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Argazki Nagusia
Minxer Etxeberri
2023/05/19 09:36

Después de que el Consejo Constitucional validara el proyecto de reforma de las pensiones, Macron se apresuró a promulgar la ley, en plena noche, como si él mismo dudara sobre la viabilidad de su reforma. Sabía en realidad que ese acto significaba el fin de la oposición de masas y que nadie seguiría ocupando las calles después de eso, salvo aquellos capaces de trascender el marco político-jurídico burgués, es decir, una minoría. La imagen de la derrota fue la de cientos de policías amontonados frente al Consejo Constitucional, apretados, armados hasta los dientes y las pantallas de los cascos donde se reflejaba frente a ellos la impotencia de una multitud. Quedaba por ver qué ocurriría con la convocatoria para el 1 de mayo. Aunque es verdad que fue más masivo y combativo que el de los últimos años, seguía pareciendo una última resistencia. Además, la convocatoria de la intersindical para el 6 de junio deja seis semanas entre las dos movilizaciones, lo cual denota un sabor a derrota.

Sin embargo, ante el carácter casi inédito de la movilización social y el rechazo mayoritario a una reforma cuya falaz justificación es bien conocida, la pregunta que es difícil no hacerse es la siguiente: ¿qué más hacía falta para que finalmente no se aprobara la reforma? O una simple inversión de la pregunta: ¿qué le ha faltado al proletariado en este ciclo de movilizaciones?

Este artículo se propone intentar aportar algunos elementos de respuesta a esta espinosa cuestión y, para ello, echar la vista atrás, en caliente, sobre algunas de las características del ciclo de movilización que está por llegar a su fin. Ha estado marcado, en primer lugar, por un autoritarismo creciente del Estado (I), luego, por el papel contrarrevolucionario de la socialdemocracia (II) y por último, por la ausencia de una alternativa real en el seno de la izquierda extraparlamentaria (III).

I) Sobre la reforma autoritaria del Estado capitalista

El ciclo de movilizaciones que está llegando a su fin ha demostrado que sigue siendo parte del sentido común cosificar el Estado como algo neutral –e insuperable– respecto a las relaciones económicas, y que puede ser utilizado o doblegado para resolver las contradicciones del capitalismo. Sin embargo, este mismo ciclo también ha revelado, una vez más, la verdadera razón de ser del Estado capitalista: garantizar las condiciones de acumulación del Capital a cualquier precio. En la actual coyuntura económica global de caída de las tasas de ganancia, la acumulación de capital fomenta la reestructuración de la relación de clase entre Capital y trabajo. Esto adopta la forma de una guerra generalizada contra las condiciones de vida de la clase obrera, bajo el mando de la oligarquía financiera internacional (que extrae su poder de la crisis de la economía real) y bajo la égida del Estado. El Estado, incapaz de financiarse mediante los impuestos y que está condenado a pagar una deuda infinita, no tiene más remedio que aplicar los programas económicos impuestos por la oligarquía financiera y sus instituciones. Esto lleva al desmantelamiento del Estado de bienestar y a la destrucción de la base de derechos sobre la que se fundó. Así, a medida que crece la pobreza y sigue aumentando el número de supernumerarios expulsados de los procesos de integración, aumentan también las medidas coercitivas; esta es la reforma autoritaria del Estado capitalista.

a) Gobierno por decreto

Para aprobar una reforma ampliamente impopular entre la población francesa, el ejecutivo no ha tenido más remedio que recurrir, por undécima vez este año, al artículo 49.3 de la Constitución del 58 para eludir al Parlamento. Los partidos de la oposición, tanto de derechas como de izquierdas, no tienen especial apego a los derechos sociales de la clase trabajadora. Lo que ocurre es que, por sus intereses electorales –especialmente los del ala izquierda del Capital, como el NUPES–, han sido obligados a posicionarse en contra de la reforma. Podrían conseguir así poner de facto en peligro la posibilidad de que la reforma obtuviera la mayoría en la Asamblea.

