Toda comunidad se alimenta de mitos. Los mitos son relatos, narraciones que le dictan a uno el lugar que ocupa en el mundo, el sentido de su vida, de su misión en la historia. En cualquier narración, los distintos personajes se presentan como amigos, compatriotas, camaradas, pero también como competidores, antagonistas o enemigos. La sociedad burguesa no es una excepción. Constantemente produce superestructuras ideológicas que, ocultando la relación de clase que mina sus fundamentos, velan por el mantenimiento de un orden en declive histórico. Si la burguesía no puede suprimir los conflictos inherentes a su modo de producción, sí puede, en cambio, redirigirlos y transformarlos. En ello reside precisamente una clave de su forma de dominio: desplazar el conflicto de clase que amenaza su modelo civilizatorio hacia el conflicto entre la comunidad ilusoria de la nación y una serie de enemigos internos y externos. La sociedad burguesa produce un relato de sí misma en el que el inmigrante juega un papel de protagonismo creciente.
DESMONTANDO LA IDEOLOGÍA RACISTA
La xenofobia y el racismo no son idénticos, pero difícilmente pueden comprenderse por separado. La mayoría de las veces solapados en un único dispositivo de discriminación, xenofobia y racismo sirven de cobertura ideológica para una forma de comunidad excluyente, jerárquica y autoritaria. El racismo y la xenofobia son sesgos que ponen en acción estructuras sociales de poder que están inscritas en la práctica cotidiana de la sociedad capitalista. En el plano más puramente ideológico, sirven para identificar como chivo expiatorio un “otro” extraño y corruptor que, sobre el fundamento de prejuicios arraigados y buenas dosis de manipulación mediática, explica por qué las cosas no van como se supone que deberían ir. La comunidad no prospera ni progresa, porque las perturbaciones causadas por ese “otro” se lo impiden. Este último se convierte en la fuente de los problemas, el inmigrante pasa a personificar todos los males. En el contexto de un presunto “choque de civilizaciones” –o, en el mejor de los casos, de una diferencia insalvable entre el “primer” y el “tercer” mundo– se nos habla de culturas que poseen un carácter esencialmente violento, incivilizado y retrógrado. Los resultados de este discurso son fundamentalmente dos: que el cuestionamiento del modelo capitalista de sociedad pasa a un segundo o tercer plano, y que se allana el camino para la degradación de las condiciones de vida y las libertades políticas de amplias capas de la clase trabajadora.
[...] se nos habla de culturas que poseen un carácter esencialmente violento, incivilizado y retrógrado. Los resultados de este discurso son fundamentalmente dos: que el cuestionamiento del modelo capitalista de sociedad pasa a un segundo o tercer plano, y que se allana el camino para la degradación de las condiciones de vida y las libertades políticas de amplias capas de la clase trabajadora
El racismo y la xenofobia se difunden algunas veces con una cierta moderación. Es el caso de quienes defienden la tesis de “not all immigrants”. Según la opinión de los racistas moderados, existiría una migración respetable y otra dañina. Existiría un migrante trabajador y productivo, dispuesto a “integrarse” y a respetar las reglas cívicas y culturales de la población autóctona. Este inmigrante es merecedor de derechos básicos. Al anterior se le contrapone un inmigrante conflictivo, cuya voluntad es aprovecharse de nuestro sistema de subvenciones y servicios públicos, predispuesto a recluirse en ghettos en los que reproducir las costumbres arcaicas de sus países de procedencia. Este segundo inmigrante merece exclusión, desamparo jurídico o directamente la deportación. Como individuo potencialmente incivilizado, el inmigrante –cualquier inmigrante– está sujeto al escrutinio permanente de la población autóctona, que lo somete a una vigilancia que lo disciplina y reprime. Le obliga a comportarse mejor que el resto para ser recompensado con un trato igual.
El migrante tiene que ganarse el derecho a ser considerado, no ya ciudadano, sino un ser humano como los demás. Se le exige una ejemplaridad excepcional. Entre las razones por las que los migrantes en situación irregular tienen derecho a papeles, la Proposición de Ley para una regularización extraordinaria para personas extranjeras en España incluye la siguiente: “Cada una de estas razones ha multiplicado su relevancia durante los meses de la pandemia, donde las comunidades de migrantes en situación irregular han dado la cara por la sociedad en sectores imprescindibles como el de los cuidados, el reparto a domicilio o la recogida de fruta y verdura. Con ello pagaron un altísimo precio en forma de contagios y muertes. Nuestra sociedad tiene una deuda de gratitud con uno de sus colectivos más vulnerabilizados”[1]. Por lo visto, hay quienes tienen que pagar un precio especial para costearse el derecho a ejercer las funciones de cualquier ciudadano. Se ve claramente cómo la distinción entre buen y mal migrante esconde esta otra: la que existe entre la población autóctona y los inmigrantes como un todo.
