Mucho se ha dicho sobre la COVID-19. También desde el movimiento socialista. No por ello creemos que sea un tema agotado. Mucho menos que esté todo dicho. Todo apunta a que no se ha hecho más que empezar a delimitar el terreno de la lucha de clases, también en lo que a la pandemia se trata, y que se requerirá insistencia, constancia y labores mastodónticas para hacer frente al enemigo de clase, allí donde esté organizado, y allí donde la necesidad social y política de combate premien. No dejar ni un terreno al azar, ni dejarse engañar por falsas proclamas humanistas despolitizadoras, o politizadoras de la razón social burguesa. No montar en el vagón de la falsedad, ni tirar del remolque al que han subido todas esas voces «críticas», empuñando la fusta de la burguesía, dispuesta a marcar los cuerpos desnudos del proletariado, al que pretenden hacer empujar.
Se ha comprobado y demostrado que, tras la ilusión científica, que pretende dibujar una realidad en sí, independiente de la acción humana, hay una realidad construida, y detrás de si se oculta una política de clase. Gran parte del retroceso o repliegue al estado por parte de los representantes institucionales de la «clase obrera» está fundamentado sobre esta realidad independiente, a la que aparentemente no se puede acceder, y frente la que hay que resignarse. Así han sido los primeros pasos desde que estalló oficialmente la crisis sanitaria, llamando a pactos nacionales, eufemismo que esconde el pacto entre clases, para gestionar la pandemia que «no entiende de condiciones sociales». Y cuando lo ha entendido –porque no les ha quedado más remedio que aceptarlo, aunque solo sea de un modo analítico y subordinado a sus estrechos intereses políticos, esto es, para ocultar así su sumisión a las directrices de los representantes del capital– tan solo ha sido para confirmar y certificar lo que la estadística decía, con el fin de justificar, de nuevo, la política de reconciliación, eso sí, tintado de falso radicalismo, alzando la bandera reivindicativa de otra nomenclatura estatal y con el supuesto fin de ayudar a los más necesitados.
Más allá de cuestiones técnicas (que no sirvan para empañar la política), la pandemia ha dejado en evidencia viejos intereses ya conocidos, a pesar de que los diferentes actores de la política gestora del capital han tratado de ocultarlo, con falsas proclamas por la unidad y la no utilización política de la pandemia. ¿Pero es que no es acaso esta negación de la política la evidencia más clara de que nada escapa a la misma, y el reclamo por la gestión unitaria institucional, bajo la que se enmascara tal negación, el proyecto de reinstitución del sujeto burgués, es decir, la estrategia de su reestructuración positiva sobre la base de la cancelación superficial de sus contradicciones?
Nada cambia en los diferentes fósiles políticos de la administración capitalista. Desde absurdos y anacrónicos reclamos de soberanía –¿para quién?–, en los que se destapa la verdad de la política burguesa, su abstracción e irrealidad, su sinsentido histórico, cuando tal soberanía implica que sean fuerzas más reaccionarias si cabe quienes gestionen la situación; hasta el reclamo de mayor estatalización, mayor intervención burocrática del capital mediante su estructura administrativa y de poder político, en una situación en la que la publificación efectiva, en tanto que gestión estatal burguesa de determinadas ramas de la reproducción capitalista, se presenta como límite a la política de publificación misma. Este límite le es interno, y no externo, de los administradores políticos, como la socialdemocracia pretende. Está determinado por las condiciones de reproducción de todo el sistema capitalista y su extensión llega hasta donde la producción de plusvalor lo permite. Si se sobrepasa la proporción necesaria entre la esfera pública y privada del capital, en favor de la primera, se abolen las condiciones de su reproducción –el principio de totalidad–, que se hayan en la esfera privada de la producción capitalista. Ese es el límite insuperable al que se enfrentan los reformistas, con la confianza de quien se enfrenta a una derrota segura. Si a esto le sumamos una menor producción de ganancia capitalista, tanto más se ahonda en la destrucción espontánea y descontrolada del sistema, destrucción que no nos acerca lo más mínimo a un futuro socialista, sino que socava, junto con la destrucción de todo el aparato técnico-reproductivo capitalista, sus condiciones de posibilidad.
