hoy, ninguna empresa de construcción puede vivir sin dedicarse a la especulación, y además, a gran escala» (Marx, 2017). Sin embargo, los costes de producción de viviendas hubieron de disminuir, la función del Estado como regulador del espacio urbano debió afianzarse y el capital financiero hubo de desarrollarse más, antes de que los promotores particulares encontraran en la construcción de viviendas obreras un buen negocio.

En el caso de España, los largos años de posguerra y autarquía condujeron al régimen de inspiración fascista al aislamiento internacional. Los episodios de carestía y desabastecimiento se sucedían uno tras otro, y el estraperlo no era más que una gota en la boca del sediento. A partir de 1959, con los Planes de Estabilización del régimen, se inauguró una nueva época de desarrollo económico, que trajo consigo el consumo de masas. El «milagro español» se sostenía sobre la bajísima retribución salarial, que facilitó el desarrolló industrial –así como el sector de la construcción– y la apertura al turismo. Con la construcción de numerosas infraestructuras, las rentas del suelo aumentaron y gracias a las divisas extranjeras provenientes del turismo y otras inversiones, el régimen pudo garantizar unos años de bonanza. En la década de los sesenta, el Estado impulsó la construcción de viviendas protegidas mediante créditos y subvenciones. Aunque gran parte de los objetivos del Plan de Vivienda no se cumplieron, y muchas viviendas protegidas nunca fueron construidas, el valor propagandístico del plan directorio fue innegable. A partir de los setenta, la construcción de viviendas provenía en mayor medida de iniciativas privadas, que satisfacían las nuevas dinámicas demográficas: la demanda acrecentada por el éxodo rural, la creciente adquisición de segundas viviendas en enclaves turísticos etc.

Los problemas de vivienda no cesaron, ni mucho menos. El chabolismo, el hacinamiento y la mala calidad de las viviendas fueron los factores definitorios de un desarrollo económico basado en la intensa explotación de la fuerza de trabajo devaluada. Sin embargo, el hecho de que una parte nada desdeñable de la clase trabajadora adquiriera una vivienda en propiedad, sin apenas necesidad de endeudarse, no es algo baladí. Esto fue posible gracias a los bajos costes de producción, así como la intervención del Estado y la todavía tímida inflación.

El desarrollo económico no se sostuvo en el tiempo y como bien es sabido, la crisis de 1973 tuvo un impacto tardío pero profundo en el Estado español. A las insuficiencias de un sistema productivo poco competitivo –acostumbrado a las políticas proteccionistas– se le sumó la crisis institucional, así como el auge de los movimientos obreros. La inflación entró en escena; en 1977 llegó a ser del 24,5 % y se convirtió en el principal enemigo a abatir. La respuesta de la patronal fue aumentar los precios, pretendiendo responder a la «ingobernabilidad de los salarios» (López y Rodríguez, 2010). En los famosos Pactos de la Moncloa (1977) todos los partidos burgueses, junto con asociaciones empresariales y la representación de la mayoría sindical, acordaron «hacer todo lo que fuera necesario» (sic.) para recuperar el control sobre la inflación, lo que significó que, en adelante, los aumentos salariales deberían subordinarse a la inflación prevista. Además de la inflación, apareció con fuerza el otro mecanismo de control sobre los salarios: el desempleo. Los sucesivos planes de reconversión industrial –­entre los cuales se destaca el Plan de Reconversión y Reindustrialización del PSOE (1984)– adecuaron el tejido productivo español a los requerimientos internacionales y a consecuencia de la especialización y la relativa modernización, el ejército industrial de reserva aumentó considerablemente. El desempleo fue masivo, llegando hasta el 20 % y se cebó especialmente con los jóvenes (Marín, 2006). Se inicia una década de polarización social, de proletarización de algunas capas de la clase trabajadora y de degradación urbana. Es la época de la decadencia de los barrios obreros, de la desesperanza y la heroína. Pero mientras para parte de la sociedad la quimera del pleno empleo se resquebrajaba, para otra se abría un mundo de posibilidades: la nueva democracia burguesa necesitaba de un nuevo funcionariado que pasaría a probar las mieles de la clase media. Es, en definitiva, una década de contrastes.