El racismo con el que se juzga a los inmigrantes se sostiene sobre un ejercicio continuado de cherry picking o “falacia de prueba incompleta”. Consiste en citar los casos o datos aislados que parecen confirmar una hipótesis, dejando deliberadamente de lado aquellos que la contradicen. Los discursos racistas utilizan constantemente esta falacia. En los casos de presuntos crímenes o delitos, seleccionan como característico del sujeto infractor su etnia, nacionalidad o procedencia, pero no alguno de los demás factores presentes (su nivel de exclusión social, su edad, su género, sus aficiones, el color de su ropa o la longitud de su pelo). Se infiere arbitrariamente que la causa del comportamiento delictivo es algún factor asociado a su procedencia. Del mismo modo, se utilizan casos individuales en los que el infractor o el responsable es extranjero para extraer conclusiones generales, señalando a toda la una etnia o a los extranjeros en su conjunto. Pero nada indica que la causa de su comportamiento sea la pertenencia a dicha comunidad, igual que el cabello rubio de un asesino en serie no aporta ninguna información sobre los rubios en general. Esa inducción es, evidentemente, completamente ilícita. Y la realidad es, por cierto, que en el Estado español sólo el 2% de los extranjeros cometen delitos.
También es cierto que al racista poco le importan los datos, los hechos y la razón que los comprende. Sólo busca confirmar un sesgo que asume acríticamente de antemano. Necesita calmar el miedo, su sensación de inseguridad y desorden. Y la clase dominante ofrece un remedio, diseñando un marco ideológico en el que los desposeídos de distintas categorías compiten por una suma de bienes aparentemente escasos. Uno es la “seguridad”, cuyo mantenimiento unos ejercen y otros padecen. Otro es la riqueza y el bienestar en general. Su oferta costosa y su demanda cada vez más alta. Debemos decidir cómo distribuirlos entre la población. Cuanta mayor sea el número de quienes participan de esa riqueza limitada, menos le corresponderá a cada uno. La conclusión aparentemente lógica consiste en privilegiar a los que de antemano ya participan en el reparto del botín, que son, naturalmente, “los de aquí”.
Que el racismo contra la población migrante sea una de las principales armas con las que la clase dominante ataca, divide y somete a los explotados debería bastar para que su rechazo fuese claro, directo y contundente. Por desgracia, la realidad es otra. En parte por su incapacidad para ofrecer un proyecto revolucionario y transformador, en parte para competir con un proyecto conservador y reaccionario en auge, el racismo de izquierdas está protagonizando un crecimiento preocupante y peligroso. El argumento, esgrimido, entre otros, por personalidades como la alemana Sahra Wagenknecht, se presenta en esta ocasión con un barniz más técnico que abiertamente racista: la demanda de bienes de subsistencia por parte de población migrante supera la capacidad que los países occidentales –en su caso Alemania– poseen para satisfacerlos. No es odio, no es racismo. Es una cuestión de “inputs y outputs”.
Este argumento, cuyos defensores pueblan también las filas de la izquierda española y vasca, es falso en todas sus premisas. La primera y más general de todas ellas: la inmutabilidad del modo de producción capitalista. El capitalismo produce un exceso de necesidades en relación con las que puede satisfacer. Acumula, según la teoría de Marx, riqueza y capital en un polo, y miseria, proletarización y explotación en el otro. Es cierto, por tanto, que en el capitalismo la riqueza de los desposeídos es limitada en relación con sus necesidades. Pero este es un asunto de organización social, no un límite natural o demográfico insuperable. Es precisamente el capitalismo el que produce escasez para la mayoría proletaria, escasez que cesaría tan pronto como se pusiesen los instrumentos de producción al servicio de una asociación en la que “el libre desarrollo de cada uno coincide con el libre desarrollo de todos”[2]. Pero eso pasa por la expropiación de los capitalistas. Y los capitalistas, claro está, no están por la labor. La xenofobia es un recurso para quitarse la responsabilidad de encima y cargar el peso de su incapacidad para mantener un orden social armónico en las espaldas de otro. Concretamente, de la parte más explotada, empobrecida y humillada del conjunto de quienes le sirven de fuerza de trabajo. Y una parte de las izquierdas de todo el mundo les baila el agua a nuestros opresores, facilitándoles su labor de dominación y explotación.
