Biden, el paladín de la justicia que debía parar la locura del trumpismo, ha tomado con su último aliento una de las decisiones más peligrosas desde 1964: ha otorgado misiles de largo alcance a Ucrania para atacar a Rusia. De todas formas, dado que Ucrania no tiene los medios para usar este arma, en realidad es la OTAN quien ataca directamente.
Esta decisión, que hasta un ciego vería que comporta el riesgo de una escalada bélica, no se ha debatido en parlamentos ni en ningún otro sitio, ni aunque sea por instinto de supervivencia. Sin embargo, sí ha habido quien ha aplaudido esta medida: seis países de Europa (los tres más poderosos entre ellos, toda la UE por lo tanto) o la prensa que ha declarado que esta medida se queda corta (El País, Finantial Times...), por ejemplo.
Esta fiebre belicista, no obstante, no es mera locura transitoria. Lo sostiene un discurso en alza que mezcla la firme defensa del supremacismo de las democracias occidentales y los nacionalismos nostálgicos de cuando dichos países eran los reyes del mundo. De hecho, el empresariado hambriento de conquistar mercados y recursos ajenos a sangre y fuego, ha alentado esta campaña por todos los medios a su disposición.
Así se ha ido formando una burbuja que es ajena a los riesgos de guerra total o nuclear, que los considera una paranoia de la Guerra Fría. Ante la posibilidad de que la cadena imperialista pueda reventar en cualquiera de sus eslabones, es indiferente y se recrea en la creencia de que los muertos se limitarán a algún país lejano, manteniendo aquí la paz social. Ya es hora de reivindicar que no hay paz posible sin disolver la OTAN, por ejemplo. Ya es hora de parar este belicismo criminal.