Esta imposición del texto no hizo más que confirmar una tendencia que tiende a reforzarse desde el inicio de la reestructuración posfordista: la reducción del Parlamento a una cámara subordinada al ejecutivo, la cual sólo sirve a la dictadura del Capital como fachada democrática.

Los parlamentarios se escandalizaron por este acto autoritario, similar al decreto-ley que tan querido fue por el jurista nazi Carl Schmitt. No obstante, los que se hacen pasar por demócratas nos recuerdan a François Hollande; el cual antes de llegar al poder tachó este artículo de "negación de la democracia" por constituir una violación de la separación de poderes y, por tanto, del Estado de derecho, y tiempo más tarde, una vez llegado al poder, lo utilizó. Los parlamentarios socialdemócratas llegaron a erigirse como garantes de la soberanía y plantearon la necesidad de reformar las instituciones cambiando la Constitución. La canción es bien conocida: cambiarlo todo para no cambiar nada.

Sin embargo, aunque es verdad que el ejecutivo es objeto de algunas críticas, estas críticas no tienen efecto sobre su dominio real. Además, si es cierto que el ejecutivo concentra cada vez más poder en su seno, no se debe tanto a que la Constitución le ofrezca un truco legal, y por lo tanto la cuestión no es que bastaría con cambiar la Constitución. Lo que ocurre es que los que tienen el dinero, el medio de poder real, le ordenan actuar de cierta manera, y el gobierno puede recurrir a mecanismos jurídicos autoritarios siempre y cuando tenga el apoyo de dicha oligarquía y actúe en su beneficio. Esta reforma responde ante todo a la exigencia de destrucción del sistema de pensiones de reparto –uno de los últimos bastiones del compromiso fordista del Estado de bienestar– y de su capitalización en beneficio de la clase capitalista y, en particular, de la oligarquía financiera. Al mismo tiempo, permite reducir el gasto público y así cumplir mejor con las exigencias europeas que la Comisión ha anunciado que quiere restablecer a partir de 2024. El tecnócrata Macron no hace más que aquello para lo que le han puesto ahí, lo cual puede a veces implicar saltarse las molestas mediaciones –como el parlamentarismo– aún sabiendo que son lo que históricamente sustentan las democracias liberales. Decir, como hace NUPES, que hay que reformar las instituciones o devolverle la "soberanía al Parlamento" sin tener en cuenta los actuales límites estructurales de la acumulación que han provocado el cambio en la forma del Estado, sería, en el mejor de los casos, ingenuo, y en el peor de los casos, demagogia.

Afirmar, como han hecho otros, que se podría haber aprobado la reforma de forma más consensuada es más comprensible. La utilización del 49.3 y el exceso de celo de Macron han provocado la preocupación del Medef (el sindicato de la patronal) o incluso de las agencias de calificación como Moody's o Fitch. Tienen dudas en cuanto a la estabilidad del país para poder realizar futuras reformas, y por lo tanto, su capacidad para reembolsar su deuda.

Por último, incluso dentro de las propias instituciones, el ejecutivo no está tan aislado como quieren hacernos ver. Tanto el Parlamento por un lado como el Consejo Constitucional por otro se mantuvieron fieles al concepto. Ya que, respectivamente, uno no siguió adelante con la moción de censura, y el otro respaldó la ley en su gran mayoría y barrió la propuesta de referéndum de iniciativa compartida.

b) Sobre la represión

El anuncio del 49.3 provocó el desbordamiento del marco de protesta restringido del que la intersindical tenía el monopolio. Esto contribuyó a la radicalización de las formas de lucha y de protesta. Las manifestaciones salvajes se multiplicaron junto con los bloqueos, las huelgas y los sabotajes. El fuego brotó de la cólera del proletariado francés y fue capaz de estallar, tanto en París como en las ciudades más pequeñas de Francia.

Sin embargo, el aparato represivo estaba más que preparado para tal eventualidad y consiguió, al haber interiorizado las enseñanzas extraídas de las movilizaciones de los Chalecos Amarillos, contener las protestas dentro de los límites de lo permisible.

