FOTOGRAFÍA / Adam Kozinski
2022/06/01

En este número y el siguiente abordaremos el encarecimiento de la vida asociado al aumento del precio de las necesidades esenciales o de los artículos de consumo para poder satisfacerlas. Queremos subrayar la importancia de esta cuestión en dos sentidos. Por un lado, el encarecimiento de la vida no es solo una disminución de la capacidad de consumo, sino una pérdida de poder para el proletariado: la pérdida de capacidades políticas de negociación que se da a través de la devaluación de su mercancía –la fuerza de trabajo–, frente al crecimiento de las capacidades políticas y económicas de la burguesía. Por otra parte, el encarecimiento de la vida excluye la hipótesis reformista que formula la cuestión en términos absolutos –es decir, como relación cuantitativa y no cualitativa–, pues aparece como anacrónica en el mismo momento de la formulación. Abordemos ambas cuestiones.

En primer lugar, cuando hablamos de encarecimiento de la vida nos referimos al encarecimiento de los recursos vitales –en este caso en el contexto de una situación general de inflación–, pero no solo a ello: el resultado más importante del encarecimiento general de los recursos vitales no es el encarecimiento generalizado del consumo, que afectaría a todas las clases sociales, sino la pérdida de poder del proletariado que se produce a través del encarecimiento del consumo. Esta pérdida de poder se comprende en la relación con su enemiga la burguesía –reducción del salario relativo– pero también en la pérdida absoluta de capacidades sociales, pues en la vida del proletariado –y en la vida proletaria– la imposibilidad de apropiarse de los medios básicos de relación mutua provoca una fisura social. Es decir, genera pobreza social en el proletariado y no en la burguesía.

El lado social de la segunda expresión de la pérdida de poder es evidente para cualquiera, especialmente para el que la sufre. Porque la pobreza material no es solo no tener cosas, sino también un empobrecimiento de las capacidades, ya que la pobreza material niega el acceso a las capacidades sociales que condensan las cosas. Su consecuencia política, sin embargo, no es tan evidente, porque el empobrecimiento no arruina de una manera directa la opción política, sino que destruye las condiciones necesarias para que esta se dé. La riqueza social no tiene por qué producir un movimiento político rico, pero el empobrecimiento creará, con toda seguridad, un empobrecimiento general de la política.

Este empobrecimiento absoluto, sin embargo, no puede entenderse sin la dinámica de la pérdida relativa de poder, es decir, excluyendo de la ecuación la relación básica de la sociedad capitalista –­entre el trabajo y el capital–. La socialdemocracia solo mira a la primera (empobrecimiento absoluto), siendo así incapaz de comprender la propia dinámica del empobrecimiento absoluto. Si lo hace así, la razón política es esta: la socialdemocracia no pretende superar al capitalismo, sino enturbiar sus consecuencias sociales; es decir, la socialdemocracia pretende hacer sobrevivir al capitalismo distorsionando y tapando sus contradicciones, la esencia económica de la organización colectiva que lo hará caer.

El empobrecimiento que se mide absolutamente no necesita explicar a la sociedad capitalista para justificarse: es una evidencia que el empobrecimiento se da cuando las capacidades de consumo disminuyen, y para verlo solo hacen falta ojos. A esta pobreza absoluta quiere responder la socialdemocracia con la redistribución de la riqueza que el Estado debe llevar a cabo. Pero ni siquiera en términos absolutos es posible comprender la riqueza: si se distribuyese esa riqueza que quieren distribuir, desaparecería la riqueza misma, según la acepción que de la riqueza tienen la socialdemocracia y toda la sociedad capitalista. La riqueza, que aparece bajo la forma de acumulación de dinero, es en la realidad propiedad de capital, y, en caso de ser distribuida, la riqueza misma se destruye como riqueza productora de la sociedad capitalista, y también por ello como potencia creadora.