LAS DOS CARAS DE LA MISMA MONEDA: SOCIALIZACIÓN DE LA PROPIEDAD Y DEVALUACIÓN DEL SALARIO

Y no hay mejor testimonio de esos contrastes que las cintas del cine quinqui. La película Barrio (1994) dirigida por Fernando León de Aranoa, presenta la historia de tres jóvenes que viven en un suburbio de grandes bloques de viviendas sociales; grandes moles de ladrillo oscuro, construidas probablemente durante los setenta. La película empieza con los tres chavales mirando absortos el escaparate de una agencia de viajes. Es agosto y todo el mundo está fuera, pero ellos, apenas pueden salir del barrio. Leen los letreros: «Marruecos por 48.000 pesetas», «Baradero por 70.000». Son una «generación hiato», que se sitúa entre el optimismo desarrollista y la burbuja de los 2000: jóvenes proletarizados que vagan por un paisaje urbano degradado y en proceso de convertirse en technicolor. Quizás la serie de televisión Aquí no hay quién viva, estrenada en el 2003, resuma en clave de humor esa transformación, esa pigmentación artificial del paisaje grisáceo. Me refiero, en concreto, a la incorporación de parte de la clase trabajadora empobrecida en la «sociedad de propietarios» y por lo tanto, a la consolidación del Pacto Social sobre la base de la generalización de la propiedad y la devaluación del salario. En Aquí no hay quién viva, casi todos los personajes son propietarios de una o más viviendas. No son de alto standing, pero tampoco son los bloques de Barrio. Algunos son profesores, otros oficinistas, otros tienen una infinidad de trabajos temporales. En conclusión, su estatus de propietarios contrasta fuertemente con una calidad de vida bastante precaria. Esta historia de escalera refleja la nueva sociedad de propietarios, y a diferencia que en la obra de Buero Vallejo, el principal factor es el cambio: su posición es muy frágil y el ascenso social es tan repentino como lo puede ser su caída.

Cambió sustancialmente la función del Estado. El neoliberalismo aparcó la idea de la Mano Invisible y admitió la intervención, primero con Margaret Thacher y después bajo la administración de Reagan. En el caso español, una vez se tuvieron los salarios bajo control, se inició el primer ensayo de la estrategia inmobiliario-financiera (1985-1993) (López y Rodríguez, 2010) que tuvo dos principales pilares: la financiarización y la terciarización. Con la inclusión de España en la Comunidad Económica Europea, la inversión extranjera creció y se centró especialmente en el mercado de los bienes raíces. Las nuevas rentas financieras e inmobiliarias aumentaron la capacidad de ahorro de las familias, que en última instancia se trató de un aumento del endeudamiento privado. Por otro lado, el inútil tejido fabril y su resultante paisaje urbano fueron reconvertidos –gracias, en parte, a las ayudas europeas– y se comercializaron como marcas ciudad; es decir, ciudades de atractivo turístico que se presentaban en el mercado internacional. Todo este proceso aumentó considerablemente el porcentaje de propietarios –llegando al 73 % en 1981– pero no sin traer consigo un incremento de los contrastes sociales y espaciales: por un lado, un nuevo proletariado de servicios, con salarios mínimos, trabajos poco cualificados y extremadamente precarios. Y por otro lado, un aumento considerable del consumo de la clase media, que aunque se basó en el endeudamiento, por el momento no hizo grandes estragos y la mayoría consiguió capitalizar sus propiedades.

