2025/06/01

En 1848, Marx y Engels adelantaron en el Manifiesto Comunista lo que a la postre sería una realidad tangible a lo largo y ancho del planeta: los obreros no tienen patria. Y lo hicieron en un momento en el que las revoluciones burguesas emergían y, junto con ellas, el proletariado y las grandes masas saltaban a la primera línea de la lucha política, de la lucha revolucionaria y de los movimientos democrático-nacionales. No tenían por costumbre los autores del Manifiesto lanzar frases ambiguas u oscuras, que dieran pie a la confusión en un momento político tan determinante, y tampoco erraban a la hora de entender la grandeza de ese momento político que estaban viviendo. La citada afirmación no da, por tanto, pie a dobles sentidos.

En 1848, Marx y Engels adelantaron en el Manifiesto Comunista lo que a la postre sería una realidad tangible a lo largo y ancho del planeta: los obreros no tienen patria

Si bien en el siglo XIX diversos movimientos nacionalistas han pretendido relativizar esa verdad –“los obreros no tienen patria”- , argumentando que el proletariado no tiene patria porque no tiene poder o porque le ha sido robada pero podría tenerla, la realidad, en cambio, demuestra cada vez más que el proletariado ni es nación ni puede serlo, pues es en todo lugar ese agente externo a la nación que sirve como elemento unificador, como prueba palpable de su existencia: es el peligro, el chivo expiatorio, que permite unificar todas las fuerzas nacionales en su contra. Los nacionalistas excluyen al proletariado, lo expulsan, lo identifican como enemigo nacional, y ese acto de exclusión se convierte en el momento fundacional de la nación. Así, la integración nacional del proletariado, la conversión del proletariado en nación, sería el último acto en vida de la nación, su acta de defunción.

Todas las grandes explosiones nacionales y el auge nacionalista reaccionario vienen acompañados de una agresiva campaña antiproletaria y anticomunista, de una campaña que busca no solo hundir en la absoluta miseria social al proletariado, sino que, además, cancelar por completo sus capacidades políticas, la posibilidad de su emancipación

Todas las grandes explosiones nacionales y el auge nacionalista reaccionario vienen acompañados de una agresiva campaña antiproletaria y anticomunista, de una campaña que busca no solo hundir en la absoluta miseria social al proletariado, sino que, además, cancelar por completo sus capacidades políticas, la posibilidad de su emancipación. La reacción fascista actual se une, una vez más, contra el enemigo común, el proletariado, y lo hace atacando a su ala más vulnerable: el proletariado migrante. Consigue, además, unificar en el seno de una determinada nación tendencias nacionalistas hasta ahora enemistadas y, lo que es más paradójico, consigue amistar naciones hasta entonces enfrentadas. Todos se unen en la gran tarea de salvar a la nación, esto es, de salvar el espacio privilegiado de la clase media y el núcleo de poder de la política antiproletaria  -espacio permitido por la acumulación de capital en manos de la burguesía nacional-, aunque ello signifique sacrificar la que hasta entonces era su nación, incluso llevándola a la guerra y a la destrucción.

Como ya lo hicieran en 1939, hoy las grandes potencias capitalistas se unen para hacer frente a la descomposición de su mundo de explotación. La restitución de la nación como bloque estable de poder es la tarea común que abordan los capitalistas en el centro imperialista, con el objetivo de hacer frente al problema de la masificación proletaria -esto es, del proceso intensivo y extensivo de proletarización- que está desarrollándose en el núcleo de las sociedades occidentales. Esa tarea común de los capitalistas, al igual que la institución del poder de mando autoritario y unificado del capital, se desarrolla, obviamente, bajo el peligro de la Guerra Mundial entre los capitalistas, y mediante ella. 

Asimismo, el proceso de proletarización aparece de forma velada, como importación de proletarios migrantes al centro imperialista. Sin embargo, esa no es sino una interpretación falsa, pues la migración se convierte en punto conflictivo solo una vez que la sociedad occidental entra en crisis y se descompone internamente. Así, el proceso de proletarización reacciona en políticas antiproletarias, racistas y fascistas. Es ese proceso el que permite la unidad de los capitalistas en medio del conflicto. Y es que el peligro exterior, el de la proletarización que amenaza con destruir el sistema, transmutado en un peligro racial, en un problema de soberanía, permite renovar el estatus de la nación como elemento de exclusión social y dominación sobre el proletariado. Eso no impide, además, que el proceso de soberanía nacional se abra paso vulnerando la soberanía de otras naciones.

En diversos países de Europa los Partidos Comunistas fueron masacrados, muchos de ellos acusados de pertenecer a un plan judío. Las mismas razones sirvieron a la Alemania nazi para justificar su oposición a la Unión Soviética, e invadirla. Razones que pretendían ocultar la crisis económica del imperialismo occidental, la lucha de clases en su seno, y el riesgo de que la misma se convirtiera en crisis revolucionaria, dirigida por los Partidos Comunistas

Este hecho es ya sobradamente conocido y reconocible en la II Guerra Mundial, iniciada en 1939. Allí, la crisis de todo el mundo capitalista se convierte en un problema étnico y racial en el seno de la sociedad alemana que coloca en el poder a la vanguardia capitalista que debía restablecer la soberanía nacional, no solo de la nación alemana, sino que de la raza blanca, del centro imperialista y del capitalismo mundial. El principio de soberanía nacional se abrió paso a través del conflicto y la guerra, la invasión de otros países y la ruptura de su soberanía nacional.

También en aquel entonces la articulación de un chivo expiatorio fue la que permitió destruir a escala global las capacidades políticas del proletariado. La guerra contra los judíos unificó al mundo capitalista, bajo el mando militarista y dictatorial del nazismo, contra la amenaza comunista. En diversos países de Europa los Partidos Comunistas fueron masacrados, muchos de ellos acusados de pertenecer a un plan judío. Las mismas razones sirvieron a la Alemania nazi para justificar su oposición a la Unión Soviética, e invadirla. Razones que pretendían ocultar la crisis económica del imperialismo occidental, la lucha de clases en su seno, y el riesgo de que la misma se convirtiera en crisis revolucionaria, dirigida por los Partidos Comunistas; crisis cuya superación requería de la unificación autoritaria del mando capitalista, articulada en oposición a esa figura externa que eran los comunistas y los judíos.

Del mismo modo, los países capitalistas llamaron a la resistencia contra el nazismo en nombre de la soberanía nacional, reforzando, cuanto menos, el principio de soberanía defendido y ejercido por los nazis.

Es en una situación tal en la que la Unión Soviética, con Stalin a la cabeza, bautizó la guerra contra el nazismo y la vanguardia capitalista como la Gran Guerra Patria. Empero, no era la guerra de una patria nacional contra las patrias nacionales occidentales, sino, más bien, la guerra del proletariado y del comunismo contra todas las potencias capitalistas, potencialmente representadas por la barbarie nazi. La Patria socialista nada tenía que ver con la patria capitalista; el principio de su soberanía no residía en la defensa de la nación, núcleo de poder de la clase capitalista, sino que en el proletariado organizado internacionalmente. La Gran Guerra Patria fue, es y será la guerra del comunismo contra la sociedad capitalista. La patria del proletariado fue, es y será el comunismo.