FOTOGRAFÍA / Manubeltz
Jose Castillo
@josecast23
2024/11/04

En muchos de los discursos electorales de Europa del sur aparece siempre la idea caricaturizada de que deberíamos parecernos más a los países de la Europa nórdica y escandinava. Es muy típico escuchar en nuestros debates entre políticos que debemos igualarnos en todo tipo de tasas a los países más al norte del continente: en la reducida tasa de paro, igualdad retributiva, sistemas educativos excelentes o gasto social per cápita ampliamente mayor al nuestro. Suecia y Grecia, ambos Estados cuentan con una población de en torno a 10,5 millones de habitantes, pero uno representa el paraíso de la socialdemocracia eficiente, productiva e igualitaria y el otro la pereza, el clientelismo e ineficiencia propia del modo de vida mediterráneo.

Sin embargo, si rascamos un poco, no es oro todo lo que reluce. Si los griegos, y el resto del sur de Europa, representan la ineficiencia por su picaresca y absentismo laboral, propio de los vagos trabajadores mediterráneos, ¿cómo es posible que el país heleno encabece el ranking de horas trabajadas a nivel de la Unión Europea? Porque no es la pereza ni la eficiencia de unos lo que marca la riqueza de las naciones, sino las condiciones históricas que el capitalismo ofrece en un tablero global en el que los Estados, y la clase obrera que los habita, no parten con las mismas fichas de inicio. Dicho de manera simple, si todos fuéramos Suecia, sería Suecia la que no existiría.

El modelo sueco –y en general el escandinavo, que engloba a Suecia, Finlandia, Dinamarca y Noruega– se fundamenta en cinco pilares únicos e irrepetibles: una cercanía geográfica al núcleo de poder político-económico europeo; una población relativamente reducida y con flujos migratorios estables hasta la última década; una dotación de recursos naturales e hidrocarburos sin parangón a nivel europeo; un Estado fuerte y centralizado capaz de regular de manera efectiva la negociación sindicatos-patronal; y, por último, una fuerza de trabajo cualificada y ampliamente sindicalizada.

Los países escandinavos son los que más gobiernos de partidos socialdemócratas han tenido a nivel europeo. También cuentan con la fuerza de trabajo más sindicalizada en centrales cercanas a estos partidos, superando esta cifra el 65% en Suecia y en Finlandia. Sin embargo, la socialdemocracia escandinava aceptó casi desde principios del siglo XX que su modelo de pacificación social depende de un pacto con la patronal y el Estado, con una indexación salarial siempre dependiente del crecimiento de la productividad.

De hecho, el modelo socialdemócrata sueco es bastante contrario al keynesianismo de aumento de la demanda agregada que conocemos en el sur de Europa. Ya que el Estado aboga por ofrecer un marco de competitividad para el capital, no por intervenir directamente. Es decir, los sindicatos y la socialdemocracia sueca, también la escandinava en general, entendieron que su partido se jugaba en hacer más competitivo su propio capital, no en confrontar con el mismo.

La experiencia socialdemócrata nórdica, lejos de lo que podamos idealizar, se basa en un mercado laboral flexible, con leyes que facilitan que los empresarios contraten y despidan trabajadores o introduzcan tecnología que ahorre mano de obra. Sin embargo, y gracias a la reducida población con la que cuentan, el Estado puede permitirse grandes cuotas de trabajo público de en torno al 30% de la fuerza de trabajo empleada. Por tanto, el Estado es un actor que fomenta la política activa de empleo, pero la carta principal es el buen devenir de su economía capitalista como potencia exportadora. Para que esto genere un crecimiento económico siempre mayor al de la subida salarial de los trabajadores.

Este modelo, además de no ser replicable en otros contextos, también encuentra su propio límite histórico: las materias primas no son infinitas y las industrias capitalistas siempre llegan a un punto de maduración y decadencia. Esto es lo que le está sucediendo al idealizado modelo nórdico durante la última década y media. Los países a los que exportan sus mercancías manufacturadas entraron en crisis a partir del 2008, nuevos polos competitivos se han afianzado en Asia y la población activa va envejeciendo sin un relevo generacional claro.

Pero, sobre todo, me gustaría poner el foco en un tema de actualidad, la gestión de la inmigración. El modelo sueco y escandinavo es únicamente realizable en Estados de alta competitividad productiva y población relativamente reducida. Esto segundo fue frustrado por los crecientes flujos de inmigración que comenzaron a llegar a estos países a partir de la llamada crisis de los refugiados de 2015.

Para que el modelo sueco o el finlandés funcionen, estos países pueden aceptar a muy poca inmigración, dado que esta altera los equilibrios poblacionales que hacen posible una política de altas rentas salariales y subsidios sociales generalizados. El Estado del modelo sueco o nórdico subsidia el gasto social, pero lo justo y necesario. Por lo que, si la inmigración requiere de mayor gasto social para su gestión e integración, el modelo se rompe. Y así aparece la cara B de los hasta ahora admirados modelos norteños, su reacción xenófoba.

Efectivamente, mucho antes de que la extrema derecha empezase a ganar el actual impulso en el sur y centro de Europa, el ascenso social y electoral de una extrema derecha xenófoba ya había socavado las bases de los modelos socialdemócratas nórdicos. De hecho, la socialdemocracia nórdica recuperó impulso político para frenar a estos partidos adoptando ciertas políticas propuestas por los partidos abiertamente xenófobos. Los países nórdicos han estado a la vanguardia durante la última década en implantar políticas tendientes a reducir las prestaciones, ayudas de atención a los refugiados o las que dificulten las solicitudes de asilo y ciudadanía.

Ahora que en Finlandia y Suecia gobierna la derecha, las condiciones sociales para aplicar políticas ampliamente restrictivas de la migración ya están dadas: Finlandia este mismo año ha planteado denegar todas sus solicitudes de asilo en la frontera con Rusia y Suecia y plantea medidas como indemnizar a los inmigrantes que abandonen sus fronteras de forma voluntaria.

El paraíso socialdemócrata nórdico muestra su verdadera cara en cuanto las turbulencias del panorama geopolítico mundial le tocan de cerca. No en vano estos dos últimos años Finlandia y Suecia han entrado en la OTAN dejando de lado su histórico papel neutral en las relaciones internacionales. Como todos los modelos de bienestar exitosos en el capitalismo global, estos se han defendido a punta de cañón. Pero, recuerden, no todos podemos ser suecos, ya que no todos partimos con las mismas fichas en este enrevesado juego de ajedrez llamado capitalismo.

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