En 1995, tras un breve impasse, se inició un nuevo ciclo inmobiliario, anunciando lo que se denominó «el segundo milagro español». El PIB anual aumentó hasta un 4 %, las tasas de desempleo bajaron y la inflación se mantuvo en unos porcentajes beneficiosos. El precio del metro cuadrado inició su ascenso en el año 2000 y subió ininterrumpidamente hasta el 2006. De hecho, en cada uno de los años de este período, se construyeron más viviendas en el Estado español que en Francia, Alemania e Italia juntas y de cada 100 euros que se concedían en créditos, 55 provenían del exterior (Niño-Becerra: 2020). Significativamente, todos los booms económicos acontecidos en el Estado en los últimos setenta años, están relacionados de una u otra forma a la construcción de viviendas, un sector íntimamente relacionado con el turismo. Y no es casualidad, ya que disponía de numerosas ventajas competitivas en el sector: disponibilidad de recursos naturales, numerosos enclaves con potencial turístico, facilidades fiscales y políticas, bajos salarios, gran ejército de reserva…

El crecimiento de estos años estuvo, de nuevo, basado en la financiarización y su consecuencia directa fue la generalización del endeudamiento privado. Desde Europa llegaban montones de dinero barato que irían a saciar la fiebre del ladrillo, y la burbuja de los precios se fue cebando. Además, el problema crónico de la inflación no tardó en aparecer. Sin embargo, el número de propietarios incrementó y en 2007 llegó al 80,1 % [1]. Las familias obtuvieron un mayor acceso al consumo gracias al abaratamiento de los créditos y a la rentabilidad que podían obtener de sus propiedades debido al incremento de los precios –«el precio de la vivienda nunca baja» decían–. Pero no nos engañemos, este mayor acceso al consumo no fue más que una ilusoria compensación por la imparable devaluación de los salarios. Tras los Pactos de la Moncloa y sus medidas de contención salarial y restricción monetaria, se inicia un proceso de polarización salarial, que no encuentra apenas oposición en un mermado movimiento obrero. El modelo de acumulación español siguió su propia tendencia: nulo aumento de la productividad y bajo empleo de capital en contraste con un uso intensivo de la fuerza de trabajo. En definitiva, un modelo económico vinculado a los servicios, al crecimiento del consumo y a la burbuja patrimonial. «España va bien» se predicaba al inicio del milenio; la gente era cada vez más rica y el paro descendió, aunque sólo porque se ocupaba a más población activa en unas actividades que se financiaban con deuda privada.

En verano de 2007 estalló la crisis. La deuda privada sobre el PIB pasó del 65 % en 1996 al 207 % en 2007 (Niño-Becerra, 2020). Bajó el precio de la vivienda, con él las inversiones y, en consecuencia, mermó el consumo de las familias. Aumentó la morosidad, los impagos y las ejecuciones hipotecarias. Las familias que se habían endeudado no pudieron aguantar el embate ya que el Banco Central Europeo (BCE) subió los tipos de interés –intentando combatir la inflación–, al caer el precio de la vivienda no podían rentabilizar sus propiedades, los préstamos se paralizaron y el desempleo galopante aumentó. Se habían endeudado con créditos totalmente despegados de sus capacidades reales de devolución y fue entonces cuando un proceso de proletarización ya existente desde los años setenta se hizo visible. Salió a la luz lo que el consumo prolongado por la financiarización había ocultado: salarios reales por los suelos, precariedad laboral y un salario indirecto –rentas y servicios– en pleno desmantelamiento (Rodríguez, 2022).

GÉNESIS DE LOS CÓDIGOS CULTURALES DE LA DESPOSESIÓN

En el Génesis, primero fue La Creación, luego La Caída del Hombre y después, El Diluvio. He dicho que la propiedad no es sólo un activo para la captación de rentas, ni tampoco un mero medio de acceder a un bien básico para la reproducción. La propiedad de la vivienda es también un fuerte dispositivo cultural. En primer lugar, el pago de una vivienda nos encadena al trabajo asalariado, imponiendo su disciplina más allá del puesto de trabajo. En segundo lugar, la propiedad es una potente forma de subjetivación en tanto que genera posiciones conservadoras.