Hay que decir que las últimas leyes de seguridad, en particular la Ley de Seguridad Global, han completado la imposición de un cómodo marco represivo para las fuerzas del orden. Entiéndase esto como un amplio marco legal unido a una impunidad casi total a la hora de jugar con sus límites o transgredirlo. Esto ha contribuido sobre todo a la desaparición de las condiciones de lucha y a la criminalización generalizada de cualquiera que se atreva a cuestionar el poder establecido. Esta criminalización se apoya en gran medida en un aparato mediático bajo el control burgués, siempre dispuesto a actuar sobre el sentido común en un sentido reaccionario. Sin embargo, parece que la narrativa que describe a los manifestantes como salvajes y a la policía como quien solo utilizó la fuerza como último recurso y en defensa propia, es cada vez más difícil de tragar. Sobre todo en un momento en el que las imágenes de violencia policial inundan las redes sociales.

La represión adoptó desde las formas más absurdas, como decretos anticaceroladas, hasta las formas más brutales, como cordones ilegales (la técnica «nasse»), uso de armas de guerra y drones, uso de cuerpos especializados como el BRAV-M, el CRS o el BAC, mutilaciones, detenciones arbitrarias desde el punto de vista jurídico y la condena por los tribunales mediante comparecencia inmediata de algunos de los manifestantes detenidos. La Contrôleuse Générale des Lieux de Privation de Liberté llegó a informar de que el 80% de las personas detenidas fueron puestas en libertad sin ningún procesamiento, lo que demuestra la intencionalidad detrás de estas detenciones: fichar a manifestantes en masa.

El tumulto de Sainte Soline, que tuvo lugar en la misma época, también permitió a Gérald Darmanin, Ministro del Interior, reforzar el contexto autoritario al declarar que quería disolver el colectivo Soulevements de la Terre. Esto es posible gracias a la ley contra el separatismo "islamista", cuyo objeto se ha desviado hoy para disolver también colectivos de extrema izquierda, cuando no "respetan los principios republicanos". Si observamos a lo que han quedado reducidos los principios republicanos –el nuevo lema macronista los resume a la perfección: "trabajo, orden, progreso"–, todos los grupos que sean mínimamente críticos con el gobierno están potencialmente bajo la lupa.

La actualización autoritaria del Estado francés ha llegado a tal punto que varias ONGs, el propio TEDH y la ONU se han visto obligados a fingir que se sentían ofendidos por este nivel de violencia. Cabe mencionar que las cosas no se pondrán más fáciles con los Juegos Olímpicos de 2024 en París, que ya han servido de excusa para aprobar una ley que autoriza el uso de algoritmos para procesar las imágenes grabadas por cámaras o drones.

Cuando hablamos de giro autoritario, no podemos olvidar el papel complementario que el fascismo ha jugado en la represión y en la legitimación de este, tanto en las acciones directas de sus grupúsculos neofascistas contra los manifestantes (la reaparición de la GUD en particular, manifestación neonazi en París sin presencia policial) como en su vertiente más institucionalizada de justificación ideológica del orden y la represión. Lo peor es que existe la posibilidad de que la desilusión generalizada nacida de la derrota abra las puertas del poder al partido de Marine Le Pen (que, recordemos, está a favor de la jubilación a los 67 años).

II) Sobre el papel contrarrevolucionario de la socialdemocracia

Aquí se trata ante todo de demostrar concretamente cómo la socialdemocracia –el Partido de la Reforma– en sus dos vertientes, parlamentaria y sindical, está enredada en una propuesta de salida redistributiva y estatista de la crisis. También en explicar cómo consigue, incluso cuando se podría pensar que está superada, hegemonizar lo que comúnmente se denomina "movimiento social". Se trata, además, de cuestionar la pertinencia de cualquier estrategia "movimientista", que en ausencia de organizaciones proletarias independientes y suficientemente poderosas, muy a menudo acaba beneficiando a los que están mejor organizados y son más populistas, es decir, a la socialdemocracia.

a) El ala parlamentaria de la socialdemocracia

Cabe mencionar aquí el papel de la socialdemocracia parlamentaria y su capacidad de intervención y recuperación corporativista, reformista y partidista, que ha jugado un papel secundario en las movilizaciones, pero que sin embargo ha complementado al de los sindicatos.