Pero incluso aceptando esta premisa falsa, que naturaliza y da por bueno el modo capitalista de producción, el sesgo racista del argumento sigue siendo evidente. Los recursos son limitados, escasos, y no hay suficiente para todos: ¿qué es lo que otorga prioridad a los autóctonos, locales, nacionales, frente a los extranjeros, “los de fuera”? No hay manera de sostener esta posición sin remitirse a un criterio racista, completamente injustificado desde la perspectiva de que “la demanda supera a la capacidad”. Este es un racismo hipócrita, que no se atreve a reconocer que lo es. En su versión más rigurosa, el racismo suele apelar a una diferencia biológica o a una diferencia cultural muy pronunciada entre miembros de la misma especie. Una diferencia que, por ser tan profunda, imposibilita el entendimiento común, la comunidad entre iguales, pues entre razas objetivamente desiguales sólo cabe un trato desigual.
Para un marxista, el racismo sólo tiene sentido entendido como barniz ideológico de una relación de dominación. Más concretamente, como el dispositivo que racionaliza el sometimiento secular de las naciones de la periferia, que hoy se sigue reproduciendo bajo nuevas formas. La superioridad de clase se hace valer a través del estigma etnicista. La matriz de xenofobia y racismo es el sometimiento de clase; la discriminación xenófoba y la discriminación racial son siempre, de manera más o menos directa, discriminación hacia los pobres.
UNOS COMENTARIOS DESDE EL MARXISMO
El capitalismo tiende a crear una comunidad mundial única en la que los rastros de la tradición, de los orígenes remotos de las culturas, se pierden objetivamente en una nueva sociedad internacional. Las comunidades nacionales, recíprocamente aisladas, se van diluyendo por la coerción de los procesos económicos impersonales desarrollados a escala global. La migración es un efecto de estos procesos y, al mismo tiempo, contribuye constantemente a su acentuación. En cierto sentido, es cierto que corrompe la cultura nacional. Nada mejor que las famosas líneas del Manifiesto del Partido Comunista para explicar esta cuestión:
“Se ha reprochado también a los comunistas el querer suprimir la patria, la nacionalidad. Los obreros no tienen patria. No se les puede quitar lo que no tienen. Sigue siendo nacional el proletariado en la medida en que ha de conquistar primero la hegemonía política, en que ha de elevarse a clase nacional, en que ha de constituirse a sí mismo en nación, pero de ningún modo en el sentido de la burguesía.
Los particularismos nacionales y los antagonismos de los pueblos desaparecen cada día más, simplemente con el desarrollo de la burguesía, con la libertad de comercio, el mercado mundial, la uniformidad de la producción industrial y las formas de vida que a ella corresponden.
El dominio del proletariado va a hacerlos desaparecer más todavía.”[3]
Llevándolo al fenómeno de la migración, Lenin defiende esa misma tesis:
“Sólo los reaccionarios pueden cerrar los ojos ante la significación progresista de esta moderna migración de los pueblos. Es imposible la emancipación del yugo del capital sin el posterior desarrollo del capitalismo y sin la lucha de clases que es su consecuencia. Y a esta lucha incorpora el capitalismo las masas trabajadoras de todo el mundo, quebrando los hábitos atrasados y rudos de la vida local, quebrando las barreras y los prejuicios nacionales, uniendo a los obreros de todos los países en grandes fábricas y minas de Norteamérica, Alemania, etc.”[4]
La completa con el ejemplo de Estados Unidos:
“Podemos hacernos una idea aproximada de la magnitud del proceso de asimilación de las naciones, en las circunstancias actuales del capitalismo avanzado, por los datos que arroja, verbigracia, la emigración a los Estados Unidos de Norteamérica. En los diez años comprendidos entre 1891 y 1900, de Europa salieron para aquel país 3.700.000 personas. El censo de 1900 registró en los Estados Unidos más de diez millones de extranjeros. El Estado de Nueva York, donde, según ese mismo censo, había más de 78.000 austriacos, 136.000 ingleses, 20.000 franceses, 480.000 alemanes, 37.000 húngaros, 425.000 irlandeses, 182.000 italianos, 70.000 polacos, 166.000 procedentes de Rusia (en su mayoría hebreos), 43.000 suecos, etc., parece un molino que va triturando las diferencias nacionales. Y lo que ocurre en Nueva York a escala inmensa, internacional, ocurre también en cada gran ciudad o poblado fabril.