La creación de la mentalidad patrimonialista la encontraremos principalmente durante la dictadura franquista. «Queremos una España de propietarios, no de proletarios» sentenciaba el primer ministro de vivienda José Luis Arrese, y resumía, de este modo, el principal proyecto de integración social del Régimen: la propiedad garantizaría la fidelidad, tanto al Estado como al régimen asalariado y además, los propietarios serían menos proclives a incurrir en aventuras revolucionarias. En estas primeras décadas, el objetivo era producir vivienda ya que la demanda era enorme. Sin embargo, a partir de los ochenta no se trataba sólo de saciar las necesidades habitacionales, sino que debían brindar consumos que contribuían a la expansión de todo tipo de fantasías. Los reclamos publicitarios en la década de los noventa no sólo te ofrecían una casa, te ofrecían «la casa de tus sueños». Otro factor cultural que fue decisivo para el desarrollo de las burbujas inmobiliarias fue la extendida concepción de la propiedad como valor seguro. En este sentido, el término inglés para denominar el mercado inmobiliario –Real Estate– nos da alguna pista más de la mentalidad que condujo a muchas familias al endeudamiento: estate [condición, propiedad] y Real [verdadera, existente, tangible]. Esta propiedad es inmóvil, permanente y única, por lo que se considera como un depósito de valor seguro.

«Queremos una España de propietarios, no de proletarios» sentenciaba el primer ministro de vivienda José Luis Arrese

Como venía diciendo, la propiedad fue un mecanismo de integración social, especialmente importante en un contexto en el que el trabajo perdía peso. De hecho, en las sociedades industriales tradicionales, la forma de participación social y política se daba a través del trabajo. El trabajo convertía, formalmente, a un ciudadano en sujeto de derechos. Esta fue la fórmula adoptada tras las revoluciones liberales del siglo XIX para justificar el Estado burgués y esconder las diferencias de clase. El proletario desposeído era, al menos, propietario de su fuerza de trabajo y virtualmente ciudadano de una comunidad de propietarios. Durante la segunda mitad del siglo XX –y especialmente a finales de los ochenta– la quimera del pleno empleo se resquebrajó y, para gran parte de la clase trabajadora, el trabajo ya no era su valor definitorio. El proletariado quedará de facto excluido del Pacto Social, será un sujeto ilegal y una infranqueable línea lo separará de la propiedad de una vivienda. Para la clase media, sin embargo, la propiedad y el acceso al consumo mediante el crédito fueron dos mecanismos de reenganche social, en un contexto en el que el salario se devaluaba. Es así como –en el caso del Estado español con mayor fuerza– la propiedad de la vivienda constituyó el fundamento ideológico y material de la clase media. Esta socialización de la propiedad nunca fue universal. Nunca se garantizó una vivienda de calidad para todo el mundo; tampoco ese era el objetivo, ya que el empleo político de la socialización, a ciertas capas de la clase trabajadora, de la propiedad como status, trajo grandes beneficios al Capital. Curiosamente, el término mileurista surge en 2005, en pleno auge de la burbuja inmobiliaria, lo cual nos da una idea de los fuertes contrastes que se estaban dando: mayor acceso al consumo y, al mismo tiempo, devaluación de los salarios.

El proletariado quedará de facto excluido del Pacto Social, será un sujeto ilegal y una infranqueable línea lo separará de la propiedad de una vivienda

Por ello, La Caída del Hombre no tardó en llegar. Se pasó de un estado de obediencia inocente a Dios, a un estado de desobediencia culpable. Y es que tras el pinchazo de la burbuja inmobiliaria se sucedieron las críticas al modo de vida desenfrenado de la clase media. «Vivimos por encima de nuestras posibilidades», se repetía. Se acuñó otro término paradigmático –y profundamente misógino– como es el de visillera; dícese de la mujer de familia cuya única preocupación era instalar los visillos de su nueva flamante casa, sin importar cómo había llegado a obtenerla. Un personaje parecido aparece en la novela de Rafael Chirbes, Crematorio, que trata la historia de una familia en la década de los 2000. Chirbes nos presentaba a la familia como forma de ejercicio de los valores de propiedad, la especulación inmobiliaria, los negocios sucios… Pero, sin duda, uno de los reflejos más claros de estos reproches lo encontramos en el título del informe de vivienda publicado por Deutsche Bank en 2007 haciendo referencia al caso de España: «Living la vida loca».