En pocas palabras, y como no hay nada nuevo, la táctica de la socialdemocracia ha sido apoyar las protestas para obtener a cambio apoyo en su actividad parlamentaria, y en última instancia, obtener una base electoral más amplia. Cada vez que las protestas se intensificaban, siempre había un representante de NUPES que intentaba recuperar esta rabia proponiendo constantemente una salida institucional a la crisis. Ya fuera la moción de censura al principio, el referéndum de iniciativa compartida más tarde o por último la supuesta opción de censura del Consejo Constitucional. Todas esas propuestas son sintomáticas de políticos profesionales cuya propia reproducción depende de la reproducción del Estado como tal.

También hay que mencionar que, además de llevar constantemente la protesta a la estela de las instituciones del Estado, también contribuyeron en: reducir las reivindicaciones a simples lógicas redistributivas; cuestionar las finanzas como causa y no como consecuencia del capitalismo y abogar así por un retorno a la soberanía; desacreditar el uso de la violencia como expresión de la rabia cuando no podían usarla en favor de sus intereses y, por último, contener la indignación en torno a la figura de Macron, y no en torno a todo un sistema representativo que solo representa a una ínfima minoría. Pero la palma de oro se la lleva sin duda el PCF, ya que su secretario general hizo unas declaraciones más que dudosas. Primero habló sobre la necesidad de reforzar los controles fronterizos (incluyendo obviamente a los inmigrantes que huyen de la miseria), lo cual contribuyó a la división del proletariado y a desfigurar el debate público. Y más tarde, se dedicó a condenar la "violencia" de los Black Block utilizando para ello un cartel de Mayo del 68.

b) El ala sindical de la socialdemocracia

Trataremos aquí las consecuencias de la elección de las direcciones sindicales de reunirse de manera intersindical y del papel concreto de esta reunificación durante las movilizaciones. Por supuesto, no se trata de decir que todos los sindicatos son reformistas y corporativistas al mismo nivel, ni siquiera de suprimir el hecho de que, incluso dentro de las confederaciones sindicales, algunas federaciones pueden ser más combativas que otras (pensamos en la CGT o en SUD/Solidaires), o que dentro de estas federaciones no haya sindicalistas con una verdadera voluntad revolucionaria.
Tampoco nos ocuparemos del sindicalismo ni de lo que debería ser para ser revolucionario, ya que habría que hacer una crítica integral que incluya las determinaciones del ciclo económico actual, la incapacidad de los sindicatos para renovarse junto con la reestructuración capitalista, o la escisión que reproducen entre reforma y revolución. Todo esto partiendo de la crítica marxista tradicional de los sindicatos como intermediarios en la negociación del precio de la fuerza de trabajo. En el caso francés, hay que añadir la fuerza ideológica de la Carta de Amiens (Charte d’Amiens) y la experiencia del sindicalismo revolucionario. La tarea va más allá de las ambiciones de este texto.

Los grandes sindicatos organizados dentro de la intersindical salieron a la vez reforzados y debilitados de la secuencia de protestas. Fortalecidos por un lado, ya que pudieron recuperar cierta legitimidad dentro del movimiento social (que parecían haber perdido con los Chalecos Amarillos). Llenaron un vacío, se juntaron millones de personas en torno a sus convocatorias y llevaron a cabo bloqueos, huelgas o acciones directas bien organizadas. Debilitados, por otra parte, en cuanto que ha vuelto a quedar claro que el pacto social de posguerra está agotado, el cual los aceptaba como intermediarios legítimos frente a la patronal y el Estado. Pero es este patrón de posguerra el que intentaron reproducir, en un intento partidista de recuperar políticamente las manifestaciones, e intentar tener más peso en las negociaciones. Irónicamente, cuando fueron invitados a la mesa de negociaciones, la reforma ya había sido ratificada.