El ya conocido «cuanto peor mejor», pero en una forma mucho más temeraria: si el constante y creciente pauperismo relativo y absoluto de la clase obrera es condición sine qua non del sistema capitalista, es la condición normalizada de su existencia, que en su tendencia a la miseria no genera automáticamente conciencia revolucionaria alguna, la destrucción de capital, o el «cuanto peor» de la clase burguesa, en cambio, vislumbra una miseria llevada al punto de no retorno y de destrucción de todas las condiciones de vida biológica del proletariado y de la humanidad, y de todas las posibilidades para hacerle frente. La diferencia es importante, ya que, así como la pobreza de la clase obrera es señal de buen funcionamiento, su muerte, su aniquilación, constituye, en cambio, la prueba más cruda del derrumbe de todo el sistema. Es labor del proletariado evitar tal destrucción, que sucede de continuo en forma parcial, pero que se acentúa aún más, hasta rozar su no reproducción como proceso contradictorio de la marcha capitalista, en época de crisis económica.
El plan histórico de la socialdemocracia izquierdista, en parte aceptado, en parte inconsciente y oculto, trata precisamente de llevar al límite el sistema capitalista, sin plan ni estrategia para su superación. Reducir el terreno a la valorización y capitalización de las condiciones de producción conlleva a su inutilización y al deceso total de las mismas, junto con el deceso de millones de vidas humanas. Este es el fin sin salida al que conduce toda política reformista. Primero, porque, al identificar a la clase obrera como una clase puramente económica, sin corpus político propio, condenan toda política a la administración capitalista por la reforma, a una disputa constante en el que la victoria final se dibuja como limitación subjetiva y moral a la ganancia capitalista. «La vida por delante del capital» le llaman, o «el valor de uso sobre el valor de cambio», pero en ningún caso plantean no ya un nuevo equilibrio entre ambos polos, sino que la abolición de aquello que constituye el fundamento de su contradicción. Segundo, porque inconsciente de las condiciones objetivas de la reproducción capitalista, la limitación de la ganancia no se realiza solo como fin político contra la burguesía, sino que además responde a un pseudo-plan de estructuración social, el mencionado nuevo equilibrio, lo que conduce irremediablemente al mismo fin.
Como ya es costumbre, no hay diferencia alguna en las hojas de ruta de las diversas facciones de la burguesía; mismo conceptos y mismas categorías, las mismas viejas cantinelas para ocultar, y si cabe posponer, la impotencia frente a los acontecimientos.
La política-ficción, el recurso a un futuro incierto e indeterminado, sigue siendo una alternativa para quien no aspira, más allá de la palabrería –y si no fuera así, sería de una imprudencia total–, a ejercer puestos de gestión en la administración capitalista. También es un recurso para quienes ejercen tales puestos, pero aparentan no hacerlo. No es casualidad que tanto quienes hablan en nombre de un estado, como quienes hablan por una supuesta falta del mismo, coincidan en que hace falta mayor soberanía para poder hacer frente efectivamente a la pandemia –o a cualquier otro problema social–. Este recurso a lo abstracto, a lo soberano como impulso colectivo insustancial, es un reclamo al futuro incierto, mediante el que gobiernan el presente, las vidas de millones de seres humanos, y las condenan a ser mero instrumento para sus intereses.
Los comunistas sabemos, y defendemos, que la soberanía no es un medio abstracto para realizar reformas utópicas, ni siquiera un clamor espontáneo, impotente y hasta ridículo por los límites a los que nos condena el sistema capitalista, que no una nomenclatura estatal particular, sino que el fin objetivo y real de medidas efectivas en la construcción del poder obrero. Es por ello que debemos hacer frente a la ilusión política generada por la burguesía, que es reflejo de una impotencia real frente a los acontecimientos, en los que la falta de soberanía para llevar a cabo políticas estatales no es más que un límite objetivo del sistema capitalista reflejado como límite de la voluntad subjetiva de tal o cual gestor institucional, y no como una condición estructural que llama a su total superación. Frente a la política de ficción de la burguesía, fruto del límite histórico que llama a su superación, es necesario recuperar la realidad histórica que condensa el proletariado en su existencia objetiva como clase.
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