En definitiva, se trataba de una crítica a los excesos. A los excesos del consumo y el endeudamiento de las familias, por un lado, y a los excesos de un desarrollo económico inestable, por otro. La socialdemocracia pronto se desquitó del mea culpa y empezó a señalar que la fuente del problema se encontraba en los fundamentos del crecimiento económico. Critican los excesos de la especulación por parte de grandes propietarios y fondos buitre, los excesos de la corrupción de ministros de vivienda o el inestable crecimiento basado en el turismo. Sin embargo, el objetivo de esta crítica es restituir la sociedad de propietarios, dotándola de bases más sólidas. Se trata, por lo tanto, de una posición conservadora, que rechaza moralmente los «excesos» del capitalismo y que al mismo tiempo, defiende a ultranza las instituciones burguesas.

Y tras la desobediencia, viene el diluvio. El anegamiento de toda la tierra es la consecuencia directa de la desobediencia, pero sobre todo, es la consecuencia inevitable. La crisis de acumulación capitalista se nos presenta como un proceso de proletarización ineludible. En esta catástrofe, el arca es el Estado burgués, el único garante de la reproducción social y sin complejos, se abandona la idea de que todos podremos ser salvados. Algunos prevalecerán, y ese consuelo es más que nada. Y para los pobres desgraciados que se queden fuera, para los culpables de sus excesos inmorales, siempre habrá un modo de subsistir; su redención se encuentra en la austeridad, una austeridad que se convierte en virtud: súmate al coliving, haz ayunos de gasto, si no puedes independizarte, convive con personas mayores gracias al nuevo plan de emancipación de tu Ayuntamiento…

COYUNTURA ACTUAL: SISTEMA DE VIVIENDA DE MISERIA

Ante la crisis de acumulación de capital, la burguesía adopta la única postura que puede adoptar como clase: defender su ganancia. Para ello, reduce tendencialmente la parte correspondiente al capital variable, devaluando los salarios, expulsa la fuerza de trabajo excedente y saquea los ahorros de la clase trabajadora. La función del Estado burgués es posibilitar este proceso y asegurarse de que no habrá irrupciones políticas; dinamizando las divergencias dentro de la burguesía a través del sistema parlamentario e imposibilitando cualquier alternativa política. En concreto, las principales medidas tomadas por los Estado europeos ante la crisis del 2008 fueron aumento del gasto público y otras medidas de tipo keynesiano ya conocidas. A partir de 2012 se inyectaron enormes cantidades de dinero a través del BCE a fin de sanar las cuentas, pero, las principales transformaciones están por llegar: en primer lugar, asumir que la deuda pública y privada no es pagable, en segundo lugar, tomar todas las medidas necesarias para devaluar los salarios y, en tercer lugar, revisar el modelo de protección social. Ya en septiembre de 2007, el que era presidente de la república francesa Nicolás Zarcosy adelantaba que «una refundación de la función pública» era necesaria.

El reflejo de la gestión burguesa de la crisis en el problema de la vivienda es claro: un empeoramiento del problema de la vivienda en todos los aspectos. Aumento de los desahucios, los impagos, el número de personas sin hogar, aumento de la pobreza energética, empeoramiento de las condiciones de habitabilidad etc. Este empeoramiento, es incluso visible en Euskal Herria, donde las rentas familiares son más altas y el peso de la propiedad supone el 88 % del total de viviendas [2]. Podemos observar una tendencia alcista de los precios en la Comunidad Autónoma del País Vasco, con un incremento de la vivienda libre nueva de casi el 17 % en los últimos 5 años. Respecto a la vivienda protegida, el precio por metro cuadrado ha mantenido una constante subida en los últimos años, con un crecimiento del 20 % entre el año 2010 y 2020 [3]. Debido al aumento de los precios y a la reducción de ingresos, mas del 80 % de las personas con necesidad de acceso a compra de vivienda debería recurrir a un crédito hipotecario. Aunque el régimen de propiedad sea el más extendido, cerca de 100.00 personas en la CAPV desearían formar un hogar, de las cuales cerca de 80.000 carecen de recursos suficientes para hacerlo [2]. Estos datos nos hablan de un proceso de proletarización tan acelerado que puede observarse en la cata de una sola generación.