En este sentido hay que entender que la táctica consistió en pacificar al máximo el movimiento. Dividieron los días de huelga y movilización para mantenerlos bajo control, y negaron la posibilidad de llamar una huelga prorrogable desde el principio. Tanto los sindicatos como los representantes del Estado se felicitan a sí mismos cuando las movilizaciones transcurren sin problemas o cuando la intersindical las define como "pacíficas, festivas y populares". Dicho esto, tampoco se trataría de fetichizar la huelga general como una solución milagrosa, ni siquiera de creer que el simple hecho de declararla bastara para que sucediera, sobre todo con la actual tasa de afiliación y con la débil organización del proletariado. La operación "Paremos Francia" del 7 de marzo nos mostró que había un desfase entre las palabras y los hechos. Sin embargo, es evidente que es necesario replantearse las formas de lucha y darse cuenta de que las cacerolas se verán rápidamente impotentes en un momento en el que el gobierno ya ni siquiera puede soportar la oposición dentro de sus propias instituciones.

El hecho de que todas sus movilizaciones estén vinculadas a la agenda electoral también es sintomático de un modelo sindical totalmente integrado en las instituciones del Estado. La próxima convocatoria del 6 de junio es en este sentido evocadora, ya que es justo antes de la aprobación del texto ante la Asamblea Nacional para una "potencial" derogación.

En cuanto a las reivindicaciones, el marco de la intersindical obligaba a encontrar la unidad a través del mínimo común denominador, el consenso más amplio: el aumento de la edad de jubilación. Temas tan centrales como los años a cotizar o la longitud de las carreras profesionales tuvieron que quedar fuera de la ecuación. Es problemática la dificultad de ponerse de acuerdo sobre ampliar las reivindicaciones a cuestiones más estructurales como los salarios directos o indirectos (por ejemplo a través del desmantelamiento de los servicios públicos) que evolucionan de forma inversamente proporcional al coste de la vida. Pero aún parece más difícil pasar de la lucha por los salarios a la lucha contra el trabajo asalariado.

La crítica marxista ha sabido señalar el problema de la burocratización de los sindicatos y su escisión de la base, reproduciendo el mismo esquema que los parlamentarios, es decir, vinculando su reproducción a la del Capital. El marxismo también ha sabido problematizar la composición orgánica de los sindicatos, dominada por la presencia de la aristocracia obrera nacional en los sectores donde la representación es mayor. Debemos aprovechar esta crítica para mostrar cómo la dominación de la aristocracia obrera pone los intereses corporativistas y nacionales por delante de los intereses universales de la clase obrera; por ejemplo, por delante de los intereses de los estratos más bajos de la clase obrera con recorridos profesionales intermitentes, de los trabajadores migrantes y de las mujeres de clase trabajadora. A estos les afectaba especialmente la reforma pero, al estar infrarrepresentados en los sindicatos, fueron excluidos de las reivindicaciones.

III) Sobre la ausencia de una alternativa real

A pesar de la deriva autoritaria del Estado que reduce los derechos políticos día a día, el proletariado francés no se ha hundido en la resignación y ha vuelto a mostrar cierta capacidad de resistencia, creatividad en las formas de lucha y, sobre todo, la voluntad de dejar de ser el objeto pasivo de la reestructuración capitalista. En el transcurso del movimiento y más allá de la simple radicalización de las formas de lucha, son también las reivindicaciones de los sectores más a la izquierda del movimiento social las que han evolucionado. Han pasado de la simple reprobación de la reforma de las pensiones a la reprobación más global de las políticas neoliberales que únicamente traen miseria. Esto fue particularmente evidente cuando el 49.3 atrajo jóvenes al movimiento, más preocupados por el auge del autoritarismo y el futuro en general que por las pensiones per sé. O puede que incluso antes. Es muy probable que cierta parte del movimiento social se dejara llevar por la dirección corporativista del Partido de la Reforma, más que por una adhesión consciente y voluntaria por falta de una alternativa mejor. Esta oleada espontánea de protestas, este deseo de autonomía al margen de las convocatorias sindicales y la proliferación de luchas, no han logrado estructurarse en torno a una estrategia de clase y dentro de mediaciones políticas suficientemente poderosas para representar una amenaza real e iniciar así un cambio verdadero. Y como siempre en este caso, estas luchas en los márgenes han acabado o sirviendo involuntariamente a los intereses de la socialdemocracia o, en su defecto, en la desesperación moral.