Quien no esté lleno de prejuicios nacionalistas no podrá menos de ver en este proceso de asimilación de las naciones por el capitalismo un grandioso progreso histórico.”[5]
Según sostiene el marxismo, las migraciones de trabajadores son parte del proceso de conformación de una sociedad global, base material de la sociedad comunista. Es la burguesía la que convierte al inmigrante en extranjero, pues es ella la que presupone una comunidad nacional en la que ni caben ni pueden caber todos: está diseñada para el beneficio de una minoría. El proletario, en cambio, se define originalmente por su carácter antinacional. Su condición se observa más bien por contraste: desprovisto de derechos económicos y políticos, es lo que queda excluido de la nación oficial. Los suburbios de todas las grandes ciudades albergan una comunidad que es directamente internacional, y por eso, en cierto sentido, también antinacional. En ellos, los pobres de distintos países conviven unidos exclusivamente por el vínculo de la desposesión. La variedad de idiomas, tonos de piel o expresiones étnicas que uno puede encontrarse en los barrios periféricos de muchas ciudades hacen que uno realmente no sepa en qué país está.
Es más. Bajo las condiciones del capitalismo globalizado contemporáneo, la separación del proletariado en una “aristocracia” y una “plebe” toma tendencialmente, al menos en ciertas partes del globo, la forma de separación entre proletariado nativo occidental y proletariado migrante de la periferia. Segrega la clase trabajadora en categorías inferiores y superiores, produciendo sectores económica, política y simbólicamente integrados en los aparatos del Estado y otros que no lo están. La población migrante entra, por lo general, directamente en las filas del segundo grupo. Desde el punto de vista de este contraste, los derechos y la estima social de los primeros se convierten en privilegios, porque son simultáneamente una forma de excluir, estigmatizar y disciplinar a los segundos. El racismo se solapa en muchas ocasiones con el rechazo a los pobres de toda la vida.
Bajo las condiciones del capitalismo globalizado contemporáneo, la separación del proletariado en una “aristocracia” y una “plebe” toma tendencialmente, [...] la forma de separación entre proletariado nativo occidental y proletariado migrante de la periferia
Este mecanismo de integración parcial de la clase trabajadora viene practicándose desde hace más de un siglo. La burguesía comprendió –o se vio obligada a actuar como si comprendiera– que era más funcional a su dominio una clase obrera dividida en la que una parte era integrada en la nación, en la comunidad ilusoria de la clase dominante. El caso de Gran Bretaña es, en este sentido, paradigmático: “Las élites británicas consiguieron que cada vez más miembros de la clase obrera se incorporasen a la nación imaginada como ciudadanos activos del régimen político. […] Esta serie de reformas emprendida por las élites se acompañó de un proceso, lento pero seguro, en el que los trabajadores a los que se les concedieron esos privilegios comenzaron a imbuirse en la idea de la nación británica respaldada por la noción de un único pueblo unido por la raza y la religión”[6].
Como hemos visto, los representantes políticos de la aristocracia de los trabajadores oscilan entre dos extremos de un mismo marco cuando se posicionan frente al proletariado migrante. Uno es el del humanitarismo compasivo, condescendiente, que toma al proletariado migrante como un sufriente menor de edad, al que como mucho trata de compensar con algunas medidas de alivio. Sin embargo, por lo general muestra más bien desinterés. Su público, o sea, su target electoral, es otro. Pero es este mismo sector social el que, en momentos de crisis, ve peligrar su posición de relativa comodidad. Y es entonces cuando empieza a detectar amenazas. Sus ilusiones democráticas se transforman en resignación, sus esperanzas en miedos. Su posición oscila y pasa a querer blindarse ante las amenazas, encarnadas casi siempre en la figura de minorías y otros proletarios. Aquí se sitúa el mencionado “racismo de izquierdas”. El humanitarismo y el racismo de corte socialdemócrata responden a un mismo marco, en el que los migrantes son siempre un “otro” –al que ayudar o castigar, tutelar o deportar–, pero nunca parte del “nosotros”. Esta división interna del proletariado, convenientemente mantenida por los políticos reformistas, es el secreto de la dominación burguesa.