Ahí se hace evidente el límite de la política socialdemócrata, en sentido negativo: porque se puede redistribuir la riqueza mientras no se destruyan los límites de la riqueza, es decir, mientras se perpetúe la relación de capital. También queda clara la cualidad positiva de esta política: la socialdemocracia acepta como buena la explotación capitalista, mientras esta no se exprese en términos absolutos. Es decir, la socialdemocracia no tiene ningún interés en el final de la explotación, lo que busca es hacer sostenible esa explotación. Por eso llama explotación al trabajo que se paga con un sueldo de cinco euros la hora y no al que se paga quince euros la hora, cuando, según la concepción marxista, en la segunda se puede dar una explotación mayor que en la primera, aunque se esconda en términos absolutos.

La socialdemocracia no tiene ningún interés en el final de la explotación, lo que busca es hacer sostenible esa explotación

Medir el empobrecimiento en términos absolutos no basta para comprender la influencia política de la inflación en la cuestión de la lucha de clases, ya que en esos términos no se analiza la relación cualitativa entre el trabajo y el capital, ni la disminución relativa del salario resultante de la inflación –en relación con el capital total acumulado, ya que con el alza del precio crece absolutamente el capital, mientras que el salario se mantiene o crece en menor proporción.

Dicho enfoque es funcional para la socialdemocracia para negar la estrategia comunista, pero no es suficiente. La socialdemocracia perdería su justificación histórica si no cumpliera una función positiva. Esta función positiva consiste en esto: no sustituye por la nada la estrategia comunista basada en la independencia de clase del proletariado, sino que pone en su lugar la alianza entre la clase obrera y distintas fracciones de la burguesía, lo que se basa en un aumento no proporcionado de los precios –en relación con el tema de la inflación, pero también se justifica en otras cuestiones, bajo la bandera del frente nacional–. Según este punto de vista, los oligopolios y los monopolios (como el de la energía) elevan los precios como quieren, lo que implica la explotación la de la mayoría de la sociedad, incluidas las distintas fracciones de la burguesía.

Pues bien, la figura del consumidor que se afirma bajo la lógica del encarecimiento generalizado del consumo niega y oculta la relación esencial que organiza la sociedad capitalista: que la burguesía se apodera de trabajo ejerciendo la explotación de la clase obrera. Por eso, en un estado de inflación no podríamos resolver que la burguesía pierda nada, menos aún si el proletariado ve limitadas sus capacidades, ya que ese es el mayor triunfo de la burguesía y del capital.

La figura del consumidor que se afirma bajo la lógica del encarecimiento generalizado del consumo niega y oculta la relación esencial que organiza la sociedad capitalista: que la burguesía se apodera de trabajo ejerciendo la explotación de la clase obrera

Con la inflación, la burguesía no pierde nada ni como clase ni como representante del capital individual; a lo sumo, un burgués individual puede llevarse una parte menor del pastel que brota de la explotación de la clase obrera, o desaparecerá como capitalista si no se lleva nada, pero no perderá, como burgués, nada, si no es su condición de burgués. Sin embargo, la socialdemocracia quiere combatir esto, porque sabe, y así lo desea, que la producción capitalista necesita de la burguesía, así como el proletariado necesita de la burguesía para seguir siendo proletariado, es decir, para seguir siendo obrero asalariado. La supervivencia de las dos figuras sociales de la producción y el equilibrio de la explotación es el programa político positivo de la socialdemocracia, su justificación histórica.

Ya hemos dicho que los planteamientos de la socialdemocracia son anacrónicos desde el mismo momento en que se formulan. Y es que cuestiones como el salario digno, –que significa explotación digna–, que se formulan inevitablemente según una cantidad de salario –como el salario mínimo–, presentan una fotografía estanca del sistema capitalista, cuya dinámica objetiva lo convierte en todo momento, como con la inflación, en una cantidad de salario relativamente variable, y relativamente a la baja.

Pero esto no importa, porque en esto consiste el límite y el sentido político de la concepción absoluta: es incapaz de resolver la cuestión de la explotación precisamente porque ha sido creada para que la cuestión no se resuelva. Por lo tanto, es incapaz de superar la explotación porque se ha creado –o «ha surgido»– para perpetuarla. Porque el fin de la explotación es, además de una necesidad, una cuestión de deseo.

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