La lección revolucionaria que hay que extraer de este ciclo de movilizaciones no es nueva: el proletariado debe constituirse como sujeto revolucionario y para ello debe dotarse de sus propias organizaciones, independientes al Estado y a todos sus partidos, sobre todo en relación con la socialdemocracia. La independencia organizativa debe ir de la mano de la independencia ideológica. Esta independencia ideológica pasa por la reapropiación y reconstitución del programa comunista revolucionario, base sobre la que hay que articular una táctica proletaria adecuada y una estrategia de acumulación de fuerzas con vistas a la superación del capitalismo. Una vez más, independencia ideológica frente a la socialdemocracia y sus intelectuales. Por muy eruditos que sean, son incapaces de pensar en una transformación de la sociedad fuera de la categoría del Estado capitalista o fuera de las categorías básicas de la economía política que naturalizan cuestiones como el dinero o el salario.

Es, por tanto, a partir de esta constatación que debemos relanzar el debate sobre la estrategia revolucionaria centrándolo, sobre todo, en el modelo de organización revolucionario adaptado a las actuales necesidades tácticas y organizativas del proletariado, incorporando las mejores enseñanzas de las experiencias históricas del ciclo revolucionario anterior y desarrollando la capacidad real de actualizar el programa comunista revolucionario. Un modelo de organización capaz también de articular las luchas económicas y políticas y que, guiado por el internacionalismo proletario, tenga como perspectiva la construcción del socialismo a escala internacional. Por otro lado, y en vínculo dialéctico con el primer punto, es necesario impulsar una guerra ideológica y cultural para que el comunismo vuelva a ser hegemónico en el seno del proletariado, empujándolo a la autoeducación y sin relación de exterioridad entre teoría y práctica. Un proletariado que, subrayémoslo, ve sus filas masificarse día a día, no sólo en la periferia, sino también, en la coyuntura actual, en el centro imperialista.

Es importante precisar que hablar de proletariado es hablar de la clase de los desposeídos, de todos aquellos cuya única propiedad es su fuerza de trabajo, independientemente de que esta se actualice o no. Es hablar de una clase, que mientras más ahondamos en la crisis capitalista, es cada vez más numerosa y está cada vez menos integrada en las instituciones estatales. Un sujeto fragmentado en identidades oprimidas y compuesto por una gran diversidad que el programa comunista debe unificar, no bajo un programa que niegue las particularidades, sino dentro de una propuesta que sepa integrarlas atacando a la totalidad capitalista. Hay que señalar que tampoco se trata de reivindicar la condición proletaria, si no de reivindicar su superación, su negación como clase. Esto exige la expropiación concomitante de la clase opuesta. Pero sobre todo exige la superación de la lógica del Capital que divide la sociedad en clases. Dicho de otro modo, la superación de las formas sociales que hacen que, en nuestra sociedad, la reproducción de nuestras vidas dependa de la reproducción del Capital y, por tanto, de la explotación.

La crisis de acumulación y la reestructuración capitalista que ello conlleva, abren un nuevo ciclo revolucionario. Sin renunciar nunca a la independencia política, es hora de relanzar el debate sobre la estrategia revolucionaria y la organización revolucionaria.


Referencias

Julian, Ibai. La deriva autoritaria del Estado y la lucha por los derechos políticos

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