Merece la pena citar extensamente este otro fragmento, esta vez de Marx:
“El trabajador inglés común odia al trabajador irlandés como competidor que reduce el nivel de vida. Se siente hacia él como un miembro de la nación dominante y por lo tanto se convierte a sí mismo en la herramienta de sus aristócratas y capitalistas contra Irlanda, y fortalece así el dominio de aquellos sobre él. Tiene prejuicios religiosos, sociales y nacionales contra él [trabajador irlandés]. Se comporta con él como el blanco pobre con los negros de las antiguas haciendas de esclavos de la Unión Americana. El irlandés le paga con la misma moneda. Ve en el trabajador inglés tanto un cómplice como al estúpido instrumento del dominio inglés en Irlanda. Este antagonismo se mantiene artificialmente despierto y se ve acentuado por la prensa, el púlpito, las revistas cómicas, o sea, por todos los medios a disposición de las clases dominantes. Este antagonismo es el secreto de la impotencia de la clase obrera inglesa, a pesar de su organización. Es el secreto por el cual la clase capitalista mantiene su poder.”[7]
La comunidad ilusoria de la nación, que integra a propietarios y una parte del proletariado en un único proyecto interclasista, es “falsa”, igual que es falsa una casa de cartón piedra. Pero eso no significa que no exista. La comunidad de propietarios y desposeídos alrededor de un único proyecto nacional, a pesar de la crisis que amenaza con disolverla en la guerra civil y la barbarie, no sólo existe, sino que domina el panorama de la política de todos los países. Las diferencias, jerarquías y divisiones en el seno del proletariado existen, son reales. Pero esta separación entre una aristocracia y una plebe del trabajo, aunque propicia que la primera ostente una posición comparativamente más favorable que la de la segunda, dificulta la conservación –y no hablemos ya de la mejora– de las condiciones de vida de la clase trabajadora en su conjunto. De lo que se trata precisamente es de superarlas en la práctica: que la comunidad internacionalista, la única verdadera comunidad, exista también en los hechos.
SOBRE EL INTERNACIONALISMO
Los textos de Marx insisten en una idea: “la emancipación de la clase productiva es la de todos los seres humanos, sin distinción de sexo o raza”[8]. Es un aspecto central de toda su teoría la tesis de que todos los seres humanos, en virtud de su pertenencia a una misma especie, están en una relación de estricta igualdad. Pero el capitalismo segrega a los individuos de una misma especie en clases. La estructura de clases, a su vez, refuerza y reproduce otro tipo de diferencias y jerarquías. La supresión del capitalismo conduce no sólo a la disolución de las clases, sino a la de todas las jerarquías que descansan sobre la división de clases.
La igualdad que está a la base del internacionalismo no es la que se da entre individuos abstractos ante la ley, como en la doctrina liberal. Tampoco la igualdad de propietarios de mercancías equivalentes, como la que existe en el mercado. La igualdad que defiende el marxismo consiste en el igual derecho de todos los integrantes de la comunidad a ejercer el gobierno, independientemente de su origen, su etnia, su religión, su sexo, su riqueza individual o su lengua. Lo que cada individuo humano es en sí mismo, por separado, sólo puede llegar a serlo gracias a una relación el resto. El fundamento de su vida en común sólo puede ser lo que este tiene de hecho en común con los demás: ser copartícipes de un mismo proceso de producción de la vida material, que directa o indirectamente involucra a todos los miembros de la especie. Sobre este suelo se edifica el internacionalismo proletario, que es una suerte de humanismo proletario y consciente. Es evidente, además, el vínculo con los principios de la democracia, en su acepción revolucionaria original: “Democracia implica igualdad. Se comprende la gran importancia que encierra la lucha del proletariado por la igualdad y la consigna de la igualdad, si esta se interpreta exactamente, en el sentido de la destrucción de las clases”[9].