Aunque el régimen de propiedad sea el más extendido, cerca de 100.00 personas en la CAPV desearían formar un hogar, de las cuales cerca de 80.000 carecen de recursos suficientes para hacerlo

Entre los años 2013 y 2021 se han producido un total de 12.526 lanzamientos, contabilizando sólo aquellos que se ejecutaron por vía judicial. Este último año el numero de desahucios ha aumentado en Hego Euskal Herria casi un 25 % respecto a 2020. Desde el año 2000, el numero de personas con atrasos o impagos en los alquileres, hipotecas, créditos o recibos en la CAPV ha ido en constante aumento, hasta alcanzar su pico mas alto en 2018, con mas de 140.000 personas en dicha situación [4]. Además, según el informe de FOESSA y Caritas 2022 en la CAPV, el 8,5 % de las personas residen en una vivienda inadecuada, alrededor de 187.000. Por último, con una tasa de paro juvenil en aumento, la edad media de emancipación en Hego Euskal Herria se sitúa actualmente en los 30,2 años, siendo ésta una de las más altas de Europa [2].

Estos datos nos ayudan a dimensionar el proceso de proletarización que está empobreciendo a las capas más acomodadas de la clase trabajadora y recrudece aún mas las condiciones de existencia del proletariado. Quizá la cara más visible de este proceso fue precisamente la espectacular oleada de ejecuciones hipotecarias a partir del 2008, sin embargo, el empeoramiento de las condiciones de vida había estado varias décadas ahí y, realmente, la sociedad de propietarios era la excepción: desde los vecinos de la escalera de Buero Vallejo, pasando por la familia humilde de Mario, avergonzada de sí misma; los chavales sin futuro de Barrio, la pluriempleada Belén de la famosa serie de televisión… Todos eran objeto del proceso de proletarización y vivieron sus consecuencias de una u otra manera.

Ahora, la propiedad de la vivienda empieza a dejar de ser un medio de integración social de la clase media, porque no es posible ni tan siquiera necesario, más en un contexto de crisis capitalista y sin ninguna oposición política que aceche a la sociedad burguesa. Este proceso, empero, es lento, y no exento de contradicciones. Vemos, por ejemplo, cómo el Gobierno de coalición actual sigue defendiendo los intereses de los pequeños propietarios, influenciados por sus lobbys y condicionados por sus propios fines electoralistas. A pesar de todo, en lo esencial favorecerán la concentración de capitales en el mercado inmobiliario y, poniendo la alfombra roja a Fondos Buitre, permitirán la progresiva desaparición de los pequeños rentistas. De esta manera, los partidos del antiguo Pacto Social –basado en la propiedad de la vivienda y en general, un mayor acceso al consumo– perderán legitimidad entre las mermadas clases medias, las cuales podrán encontrar algo de satisfacción en políticas más reaccionarias.

Todo esto, exige que el Estado revise su modelo de protección social y lo adecúe a las nuevas circunstancias, caracterizadas por un aumento del desempleo, el encarecimiento de la vida y la reducción pronunciada de los recursos destinados a rentas y servicios. En este contexto, las intervenciones del Estado en el ámbito de la vivienda están encaminadas a la instauración de lo que podríamos denominar como un nuevo sistema de vivienda de miseria. Es decir, un conjunto de rentas, servicios y toda una serie de medidas jurídicas cuyo objetivo es el de garantizar un mínimo acceso al consumo por parte de algunas capas de la clase trabajadora y, sobre todo, impedir que el enfado social se propague. Para describir este sistema, me valdré de dos ejemplos: la moratoria de los desahucios y las ayudas del Gobierno Vasco al alquiler juvenil. Por un lado, la moratoria ha amortiguado el impacto de la oleada de desahucios que podría haberse desatado tras el confinamiento. Esta medida, no ha suspendido los desahucios, sino que los ha prolongado en el tiempo. Muchos la han criticado por su carácter temporal –ya que ha ido renovándose por períodos de seis meses– pero lo más probable es que deje de ser una excepción y pase a ser parte de la normativa ordinaria. Por otro lado, tenemos la recién aprobada modificación del Gobierno Vasco de las ayudas de Gaztelagun. Son ayudas concedidas a jóvenes para el pago del alquiler que, en adelante, serán de hasta 275€ –cuando antes eran de 250€– y podrán cobrarse hasta los 35 años –mientras antes era hasta los 33–. Son cambios sustanciales, ya que para un número nada desdeñable de jóvenes esta ayuda es su única vía de emancipación.

En este contexto, las intervenciones del Estado en el ámbito de la vivienda están encaminadas a la instauración de lo que podríamos denominar como un nuevo sistema de vivienda de miseria

¿Qué nos dice todo esto sobre el nuevo sistema de vivienda? Dejando a un lado lo evidente –y es que en un contexto de encarecimiento aumentan la cuantía de las subvenciones, pero siempre por debajo de la inflación real– este sistema tiene como fundamento principal subvencionar el consumo de algunos inquilinos. Es decir, sufragar mediante el endeudamiento público parte de los gastos de vivienda, para que los propietarios no dejen de recibir su minuta. Este endeudamiento, es en última instancia, subordinación absoluta a las políticas de recortes que se impondrán desde Europa. Por lo tanto, las subvenciones a vivienda no son una mano amiga, sino una mano al cuello que pretende, en el corto plazo, salvar a los propietarios y, en el medio, aplicar todos los dictámenes del Capital.

Para este nuevo sistema de miseria, los desahucios, las personas sin hogar o las que no pueden emanciparse son, ante todo, un problema político. El alcance real de estas medidas es mínimo –no hay más que ver el número de desahucios que siguen ejecutándose bajo moratoria, o las solicitudes de subvenciones a vivienda que son desatendidas– puesto que su función principal es ideológica. De hecho, la extensión de estas rentas y servicios dirigidos a la vivienda está limitada por el bajo número de recursos movilizados, por la insoportable burocracia que convierte el proceso de adquisición en un imposible y por los férreos mecanismos de control que acompañan a cada una de estas ayudas. Estas deficiencias no son casuales, sino completamente intencionadas. Mientras el Estado burgués siga siendo el único que virtualmente garantice unas condiciones de existencia –miserable, sí, pero existencia– todo el proletariado peleará por subirse a ese arca.

Debido a que más del 70 % de la población, a través del proceso histórico que he explicado, haya tenido acceso a una propiedad, el Estado burgués ha conseguido reenganchar políticamente a parte de la clase trabajadora. Mientras en otros países occidentales esto se hizo principalmente a partir del aumento nominal de los salarios, en el caso del Estado español se consiguió mediante la socialización de la propiedad de la vivienda. Esta socialización, como he intentado explicar, tuvo dos grandes zonas oscuras: por un lado, el proletariado siempre estuvo excluido y, por otro lado, el acceso al consumo se dio mediante el aumento del endeudamiento privado. En definitiva, se ocultó un proceso de proletarización que venía acechando desde la crisis de 1973. Ahora, el Estado parece asumir que el descalabro es inevitable y mecanismos de integración social como la propiedad de una vivienda pierden importancia. De hecho, en los últimos diez años, el porcentaje de propietarios ha caído un 5 %. Ante las consecuencias de la gestión burguesa de la crisis, el Estado prepara su modelo de protección social, que básicamente se convierte en un modelo de protección de la burguesía ante el potencial problema social.

Ante las consecuencias de la gestión burguesa de la crisis, el Estado prepara su modelo de protección social, que básicamente se convierte en un modelo de protección de la burguesía ante el potencial problema social

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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Rodríguez, Emmanuel (2022). El efecto clase media. Traficantes de sueños: Madrid.

Zola, Émile (2017). Germinal. Akal: Madrid.

FONDO DE DATOS

1 Instituto Nacional de Estadística (INE)

2 Instituto Vasco de Estadística (EUSTAT)

3 Idealista

4 Consejo General del Poder Judicial

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