El fundamento de su vida en común sólo puede ser lo que este tiene de hecho en común con los demás: ser copartícipes de un mismo proceso de producción de la vida material, que directa o indirectamente involucra a todos los miembros de la especie. Sobre este suelo se edifica el internacionalismo proletario, que es una suerte de humanismo proletario y consciente
La conquista de la igualdad de los seres humanos implica la supresión de las clases, la igualdad social de todos los individuos. Esto, pasa, a su vez, por la igualdad dentro de la clase llamada a subvertir la sociedad de clases, esto es, la igualdad de “aristocracia” y “plebe” dentro del proletariado, que pasa por subordinar políticamente la primera a la segunda. Como parte de este último propósito, se incluye también la superación de la desigualdad entre el proletario de la nación imperialista y el proletario de la nación periférica, entre el proletario con derechos y el proletario sin derechos, el proletario acomodado y el proletario marginalizado. Todos estos eslabones están unidos en un proceso único de autoorganización política del proletariado como clase, de extensión de su conciencia y asimilación de los objetivos del socialismo. Pues sólo sobre la base de la conciencia y el programa del socialismo, y no de la lucha por intereses económicos sectoriales e inmediatos, pueden superarse todas estas diferencias.
En este proceso la igualdad no es sólo la parada de destino, sino algo que debe estar presente también en el trayecto. La lucha contra toda forma de discriminación, gremialismo, nacionalismo y corporativismo caracterizó a todos los verdaderos socialistas. Sirva de ejemplo esta otra declaración de Lenin:
“Unas palabras sobre la resolución acerca de la emigración y la inmigración. También en este caso hubo en la comisión un intento de defender estrechas concepciones gremiales, de sacar adelante la prohibición de inmigración de obreros de los países atrasados (los coolies de China, etc.). Se trata de ese mismo espíritu aristocrático difundido entre los proletarios de algunos países “civilizados” que obtienen ciertas ventajas de su situación privilegiada y tienden por ello a olvidar las demandas de la solidaridad internacional de clase”.
Se entiende entonces por qué la propaganda y la agitación, por sí solas, son insuficientes para desnaturalizar ideologías plenamente incrustadas en la práctica cotidiana de miles de millones de personas. Es necesaria, además, la experiencia viva de la práctica, la solidaridad internacionalista activa. Sólo la acción conjunta de los proletarios de distintas naciones demuestra en los hechos la ficción de que los extranjeros y los nacionales son enemigos. Sólo esta acción demuestra que las diferencias étnicas, culturales, religiosas o idiomáticas entre proletarios son ridículas en comparación con el antagonismo radical que enfrenta a todos ellos con la clase dominante. La ideología xenófoba y racista sólo puede combatirse mediante la lucha, pues sólo la lucha demuestra que la unidad desprejuiciada es más poderosa que la enemistad y la división. Si los intereses de sus miembros no son excluyentes, sino comunes, el objetivo final de uno no puede estar en conflicto con el del otro. La gran iniciativa que los une es la de convertirse en dueños del poder político y suprimir con él el régimen salarial, que condena a miembros de una misma clase a competir como enemigos.
Todo lo anterior está sencillamente resumido por Lenin en estas líneas: “Cualquiera sea el país en que se encuentre un obrero con conciencia de clase, cualquiera sea la suerte que el destino le depare, por mucho que pueda sentirse un extraño, sin idioma, sin amigos, lejos de su país natal, puede encontrar camaradas y amigos con el familiar estribillo de La Internacional”[10].
Cualquiera sea el país en que se encuentre un obrero con conciencia de clase, cualquiera sea la suerte que el destino le depare, por mucho que pueda sentirse un extraño, sin idioma, sin amigos, lejos de su país natal, puede encontrar camaradas y amigos con el familiar estribillo de La Internacional
REFERENCIAS
[1] Proposición de Ley para una regularización extraordinaria para personas extranjeras en España (corresponde al número de expediente 120/000026 de la XIV Legislatura).
[2] Marx, K., Engels, F., “Manifiesto del Partido Comunista”, Marxists.org, 1848.
[3] Idem.
[4] Lenin, V., “El capitalismo y la inmigración de los obreros”, Marxists.org, 1913.
[5] Lenin, V., “Notas críticas sobre el problema nacional”, Marxists.org
[6] Virdee, Satnam, Racismo, clase y el paria racializado. Irlandeses, judíos, asiáticos y negros en la clase obrera británica, Kataktak Liburuak, 2021, p. 23.
[7] Marx, K., “Carta a Sigfrid Meyer y August Vogt”, Marxists.org, 1870.
[8] Marx, Karl, “The Programme of the Parti Ouvrier”, Marxists.org, 1880.
[9] Lenin, V., “El estado y la revolución”, Marxists.org, 1917.
[10] Lenin, V., “Eugene Pottier”, Marxists.org, 1913.
PUBLICADO AQUÍ